Ser madre no es ninguna estafa

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esperando el tram BruselasSegún los últimos libros publicados sobre maternidad, los últimos artículos y los grandes titulares, ahora está de moda ser una madre arrepentida. Y como se te ocurra hablar de tu natural instinto maternal, de lo feliz que eres después de cinco años durmiendo al lado de tu(s) hija(s), de que las noches sin dormir son lo de menos y de lo divertido que es pasarte los días cocinando madalenas, ¡cuidado! porque estás condenada a un ataque sin censura por parte de feministas sin base y mujeres políticamente modernas.

Claro, la maternidad no se enseña en la escuela, ni en la universidad, ni siquiera tu propia madre se ha acordado de avisarte de antemano. Ser madre llega de repente. Decidido o por sorpresa. Natural, adopción o inseminación. Soltera, casada o amancebada. Individual o múltiple. Cuando eres muy joven o cuando eres muy mayor. Las posibilidades son infinitas y precisamente gracias a muchas feministas como Simone Veil, en Europa tenemos la posibilidad de elegir libremente si queremos ser madres o no. Y ahí dentro está incluida, como es el caso de algunos países más avanzados, hasta la opción del aborto.

Vivo rodeada de amigas sensatas, maduras y treintañeras a las que la vida las ha llevado por el camino de la soltería y que voluntariamente han renunciado a ser madres porque, como a una de ellas bien le recuerda su sensata madre, “un hijo no te cabe en la vida”. A ellas les ha bastado con mirar a su alrededor, visitar a amigas recién paridas, volver a visitarlas unos meses después, recordar a sus madres todo el día metidas en la cocina de cara a la pared y leer acerca de los problemas de conciliación como para decidir que esto no era lo suyo. De ahí que suene raro soltar con más de cuarenta tacos que nadie te había contado de qué iba la película. Pero claro, cuando se trata de vender libros, todo vale.

Si con más de cuarenta, has elegido voluntariamente ser madre o padre (porque ellos también tienen derecho a decidir), debes tener en cuenta que un hijo, o dos, o tres u ocho, es uno de esos milagros de la naturaleza que duran para siempre jamás. Y a partir de ese momento, tu deber es aprender, no empezar a presentar quejas. Aprender a ser madre, porque uno sólo aprende cuando está metido dentro del pastel. Aprender a estrellarte y a no volverte a estrellar. Aprender a tener paciencia, aprender a educar, aprender a que ya no estás tú solo en el mundo. Y quizás sea ése precisamente el problema de esta sociedad individualista que confunde calidad de vida y bienestar con estar-solo-y-hacer-lo-que-te-dé-la-gana-en-cada-momento-de-tu-vida, sin baches, sin responsabilidades y sin tomas de decisiones importantes. Vivir en una eterna adolescencia. Que si eso es lo que has elegido, estás en tu derecho, te respeto, y además te admiro, pero entonces, no decidas traer hijos al mundo, porque eso que te hace feliz y a lo que tú llamas calidad de vida: dormir ocho horas seguidas, no tener que madrugar, dar la vuelta al mundo con amigas, las despreocupaciones y las irresponsabilidades en cadena, desaparecerá de sopetón para dar paso a las noches sin dormir, los madrugones a las cinco de la mañana, los viajes en familia al parque de al lado de tu casa, las preocupaciones continuas y la responsabilidad de hacerlo todo lo mejor que puedas. Y eso sin contar con la posibilidad de que el contrato de ser madre incluya una estancia de varios días, con todos los gastos pagados, en alguna habitación de hospital encomendándote a todos los dioses del universo para salir de allí con tu hijo sano y salvo.

