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Servicios secretos: historia de una guerra sucia (I)

El actual CNI de hoy es heredero de otros organismos anteriores que se fueron creando y cerrando a lo largo del tiempo, de sus sucesivos escándalos y polémicas que se remontan a finales de la dictadura franquista

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análisis

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El escándalo Pegasus ha puesto al descubierto los errores, carencias y rudimentarias formas de trabajar de los servicios secretos españoles. El caso, aireado por la revista norteamericana The New Yorker, implica al Centro Nacional de Inteligencia (CNI) en un turbio asunto de espionaje a políticos de nuestros de país. Mediante Pegasus, un potente e invasivo programa informático solo al alcance de poderosos estados y grandes multinacionales, han sido espiados una veintena de personalidades relacionadas con el mundo independentista catalán y también los teléfonos móviles del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y de varios de sus ministros. Estamos, sin duda, ante un inmenso agujero en la seguridad nacional que pone de manifiesto la fragilidad de nuestros servicios de inteligencia, a los que a menudo se compara en nivel de competencia y eficacia (un tanto exageradamente) con las grandes agencias de las democracias occidentales como la norteamericana CIA, el británico MI6 o el israelí Mosad.

El episodio se antoja de la máxima gravedad, tanto es así que ha llenado portadas en todos los periódicos y programas en cadenas de radio y televisión, no solo nacionales sino de ámbito internacional. Al final, el expediente Pegasus ha llegado a la Comisión de Secretos Oficiales del Parlamento Español y ha terminado como suelen acabar todas las historias de espías en nuestro país: cerrándose en falso, echando tierra encima y cobrándose una cabeza de turco, en este caso la de la directora del CNI, Paz Esteban, que ha sido cesada, quizá injustamente, por el Gobierno de Pedro Sánchez.

Tras el affaire Pegasus, la pregunta que nadie quiere o se atreve a responder es: ¿cuenta nuestro país con unos servicios de inteligencia bien dotados en recursos y con profesionales formados capaces de hacer frente a las amenazas de enemigos exteriores? ¿O más bien el CNI se ha terminado convirtiendo en una especie de Gran Hermano orwelliano al servicio del partido político de turno (el que esté en ese momento en el poder) cuya primera misión es controlar, vigilar y reprimir a la disidencia política interna? En cualquier caso, hoy podemos decir que tras cuarenta y cinco años de democracia las cloacas han terminado por estallar, de modo que urge hacer limpieza, abrir las ventanas y alumbrar con luz y taquígrafos en “La Casa”, un cuerpo hermético donde no entra nada ni nadie, donde los fondos reservados en ocasiones escapan al control oficial de la ciudadanía y donde, por lo que vamos sabiendo de Pegasus, en ocasiones no se respeta ni la ley ni el mandamiento judicial exigible en todo Estado de derecho a la hora de adoptar cualquier medida que suponga una injerencia o restricción de derechos fundamentales. Los servicios secretos españoles, obsoletos y aquejados de serias grietas y deficiencias, necesitan de una reestructuración urgente porque no solo está en juego el derecho a la privacidad y a la intimidad de cada uno de nosotros, sino el futuro de la democracia misma.

