Es complicado escribir estos días sin sentir antes que pensar. Ayer pasé por Maalbeek, como casi a diario, la estación de metro en Bruselas donde hace un año un terrorista se inmoló matando a 20 personas. Mucha gente se había congregado de manera espontánea. Había flores, dolor contenido y un sentimiento de perplejidad, de no entender bien las razones de un acto tan mezquino.

Asistimos un año después a otro atentado que se ha cobrado la vida de tres personas (además de la del propio terrorista), de momento, y ha dejado más de 40 heridos. Cuando terminé de escribir estas líneas, el Estado Islámico había reivindicado el atentado calificando al autor como “soldado” de la causa. Siendo o no así, ha conseguido que la sombra negra del binomio miedo-seguridad se haga más densa y presente en nuestras vidas. Más gente sentirá la perplejidad lacerante que la empuja a los vendedores de seguridades de baratillo. Es por ello que necesitamos buenos diagnósticos para hacer posibles mejores alternativas.

Considero un error mayúsculo responder a esta situación generando relaciones directas causa-efecto entre la vida y actividad de los estados occidentales y las agresiones de terrorismo indiscriminado. Como si los errores y miserias de uno se encontraran, de manera natural, con la respuesta indiscriminada y sangrienta de los otros. Este no es el camino para interpretar lo que ocurre. En primer lugar, porque los últimos atentados cometidos en Europa o Estados Unidos han sido perpetrados por “lobos solitarios”, personas con vagos vínculos en términos organizacionales con el Ejército Islámico y razones dudosas no reducibles a las puramente ideológicas, doctrinales o religiosas. Cuando el factor individual determina una acción criminal que se reivindica como hecho político intervienen otros factores explicativos. Los asesinos de masas que Michael Moore reflejaba en los EEUU de “Bowling for columbine” no mantenían esta dimensión política. Sin embargo su voluntad personal, de sacrificio y capacidad de hacer daño no eran inferiores a los de estos individuos que ahora conocemos.

En segundo lugar, hay muchas mediaciones y alternativas posibles entre la evidencia de una agresión y la respuesta a la misma. Si los países occidentales son culpables de muchas cosas –que los son – la respuesta a sus intromisiones, agresiones, expolios o sinsentidos puede ser expresada mediante fórmulas más políticas y sociales, no necesariamente a través de ataques indiscriminados contra población inocente.

En tercer lugar, la selección de los objetivos y del momento no guarda relación con el mal causado. Los terroristas buscan hacer el máximo daño posible y no lo hacen tanto al Estado que sufre el golpe como a la sociedad que lo padece. Los muertos son mayoritariamente población civil e inocente que pasaba por allí en el fatídico momento en que alguien se inmolaba o un vehículo aparecía de la nada y arrollaba a todo ser viviente. ¿Qué responsabilidad pueden tener los jóvenes de un instituto francés heridos en el atentado de Westminster? Ninguna.

¿Y qué hacemos desde la política?

En lo que a la política se refiere, creo que una parte de la izquierda haría bien en dejar de sugerir nexos inexistentes entre la acción de un criminal, sus consecuencias y otros hechos políticamente muy criticables de la acción exterior o interior de las sociedades y estados occidentales. Los atentados terroristas son atentados terroristas. Quienes los comenten son criminales y cuando el objetivo buscado y conseguido es provocar el mayor daño posible entre civiles, hablamos de canallas sin escrúpulos. No merecen más que nuestro desprecio y condena.

Dicho todo lo anterior, no cabe duda de que hay una dimensión política en estos atentados que debe ser analizada y entendida, tanto para limitar –en la medida de lo posible- la persistencia de estas acciones, como para ayudar a nuestras sociedades a entender que está ocurriendo y ofrecer alternativas.

