Los Estados consolidados se estructuran respondiendo a la atención de las necesidades sociales por medio de pautas sociales, las instituciones son un exponente. Por tal, entonces, deberíamos comprender que un sistema político es subsidiario al sistema superior que lo contiene y del que es instrumento: la propia Sociedad. Cuando ello no ocurre, queda en evidencia que se ha vuelto en un pretexto en lugar de ser un instrumento eficiente para resolver las necesidades de la comunidad de la que surgen las normas legislativas, a través de trabajo de sus representantes. ¿Expreso algo incorrecto? Porque a tenor de los hechos, todo está subvertido. La honestidad es un valor en desuso. La excusa inconsistente un argumento de exención de responsabilidades. El latrocinio como una travesura a probar dentro de un conjunto de leyes que dejan al ciudadano indefenso.

España es un caso notorio de insuficiencia en la gestión dirigencial. Se nos observa como un país con niveles de corrupción alarmante. Las normas parecen constituirse para resolver las propias debilidades de instituciones que no se muestran adecuadas para la atención de lo expresado en el párrafo anterior. Por tanto, cuando un sistema tiende al desorden, el noble propósito de legislar se corrompe y termina atendiendo a los intereses de sectores muy concretos del Estado. Ese del que se afirma sin el menor rubor, que “somos todos”, aunque alguna letrada de ese Estado, bien aleccionada, termina sin inmutarse por reconocer que sólo se trata de un slogan publicitario.

Al tiempo, el Partido Popular, me pregunto si la popularidad lo será por su frecuente tránsito por los tribunales, no acaba de resolver ninguno de los casos que dejan en evidencia a las irregularidades de su financiación, y a la confusión que sus miembros ostentan en cuanto a conflicto de intereses, que dejan de manifiesto en su gestión de los fondos públicos.

Las deficiencias de la norma de las normas, la Constitución que nos hemos dado en la Transición, dejan a las claras que la Corona no cumple funciones de estabilización del sistema democrático de este país. Esto pareciera ser, cuando la figura de un Presidente de Gobierno en funciones asume el control del sistema a su antojo. Un verdadero Virrey, dicho con propósito descriptivo. Mariano Rajoy podría perpetuarse indefinidamente, créanlo, sin que las instituciones pudiesen impedirlo. La Constitución, que debería representar a la realidad de este País llamado España, en realidad no lo hace. Es más, algunos grupos, de manera estupendamente democrática se atreven a seguir hablando del nacionalismo español cuando la propia Constitución expresa la coexistencia de nacionalidades históricas. ¡Qué dislate!

Tenemos el caso, corroborando lo anterior, que la posibilidad de control de este gobierno en funciones, para que sus ministros acudan a las Cámaras, jurídicamente está en manos del Tribunal Constitucional (TC). Institución que sigue sin resolver el recurso sobre el conflicto de competencias que presentó el Congreso contra el Ejecutivo y que fue admitido a trámite el 23 de junio. Pero el TC no reanuda su actividad hasta septiembre por lo que, de momento, no habrá sentencia. Mientras el Virrey descansa en las fiestas de Pontevedra y lee atentamente, según afirmó en repetidas ocasiones, su Marca.

Tenemos una norma a la que debemos ajustarnos, cuando, en realidad, ella debería ser la expresión de la España del siglo XXI, termina reflejando todas las perversiones del tiempos tenebrosos. De allí, todos los conflictos que se le escapan por las costuras. Sus instituciones, como sería lógico concluir, se ven afectadas por esas fisuras estructurales. Pensemos en el Tribunal Constitucional, pero no hagamos un análisis profundo de su composición. Cualquier integrante de tribunales similares, en estados de raigambre democrática probada, con sólo una militancia detectada o una actividad opaca realizada, serían recusados sin dudarlo.

Este TC adquiere un dinamismo para alabar, en cuanto el propio jefe de gobierno lo requiere. Tal vez sean coincidencias. Pero, las instituciones, cuando son instrumentales al poder político, solo consiguen desatender las funciones y cometidos que les dan sentido. Ello desnaturaliza el fin propio de la democracia al servicio de los ciudadanos.

Tomemos por caso las cristalinas declaraciones del ministro de Justicia Catalá, del que depende la Fiscalía General, en relación a la candidatura de Arnaldo Otegui. Adelantándose a los jueces, ha instruído a la Fiscalía para que advierta a la Junta Electoral de que el candidato de Bildu a lehendakari «es inelegible». Además, este ministro de Justicia asegura que, si la Junta Electoral desoyese a la Fiscalía y diera el visto bueno a la candidatura de Otegi, el Gobierno impugnará «inmediatamente» la decisión. Todo un alarde de funcionamiento de las instituciones en democracia.

Para qué hablar de las memorables grabaciones “catalanas” del Ministro del Interior “afinando” al ministerio fiscal. O los casos de posible conflicto de intereses de Arias Cañete en diferentes cuestiones. Entre ellas, la posibilidad de recalificación de los terrenos quemados por los incendios. Lo contemplaba en su borrador de 2013. Galicia, Canarias y Valencia ardían y arden. El 21 de julio de 2015 la conocida como Ley de Montes (Ley 43/2003) era reformada por el Gobierno de Mariano Rajoy y en contra de la oposición, los sindicatos y ecologistas. La Ley de Costas también permitió la permanencia de Ence en la ría de Pontevedra. Alguien debería revisar las agendas de ministros y comisarios. Habría sorpresas.

En cualquier caso, en la otra orilla, tampoco las formas con las que Pablo Iglesias decidió, por encima de sus inscriptos en la democracia de Podemos, que la marca se diluyese en las Mareas de Galicia, han consolidado la imagen de la opinión de las bases. Creo sinceramente que un tuit es un modo de despreciar el trabajo de una numerosa cantidad de gallegos que dieron una opinión contraria en dicha formación. Las urnas dirán si los gallegos se lo han tomado con humor o hacen uso de su milenario sentido de la resiliencia. En particular, porque las formas no han sido democráticas, en un partido que hizo de ese respeto un valor para su marca.

¿Si la Democracia se dedica a estas finalidades, entonces es que se ha perdido por los despachos de las cúpulas partidarias y de los lobbies o en las cuevas de la inteligencia del Estado? Me temo que deberíamos encontrarla. Me pregunto por tanto, si damos como centro de referencia para recuperarla a las Cortes o regresamos a las movilizaciones y resistimos la estafa mientras la buscamos.

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