Mi primer encuentro con Shangay fue a través de un interfono. Recuerdo que un amigo y yo salimos de marcha un domingo por la noche y al pasar por su calle, él, que ya lo conocía, decidió llamarle para que se uniese a nosotros. La respuesta de Shangay fue que estaba en bata y que tenía cosas más importantes que hacer como escribir su próximo ensayo. No llegué a verlo, pero todo lo que decía a través del interfono traslucía un humor acompañado de grandes dosis de inteligencia y profundidad. La conversación duró más de veinte minutos y dio para mucho. No podía ser menos pues era Shangay Lily, al que había seguido a través de su blog en los años en los que internet irrumpió en nuestras vidas y al que ya había visto en una televisión pública decir verdades como puños.

A todos nos gusta el escándalo sin que nos salpique; leemos una novela y nos identificamos con el personaje sin tener la capacidad de llevar la trama a nuestras vidas, de derrapar el coche frente a la policía, de lanzar piedras y misiles si hace falta cuando de derechos humanos se trata.

Shangay estaba hecho de otro material. Su voluptuosidad, contundencia y claridad no era del gusto de muchos. Cuando ya tuve la oportunidad de conocerle en persona fue en una charla bastante productiva sobre los parapetos en los que debe apoyarse un activista en su lucha. Recuerdo que comenzó el coloquio hablando de su admirada Rosa Parks y de la capacidad que tenemos cada uno de nosotros para cambiar el mundo. No sé si fue su energía, la firmeza de sus palabras o su tono crítico con el actual movimiento LGTBI lo que me hizo repensar en las formas en las que las minorías nos relacionamos con los otros. Algunos se sintieron ofendidos con frases como “perdemos mucho tiempo en el Grindr” y “algunos se pasan todo el día en el gimnasio” si alguno se ofendió en esa charla y creo recordar que así fue, es que Shangay estaba haciendo las cosas bien.

A través de varios amigos volví a tener varios encuentros con Shangay y su encantadora amiga Paloma. Una cita cultural era siempre una buena excusa, ya fuera una muestra de arte contemporáneo o una exposición de moda sobre la trayectoria del mismísimo Jean Paul Gaultier. Ni el éxito de la exposición, ni el público de la Fundación Mapfre hizo que Shangay no pudiera apreciar la valentía del diseñador y su necesidad de romper moldes a través de la creación de vestuario. El activismo es amplio y sus formas se cuelan hasta en la manera que comemos churros con chocolate en San Ginés, o se conoce a gente nueva en una freiduría de la calle Hortaleza. El activismo de Shangay, diario y constante, no estaba exento de gozo y humor. Nos reíamos con Shangay y él se reía con nosotros. Las puertas de la frivolidad estaban ahí, la belleza, la ironía y el teatro no eran incompatibles a la justicia y los derechos de los otros.

Aprendí palabras con él como “disortifobia” que quiere decir miedo al diferente y a lo desconocido. Su pregón, no era un discurso enrevesado, no necesitaba retorcer las palabras porque sabía de lo que estaba hablando. Estar con Shangay era un aprendizaje, y no en el sentido magistral. A veces bastaba con ver una película, y compartir la visión que él tenía de ésta o reírnos de los rascacielos de Madrid desde una de las torres del barrio del Pilar.

Ir a Vallecas para ver un grupo de hip-hop, o encontrarnos en Sol en un acto reivindicativo era una buena excusa para hablar de cómo estaba el mundo, para estar en el mundo y para rememorar a Rosa Parks una y otra vez. Pues se trata de eso, de aprovechar cada oportunidad para hacer de él un lugar mejor, haciendo lo que hacía Shangay, sin poner barreras a la acción, ya fuera en un plató televisivo o ante un grupo de desconocidos en una, a día de hoy, inhóspita plaza.

La obra de Shangay deja interrogantes sobre el corpus del autor que según Paloma Linares, amiga y representante, espera ser publicado en un futuro, y eso espero. Obras cómo: ¿Mary, me pasas el poppers? (2002) o Machistófeles (2002) acuñan a Shangay Lily como imprescindible en la escena cultural de los últimos veinte años. Sus últimas publicaciones: el poemario Plasma Virago (2015) y el ensayo Adiós, Chueca (2016) nos brindan de nuevo una oportunidad para conocer cuáles son los parámetros en los que se mueve un colectivo, que ante lo ganado –que no es poco– deriva hacia la incertidumbre frente a lo que aún le queda por conquistar.

 

 

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre