Semana Santa. Arranco el coche camino de un pueblo que no es mi pueblo pero que tiene las tradiciones de cualquier pueblo una semana como ésta, la santa. La palabra tradición metida en mi costado como la lanza de aquel al que se presentan respetos desde mil puntos de vista diferentes: pasos, saetas, desfiles militares, mantillas, velas, silencios, trompetas, anonimato penitencial.

Llegas al pueblo y aparcas donde puedes pero sin descanso porque cada día pueden cortar una calle o señalizarla para que retires el vehículo bajo la amenaza de que te lo retiren ellos, los romanos de esta época.

Todo el mundo habla de qué procesión sale ahora, y desde dónde, y si va a llover y si la hija de la Paca este año va de costalera, en estos tiempos donde se permite algo la participación de la mujer en tareas propias de macho. A más macho más creyente, más protegido por el que llevo a cuestas. Lo llaman devoción y hay que respetarlo, pero se intuye que tiene que ver más con testículos y polvos de después.

Los maridos sacan a sus señoras y evitan un poco más otras compañías. Mucha peluquería, joyas y niños sacados de una postal transhistórica. La gente se va acumulando en los bordes de la acera, a ser posible cerca de un bar. Porque en Semana Santa la devoción no está reñida con la cerveza, el vino o la copa de balón.

La gente se mete en el bar en lo que tarda en venir la ristra de penitentes, banda de música e imágenes de dolor. Se mete en el bar como si no hubiera mañana, como si les fuesen a crucificar a ellos. Se meten en el bar y comen gambas sin parar, con esa costumbre tan española de llenar el suelo de restos de animalitos. Bebes sin parar, convidas a rondas, saludas a gente que no saludarías nunca, hablas con tópicos, sin parar también, frases hechas sin relleno de verdad, intercambias palmadas en el hombro y besos en las mejillas. La gente sale a fumar a la puerta, todavía no viene, regresa a la barra, que está petada de vasos vacíos de vuelta y vasos llenos de llegada. Los camareros corren, sudan, abren lavavajillas antes de tiempo y de fondo ya se oyen las notas de las primeras trompetas.

Avanza la cosa solemne, la gente empieza a convertir su escandalera en murmullo aunque siguen hablando de sus cosas: enfermedades de parientes, cuestiones de trabajo, comentarios sobre ruinas ajenas. Sobre todo esto último: hablar como no alegrándote de las desgracias de los demás.

Y aquí llega el momento en que el paso, con el Cristo rodeado de cirios, flores y un teletransportador olor a incienso pasa delante de ti. Se hace el silencio. Muchas miradas se posan en los pies que asoman de los costaleros, como compartiendo su esfuerzo. Otros se fijan en las pantorrillas maravillosas de las señoras que van con mantilla y media de rejilla (todo con –illa) y taconazo. Como los pensamientos son libres te dejas llevar y te preguntas qué haces ahí, compartiendo tradición con gente tan lejana a ti y a la vez, y sin saberlo, tan cercana. Como no aguantas la presión y la señora de las pantorrillas te ha mirado te vuelves al bar. A chupar gambas y a pagar otra ronda. Que la semana será santa, pero la gente no es tonta.

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