Llevo varios días recopilando los hechos, Shangay, para llenar la hoja en blanco que se extiende ante mí. Virtu te trajo a Granada para presentar tu vida en rojo, en rosa y en violeta. No hace tanto. Gracias a ella nos conocimos. A ti te intrigaba una conferencia que yo organizaba esa mañana y yo no quería perderme la presentación de tu libro esa tarde. Seguía tu blog empedernidamente y te consideraba un articulista brillante. Nunca faltaba ni sobraba una palabra en lo que escribías y eso me da muchísima envidia. Nos vimos dos veces. Suficientes para imantarnos como si llevásemos años de camaradería. Nos reímos. Discutimos. Buscábamos el hueco para traerte a Granada la primavera pasada. Quedé en llamarte, entre tanto, cuando estuviese en Madrid para presentarte a mis hermanos, que también eran fans. Todo, sin embargo, quedó finalmente en nada porque, como decía Lennon, «La vida es lo que pasa mientras estás ocupada haciendo otros planes» y sí, la vida y tu muerte sucedieron sin conseguir que lo urgente de mi rutina diaria cediese el paso a lo humanamente, placenteramente, importante.

Por eso ahora no quiero escribir, como hago normalmente, con el esmero académico que nos impone huir de lo personal para, de la forma más aséptica imposible, buscar lo rigurosamente objetivo de los hechos desde la distancia de una impersonal tercera persona. No. Ahora quiero escribir-te. En segunda persona. Sin urgencias. Lento y desde el placer aplazado del recuerdo, no de los hechos, sino de las impresiones. Y quiero ser conscientemente anti-académica al hacerlo. Te lo debo.

Mi homenaje hoy, insisto, debe ser en modo anti-académico. Sé que te gusta así. Tiene que empezar, por fuerza, con el deleite único de la hoja en blanco que se eterniza mientras te pienso, mientras estás anti-académicamente en mi cabeza y remoloneo, día tras día, para no plasmarte en el papel aun. Hoy, sin embargo, he sucumbido a una extraña modorra de día febril que me ha obligado a cancelar mis tutorías y quedarme en casa. Parece el momento idóneo. Te empiezo a escribir.

Tú y yo nos conocimos, decía, en dos actos celebrados en la Universidad de Granada. pero los hechos son lo de menos. Lo que sobresale en mi recuerdo es lo primero que me espetaste apenas conocernos: «Yo detesto lo académico», dijiste de sopetón. «Me recuerdas a Valentino», contesté yo sin pensarlo, simplemente porque se me ocurrió en ese momento al mirarte. Pusiste el grito en el cielo. Me expliqué mejor: «¡¡no el modisto…el Rodolfo, el de los tiempos de mi abuela, con tu túnica y tu turbante!!» Respiraste aliviado «Ah, bueno…ese vale». Una entrada tan surrealista como esa puede separar a dos personas de inmediato. Pero nosotros nos entendimos al instante y en los debates que siguieron se nos fueron los almuerzos y las cenas de ese día. Para ti ser miembro de una institución como la universidad era una traición al verdadero activismo y un abandono de la lucha. Yo insistía en que, ciertamente, la «academia» a la que le tenías tirria a mí también me producía grima, pero me defendía convencida de que coordinar proyectos de género en la universidad era también llevar, al menos en parte, una vida en rojo y violeta como la tuya. «No ves», pataleaba yo, «que quienes tenemos privilegios debemos ponerlos al servicio de quienes no los tienen?» Cediste cordialmente y lo dejamos en tablas hasta la próxima. Volviste a la Facultad de Ciencias de Granada un año más tarde, invitado por el Seminario «Otro pensamiento es posible». Esa vez llevé refuerzos: mi madre y Gerardo, antiguo alumno y ahora compañero de «academia» y gran amigo. Apenas terminaste nos enganchamos en el debate a cuatro bandas. Y en la puerta de aquella aula de Ciencias nos habríamos quedado horas si tus anfitriones no nos hubiesen recordado discretamente que tenían que cerrar y que te esperaban para llevarte a tomar algo. Acordamos, de nuevo, retomar nuestra discusión el curso siguiente. Coordinaríamos un taller contigo y nuestro alumnado feminista en el máster GEMMA sobre «activismo feminista y academia» y ese sería el debate requetedefinitivo.

Un rato más tarde me wasapeabas: «Me ha encantado volver a discutir contigo. Y tu madre y Gerardo… qué entrañables», «L-s académic-s y sus madres tenemos nuestro punto (de vez en cuando)» respondí con un flirteo en toda regla que reforcé con tres emoticonos de guiño.

La vida se hace a base de anécdotas pequeñas como estas recordadas a posteriori. Se construye por medio de debates improvisados, de instantes efímeros de armoniosos desencuentros que se solidifican en nuestro recuerdo mucho más tarde y dejan su impronta en lo que somos a partir de entonces. Eso representas para mí, Shangay. Y ahí estás, inmortalizado en la foto que acompaña a estos pensamientos y que tan bien los representa: seductor con tu túnica y turbante, incitador con el puño en alto, y, sobre todo, gran persona de pose auténtica.

 

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