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Senso: El otoño de la mediana edad

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
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análisis

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Aunque nacido en Grenoble, Alfred es de ascendencia italiana. Fiel a sus raíces, las dos novelas gráficas que ha sacado como autor único (guionista y dibujante) transcurren en Italia, sus títulos están en italiano y rinden efusivo homenaje a los paisajes y paisanajes de la bota mediterránea. La primera, Come prima, fue toda una revelación y le valió la Fauve d’or de Angulema en 2014, máximo galardón del cómic europeo. La segunda, publicada ahora en España por Salamandra, no le va a la zaga. Va encabezada por un título estudiadamente ambiguo, abierto y sugerente: Senso se refiere al sentido, al de una calle o un discurso; en sus páginas nos encontramos a sus dos protagonistas tratando de encontrar sentido a sus vidas. Senso se refiere también a lo sensorial, al geórgico entorno de bochorno y exuberancia que sirve de marco a la historia: un recoleto rincón del sur de Italia de cuyo nombre el autor no quiere acordarse. Y Senso alude a la sensualidad, que se enseñorea del libro desde su primera página: en su preludio, interludio y epílogo, Senso nos regala una andanada de secuencias eróticas, tan etéreas en su forma como explícitas en su contenido; escenas flotantes de una pareja anónima amándose en silencio, aparentemente desligadas de la trama principal (pero solo aparentemente).

Alfred define Senso como una comedia romántica. Si la fórmula clásica de este género es el “chico-conoce-chica”, aquí nos encontramos más bien con un “señor-conoce-señora”, lo que lleva la crónica del amor a primera vista a un terreno mucho menos obvio, más sutil, más rico en matices y en vida acumulada. Germano, el protagonista masculino, es un perdedor en el sentido más estricto de la palabra: se pasa el cómic perdiendo cosas. Pierde la maleta, los zapatos, la reserva del hotel; a lo largo de las apenas dieciséis horas en que sucede la acción pierde más de una vez la dignidad y la paciencia, y en su vida anterior ha perdido cosas mucho más importantes. Germano es un Monsieur Hulot, un entrañable personaje inadaptado a las mezquindades digitales y los bullicios de la sociedad moderna; recela de las tecnologías, no tiene móvil y disfruta de tumbarse en el campo a ver volar los estorninos. Elena es una cincuentona divorciada; se muestra a los demás luminosa, divertida y desacomplejada, pero tras esa fachada bullen los íntimos temores al paso del tiempo, al fracaso en el amor y en la vida. Los dos se conocen por puro accidente, en una boda a la que Germano no ha sido invitado y en la que Elena no querría estar.

La boda se celebra en una villa lujosa y decadente, convertida en hotel rural, alrededor de la cual se extiende un dédalo de jardines. La magistral narrativa de Alfred hurga en el plano simbólico de la dicotomía hotel/jardín: el hotel como una absurda isla de civilización, donde los invitados se apiñan para hacerse selfis, compartir banalidades en redes, presumir de poder adquisitivo, emborracharse y bailar la conga. Si el hotel es el ruido, el jardín es el silencio: un lugar cambiante, laberíntico, hostil en ocasiones (todo laberinto tiene su Minotauro), a cuyas profundidades nocturnas huyen Elena y Germano. Al escapar, escapan del prosaico mundo que les ha hecho infelices y se zambullen en lo lírico y en lo onírico. En el jardín las fronteras de la realidad y el sueño se difuminan, el tiempo y el espacio se dilatan y contraen. Alfred interrumpe a voluntad el ritmo secuencial de Senso para detenerse en hermosas dobles páginas que nos muestran imágenes del jardín nocturno, erizado de cipreses y poblado de luciérnagas, un locus amoenus irreal donde las esculturas asoman sus cabezas fantásticas entre la maleza: esculturas ahistóricas que, como la escenografía del Satiricón de Fellini, no nos hablan de un pasado real, sino del poder evocador de las ruinas. Son la esencia misma del jardín inglés. En Senso el jardín es un personaje más, quizá el más importante.

Esta obra, además de deleitarme y conmoverme, me ha despertado una reflexión metaliteraria sobre el público actual de la novela gráfica europea. En la época del Capitán Trueno y Rompetechos, los tebeos eran pulp, pura cultura de masas, y estaban dirigidos a niños y prepúberes; cuando Métal hurlant y el Totem, los comics eran el underground que necesitaba un público joven y hambriento de transgresión; finalmente, la novela gráfica producida hoy en el viejo continente es un plato de gourmetdestinado a un nicho muy específico de lectores adultos, sensibles a nostalgias y decadentismos, que están dispuestos a dejarse veintipico eurazos en un álbum. Perfiles de público como Elena y Germano, que por eso despiertan inmediatamente las simpatías del lector: personajes que anhelan un jardín donde resguardarse de una sociedad que les agrede con el ruido de sus redes, sus tendencias y sus modas. Nuestra evasión es también su evasión, hacia las oscuras arboledas donde dormitan los tesoros de la vieja cultura europea (de la que Italia, poblada de fantasmas, es el escenario por antonomasia: pensad en la pájara que le dio a Stendhal en Florencia, pensad en La gran belleza de Paolo Sorrentino).

Dice Germano, que sigue escuchando música en casete: “No me interesan las novedades. Escucho los mismos discos durante años, leo varias veces los mismos libros…” El público de este tipo de novela gráfica (como las de Paco Roca o las de Miguelanxo Prado) es una minoría culta y selecta que ha desarrollado un paladar para el noveno arte, condenado a convertirse (si es que no se ha convertido ya) en uno más de los cachivaches obsoletos que se agolpan en el desván de la cultura europea. Este público está en las antípodas de las masas consumidoras de manga, que son quienes dan de comer a las editoriales: jóvenes ávidos de novedades y onomatopeyas en katakana; lectores rodeados de pantallas, para quienes el manga como soporte físico es simplemente una más de las vías de acceso al producto cultural, transmediático por definición: cada serie tiene su anime, sus videojuegos, su comunidad de fandom en las redes y todo un universo global de fan art y cosplay tan dinámico como efímero. Senso, espécimen de la mejor novela gráfica veteroeuropea, es exactamente todo lo contrario: es un libro a la antigua usanza, de los que tanto gustan al homo tipographicus. Un libro que abre un mundo de maravillas al lector a cambio de una hora de lectura atenta y reposada en sillón orejero, una hora de su intimidad analógica con las pantallas apagadas y el móvil en silencio. ¿Es mucho pedir? Una hora, mas el tiempo de reposo. Como los buenos arroces.

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