Por supuesto, lamentarse también está permitido y es hasta necesario, el problema llega cuando en un acto de absoluta inmadurez, cuando ya se te ha pasado el arroz, le gritas al mundo que  “te sientes engañada”, como si la maternidad fuera una estafa y tú fueras la víctima. Si has decidido ser madre ya puedes bajarte de tu nube de color de rosa y añadirle a tu vida la coletilla esa de para toda la vida porque este oficio no te permite ni darte de baja ni quedarte en el paro. Abróchate el cinturón y prepárate para lanzarte a un viaje sin retorno en la montaña rusa del mundo real. Vas a echar lágrimas, vas a chillar, vas a aprender a suspirar profundamente y contar hasta diez, te vas a reír a carcajadas, vas a ser muy feliz, vas a sufrir de verdad, y si seguir aprendiendo forma parte de tus prioridades vitales, entenderás que crecer no es solo cosa de niños. Ser madre no se enseña, se aprende. Hasta Quevedo, allá por el Siglo de Oro, lo advertía en uno de sus poemas: La vida empieza en lágrimas y caca (…) / Síguense las viruelas, baba y moco, /
Y luego llega el trompo y la matraca.
En solo tres versos yo creo que lo deja todo muy claro.

Ser madre es el mayor acto de amor y, lo crean o no, los hijos lo multiplican. Espero que a las que no son tan felices, también.

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Llegué al mundo un mediodía de invierno, en Elche, bajo el signo de piscis y ayudada por una ventosa, que despertó en mí las ganas de llorar. Fui una niña tranquila, callada, obediente, estudiosa, de timidez enfermiza. Y llorona, muy llorona, porque la genética desarrolló en mí una sobredosis de sensibilidad. Prefería observar y escuchar a hablar. Al volver del cole veía Barrio Sésamo y nunca me quedé al comedor. De pequeña leía los poemas de Gloria Fuertes y pasé todos los veranos en La Unión, en compañía de un abuelo que criaba jilgueros, una abuela muy coqueta que me contaba secretos familiares y una tía soltera muy muy sabia. Mis padres me educaron en los valores de humildad y respeto. Respeto a todo el que tuviera en frente sea quien fuere. Mi asignatura favorita en el instituto era Literatura, y gracias a la poesía y a mi profesor descubrí lo que era el amor, la vida, la muerte, el paso del tiempo y hasta los placeres prohibidos. Pero lo que siempre me acompañó fue el realismo mágico. A los 18 años el ansia de libertad me llevó a Madrid a estudiar Periodismo y a partir de allí empecé a volar. Un día de primavera, un sabio argentino me predijo en el Retiro que lo mío era comunicar, que viajaría mucho por el mundo, que era una mujer de mar y que al final volvería a mi elemento. Y así se hizo. Pertenezco a la generación ERASMUS. Estudié italiano cuando todos querían saber inglés y me fui a vivir a Roma, cuando todos buscaban un lugar en el Reino Unido. Pertenezco también a la generación precaria. Durante unos cuantos veranos, y algún invierno más, me explotaron como becaria en numerosos medios de comunicación, pero como yo no era consciente de que me explotaban, pues me lo pasaba bien delante del micrófono y escribiendo. Hacía crónicas muy locales en la CADENA SER de Elche, trabajé en Diario INFORMACIÓN y toqué fondo en un diario gratuito de cuyo nombre no quiero acordarme. De allí salí escopetada hacia Francia, para trabajar en Comunicación y Relaciones Internacionales, y después de tres años de puturrú de fuá, me planté en Bruselas. Allí estuve trabajando cinco años en la Comisión Europea, un lugar en el que te pagan mucho por no hacer nada. Pero como allí dentro los días dan mucho para pensar y aquella jaula de oro tampoco me convencía, concluí que si verdaderamente quería hacer algo para ayudar a la humanidad, había que empezar por la Educación. Y como los astros y aquel sabio argentino no se equivocaban, la vida me devolvió al Mediterráneo, donde vivo ahora, un pueblo del sur de Francia, en el que aprovecho mis clases como profesora de español para despertar el sentido crítico en unos adolescentes que andan cada vez más perdidos. Así que soy de todas partes y de ninguna. Un ser sin una identidad declarada, pero con una vocación de madre innata que sueña con dejarle a sus hijas un mundo mejor. Porque no, a España no quiero volver.

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