El actual CNI de hoy es heredero de otros organismos anteriores que se fueron creando y cerrando a lo largo del tiempo, de sus sucesivos escándalos, de las polémicas en las que se vieron envueltos sus máximos responsables y altos mandos, unos conflictos que se remontan a los tiempos del final de la dictadura franquista. Efectivamente, en 1968 el régimen de Franco puso en funcionamiento la Organización Contrasubversiva Nacional (OCN), un cuerpo creado para reprimir los incipientes movimientos estudiantiles opositores germinados en las universidades españolas y para infiltrarse en los primeros grupos armados que como ETA o GRAPO luchaban para acabar con el régimen agonizante. Franco veía con gran preocupación cómo al final de su vida crecía en España un fuerte sentimiento revolucionario (amenazando su obra política) y decidió pasar a la acción. Sucesor del sórdido OCN, el Servicio Central de Documentación SECED (1972-1977), trató de mantener a raya a la disidencia política. Lo que tenía que ser el embrión de un servicio de inteligencia español capaz de competir con el espionaje de otras naciones nació ya espurio, contaminado, al servicio de un interés muy determinado como fue el intento desesperado de la dictadura por mantener el poder. Basta un dato para avalar esta tesis: el SECED fue creado por el subsecretario de la Presidencia del Gobierno, Luis Carrero Blanco, el delfín elegido por el tirano como su discípulo para perpetuar la dictadura militar. Corría el 22 de enero de 1972, apenas un año antes de que ETA volara por los aires el coche del almirante, cambiando para siempre la historia española contemporánea. Entre las misiones más importantes del SECED estuvieron la Operación Promesa –diseñada para controlar a los partidos políticos en la clandestinidad–; la Operación Lucero y la Operación Alborada para preparar la sucesión del Caudillo; y sobre todo la Operación Lobo, en la que un agente infiltrado, Mikel Lejarza, consiguió acabar con la cúpula de ETA desde dentro mismo de la organización. Junto a estos operativos hubo otros mucho más siniestros en los que participaron mercenarios enrolados en el terrorismo de Estado tardofranquista con conexiones directas en grupos de extrema derecha. Tal fue la operación llevada a cabo durante los sucesos de Montejurra ocurridos el 9 de mayo de 1976. En aquella romería fascista que desde 1939 honraba la memoria de los requetés muertos en la Guerra Civil, los hombres de la Comunión Tradicionalista (con el apoyo del búnker de Franco) prepararon una violenta maniobra para dar un golpe de timón en el Partido Carlista y entronizar a Sixto de Borbón Parma, hermano del pretendiente Carlos Hugo, con el que mantenía un abierto enfrentamiento. En el plan, conocido como Operación Reconquista y auspiciado por el SECED, tomaron parte mercenarios neofascistas italianos y argentinos. Finalmente, la conjura terminó a tiros, los partidarios de Sixto de Borbón abrieron fuego contra los participantes en el acto y resultaron muertos Ricardo García Pellejero y Aniano Jiménez Santos. Además, hubo varios heridos. Se acababan de inaugurar las cloacas del Estado, que empezaron a funcionar a pleno rendimiento desde aquel mismo momento y que perduran hasta el día de hoy.

Durante años, “la secreta” –como se conocía entre los españoles a los espías del Gobierno–, llevó a cabo múltiples detenciones y redadas contra líderes políticos y activistas en la clandestinidad que tomaban parte en huelgas, asambleas sindicales, reparto de pasquines, pintadas y sabotajes antifranquistas. Las celdas de la Dirección General de Seguridad en Puerta del Sol, hoy sede oficial del Gobierno de la Comunidad Autónoma, se llenaron de detenidos, muchos de ellos jóvenes disidentes a los que mediante tortura se les sacaba toda la información posible sobre los movimientos subversivos en marcha. Los soplones y confidentes de Carrero Blanco no andaban demasiado lejos de aquellas mazmorras.

Desde el principio se vio que el espionaje español nacía con ciertos rasgos diferenciadores respecto a otros servicios de inteligencia occidentales. La primera y fundamental distinción fue que el SECED iba a dedicarse a garantizar el orden político establecido más que a acumular información sobre amenazas exteriores de otros países. No importaba tanto saber qué se cocía en Marruecos, en Francia o en Gran Bretaña (nación con la que España mantiene un contencioso histórico por Gibraltar), como mantener a raya a los enemigos tradicionales de la patria: republicanos, anarquistas, socialistas, comunistas y separatistas del nacionalismo regional periférico todavía en el exilio. De alguna manera, ese pecado original, ese espíritu pretoriano al servicio del César (por haber nacido a la sombra de un régimen dictatorial), iba a marcar la trayectoria de nuestros servicios secretos hasta bien entrada la democracia.

Muerto el general, accedió al trono el rey Juan Carlos I. El nuevo jefe del Estado necesitaba romper con unos espías que habían desempeñado el papel de oscuros fontaneros o lacayos de la dictadura. Y no solo porque por propia supervivencia no confiara en los veteranos agentes franquistas que provenían del SECED, sino porque la llegada de la democracia exigía un lavado de cara, cambiar el mobiliario y el personal de “La Casa” para adaptarlo a los nuevos tiempos. Con ese talante de renovación (aunque solo fuese de cara a la galería) se creó el Centro Superior de Información de la Defensa (CESID) –fruto de la unión del antiguo SECED de Carrero Blanco con el servicio de información del Alto Estado Mayor–, que estaría en funcionamiento desde 1977 hasta 2002, cuando José María Aznar decidió reemplazarlo por el actual Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Su primer director fue el general José Bourgón López-Dóriga y en principio se nutrió de militares que habían formado parte del Régimen e incluso de la División Azul. Gente que no comulgaba precisamente con la Constitución y con los valores democráticos. La tarea de desmantelar la arquitectura del espionaje franquista recayó sobre el capitán general Manuel Gutiérrez Mellado, pero un suceso inesperado y traumático vino a confirmar que todos los intentos por modernizar los servicios secretos y desligarlos del pasado cuartelero, totalitario y nazi habían resultado en vano: el golpe de Estado de 1981.

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