Al menos dos aspectos determinan la condición política, el simbolismo que acompaña a los atentados y los efectos políticos esperados. La dimensión simbólica es evidente en el terrorismo perpetrado los últimos dos años: se ha perseguido y conseguido mostrar la vulnerabilidad de nuestras sociedades. En París, como la expresión más fidedigna de un modo de vida execrable para los terroristas. En Bruselas, tanto cerca de las instituciones europeas como en el aeropuerto, en el mostrador de American Airlines. En un mercado navideño en Niza y en otro de Berlín. El último junto al Parlamento británico y una zona de turismo muy concurrido en Londres. Pero si ampliamos el foco geopolítico observaremos que el ISIS cometió más de treinta atentados sólo el pasado año, en su inmensa mayoría dentro de un eje cultural-religioso: contra chiíes o cristianos a lo largo de todo el mundo.

La dimensión política refuerza la simbólica al buscar incrementar esa polarización global alrededor de un eje identitario de origen cultural-religioso: cristianos contra musulmanes, creyentes contra impíos. Una perspectiva sangrienta y armada de la guerra santa, alejada de la visión individual y auto-superadora del islam mayoritario. Encuentra respuesta en los que consideran al islam en general y a los árabes en particular una anomalía de la que hay que desembarazarse. Deberíamos tener cierta memoria histórica para comprender cómo puede acabar esta situación que avanza, si no lo remediamos, hacia la tragedia.

Este tipo de atentados consiguen en Europa intervenir en un debate real que promueve el crecimiento de la marea negra que amenaza con anegar nuestra democracia. El terrorismo que se viene practicando pretende alimentar el discurso de las fuerzas políticas que se posicionan en el eje identitario y que hacen de la islamofobia una condición de su existencia. Alentando el miedo, canallas como los del puente de Westminster provocan que la rabia y el dolor se traduzcan en votos para partidos como el Frente Nacional en Francia. No es difícil imaginar lo que significaría un atentado en Francia a las puertas de las elecciones presidenciales. Un juego de perspectivas macabras con el que el ISIS espera convertir al islam en Europa en un arma política.

El contexto es desfavorable para las propuestas que promueven la integración en la diversidad, la convivencia y el reforzamiento de la libertad. Desgraciadamente, nos hemos acostumbrado a ver militares patrullando por las calles de nuestras ciudades como algo casi normal, cuando es una anomalía. Sin embargo, es el momento de poner en valor la capacidad regeneradora de la convivencia contra quienes buscan utilizar políticamente el miedo; de mejorar la capacidad de acogida de nuestras sociedades y presionar abierta y decididamente para que Europa se convierta en un elemento de pacificación y estabilidad en el mundo. Al mismo tiempo, es fundamental cambiar el curso de los acontecimientos en nuestros países. Si persisten las políticas de austeridad, segregación y exclusión social, la desigualdad insoportable y el extrañamiento político, seguirán creciendo el malestar y la ira en busca de espacios, situaciones y representantes que ofrezcan el regalo patear sin más al sistema.

Debe entenderse de estas palabras la condena a los canallas, la empatía con los familiares de las víctimas y con la sociedad a la que pertenecemos, y la advertencia contra los que quieren usar el dolor contra otros y convertirnos en el dedo que señala al poder económico y al poder político, interrogándoles sobre sus responsabilidades. Quienes desde la izquierda argumentan a favor del repliegue nacional, deben saber que juegan con fuego. Predicar la convivencia de lo diverso, el interculturalismo y dar respuestas globales a problemas globales precisa pensar en proyectos transnacionales. Son parte de nuestros desafíos en días en los que el dolor no nos deja pensar con claridad.

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Nacido en el 61, de esa generación que se emocionó con los efectos especiales de la nave estelar Enterprise y se enganchó durante un tiempo a Mazinger Z; militante de IU desde ni me acuerdo, también en la actualidad. Miembro de la dirección ejecutiva de Izquierda Abierta; profesor de Ciencia Política durante 13 años en la Universidad Carlos III de Madrid y en la actualidad Policy Advisor en la delegación de Izquierda Unida del Parlamento Europeo. Durante ocho años asesoré a instituciones públicas sobre participación y democracia. Dirijo el equipo de trabajo sobre gobernanza económica de la UE en la red Transform y me dedico a investigar sobre los temas europeos.

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