Hoy, como todos los días, he salido a aplaudir a nuestro personal sanitario. Durante el fin de semana se creó confusión sobre si se suspendían o no los aplausos. Se llegó, incluso, a decir a través de diferentes medios y sistemas de comunicación, que el domingo tenía que ser el aplauso más largo porque era el último día ya que la situación se había relajado en los hospitales o porque se estaba notando cierto agotamiento entre la gente que, quizá, estaba deseosa de salir a pasear o a hacer deporte.

Sin embargo, yo voy a seguir aplaudiendo porque sería ingrato no hacerlo, y continuaré haciéndolo, aunque sea el único de los 47 millones de españoles que lo haga. El actor y director italiano Roberto Benigni afirmó que «demostrar gratitud con moderación es un signo de mediocridad». En estos días de pandemia se han demostrado muchas cosas que dan el calibre de lo que realmente es el ser humano. Los gestos de desapego personal sin esperar nada a cambio se han multiplicado. Quien no tenía, intentaba hacer lo que fuera por ayudar. Quien no podía hacer nada, por la razón que fuera, mostraba su gratitud a los sanitarios a través de esos humildes aplausos a las ocho de la tarde.

Los propios sanitarios decían que sí les llegaban y les daban ánimos porque se percibía la sinceridad de este gesto, el abrazo que el pueblo les daba mientras que desde las administraciones públicas no se les entregaban las medidas de seguridad mínimas para que pudieran continuar cuidándonos a todos, tanto a los contagiados por coronavirus y como a los que tenían cualquier otro tipo de patología que necesitaban de cuidados médicos. El personal sanitario lo ha dado y lo está dando todo por todos nosotros, por todos. ¿No les podemos dar un simple aplauso?

Uno de los libros que tengo publicados (no diré el título porque este no es lugar para hacer promoción) está dedicado a todas y cada una de las personas que cuidaron de mí y de mi familia en una estancia de 5 meses en un hospital. Sólo están sus nombres. Una persona que lo leyó me preguntó que quiénes eran esas personas. Mi respuesta fue: «son quienes nos cuidaron, los que nos arrancaron una sonrisa en los momentos más duros y nos demostraron que la vida es algo más importante que vivir». En esos nombres hay doctores y doctoras, enfermeros y enfermeras, celadores y celadoras, supervisores y supervisoras, hombres y mujeres de la limpieza… Si ellos lo dieron todo cuando no había pandemia, ¿por qué tengo que ser ingrato y dejar de aplaudir?

Sin embargo, el pueblo y las administraciones sí que han sido ingratas. Las escenas de aglomeraciones, las manifestaciones ilegales, los partidos de fútbol, los botellones, las fiestas, no son más que un guantazo a todo el personal sanitario, un ejemplo de ingratitud. Cervantes decía que la ingratitud es la hija de la soberbia. Más bien, es la consecuencia de la estupidez.

Eso sí, no se puede olvidar jamás que más de 50.000 sanitarios y sanitarias han sido contagiados por el Covid19. Muchos no lograron superar la enfermedad y han muerto. Los que quedan, siguen dejándose la vida, literalmente, para que nosotros, todos nosotros, nos sintamos protegidos. Cuando un sanitario empieza su turno mira a las personas a su cuidado diciéndoles sin palabras que «tranquilos, yo estoy aquí para que nada malo os pase». Eso mismo es lo que las administraciones públicas les tienen que decir a ellos y están obligados moral, ética y legalmente a que no les falte de nada, a que no tengan que protegerse con bolsas de basura sino con batas en condiciones, a que no tengan que reutilizar mascarillas caducadas desde hace días, a que no tengan que reutilizar los guantes y a que no les falten gafas o pantallas de protección.

Mientras esto ocurre, mi aplauso lo tendrán, aunque me quede solo.  

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