Todo el mundo conoce el dicho de que ‘a cada cerdo le llega su San Martín’. Se trata de una festividad que se celebra el 11 de noviembre en honor de Martín de Tours, que primero fue soldado, después obispo y finalmente uno de los santos más populares del cristianismo, venerado tanto por la Iglesia católica como por la ortodoxa. Ese día es el señalado en muchos pueblos de España justo para consumar la tradicional matanza del cerdo.

La expresión se ha universalizado con aplicación a otros casos y situaciones variopintas. En esencia, con ella se quiere decir que si alguien actúa de forma incorrecta, tarde o temprano le llegará el momento de pagar su culpa, recibiendo el castigo merecido por los malos actos cometidos.

En la vida política, tiene clara relación con los excesos de quienes ostentan un mandato de representación electoral, bien en materia de corrupción, en abusos del poder delegado por sus representados o incluso por la pasividad o el error sistemático en su ejercicio. Así, en España se podría aplicar a casos bien notorios en el ámbito de la delincuencia política y a personas y partidos que finalmente han sido defenestrados en las urnas -o lo serán-, y por supuesto a un sinfín de gobernantes sátrapas del mundo entero…

Por eso, podríamos decir que a la clase política que ahora actúa de forma tan cuestionada socialmente -unos más que otros-, está a punto de llegarle, como a los cerdos en el momento de la matanza, su particular San Martín electoral, dicho sea sin ánimo de ofensa personal.

Ahora, el proceso de entendimiento político para conformar un gobierno no monocolor o con apoyos externos de legislatura, según han dictado las urnas, se mantiene en la vía del fracaso. Y ello al margen del patético espectáculo de corrupción, incoherencia y batallas internas que siguen dando el conjunto de los partidos implicados.

Vamos camino de agotar los plazos establecidos legalmente para formar Gobierno tras el proceso electoral concluido el pasado 20 de diciembre, a nuestro entender excesivos en un sistema democrático moderno. Y con un reparto de culpas que alcanza prácticamente a todas las fuerzas políticas con representación en el Congreso de los Diputados, algunas de ellas sin duda enrocadas en contra de los intereses generales del país.

Sin ir más lejos, Mariano Rajoy ha sostenido mil veces su personal “no me voy a rendir nunca”, denostando el acuerdo entre PSOE y Ciudadanos  y el intento frustrado de investidura de Pedro Sánchez. Mientras éste exige a Podemos su apoyo incondicional a un pacto en el que no ha participado y que va directamente en contra de sus planteamientos políticos, o mientras los líderes de las fuerzas emergentes (Albert Rivera y Pablo Iglesias) se vetan entre sí para suscribir cualquier acuerdo político…

Ya estamos a tres semanas de que el próximo 3 de mayo se tengan que convocar forzadamente nuevas elecciones generales para el inmediato 26 de junio, disolviendo las Cortes y volviendo a otra campaña electoral, que con toda seguridad se convertiría en el particular San Martín de quienes sean vistos por los votantes como culpables de tal situación. Y provocando quizás un hartazgo social capaz de elevar la abstención electoral hasta cotas que lleven el sistema a su límite de resistencia, sin olvidar que acto seguido se tendrían que celebrar otras elecciones pendientes para este mismo año en el País Vasco y Galicia, no menos engorrosas.

Y lo peor del caso es que el miedo a ese San Martín electoral, que es un puro ejercicio democrático, puede precipitar la peor solución alternativa. Por ejemplo, un Gobierno frágil de conveniencia táctica o una solución de tipo  frentista que, por la torpeza y el egoísmo de los partidos en liza, convierta el remedio del momento en algo peor que la propia enfermedad.

Si el proceso de investidura presidencial fracasa definitivamente, es obvio que la debilidad del sistema quedará patente. De ahí al desastre político generalizado, incluidos los conflictos de competencias -ya hemos visto el reciente enfrentamiento institucional a propósito del control parlamentario sobre el Gobierno en funciones- y hasta la inoperancia constitucional de la Jefatura del Estado, quedaría muy poco trecho.

Partiendo del porcentaje de participación que se registró en las pasadas elecciones generales de diciembre de 2015, aproximadamente un 69% (el récord se alcanzó en octubre de 1982 con un 79,57% que propició la gran mayoría absoluta del PSOE y el hundimiento de la UCD), las primeras encuestas realizadas tras el fracaso de la investidura de Pedro Sánchez comenzaron a registrar un descenso significativo en el nivel participativo, situándose en un 65%.

Ahora, en caso de consumarse el fracaso político de no formar Gobierno y tenerse que celebrar nuevas elecciones de forma inédita, la afluencia a las urnas podría bajar más, quedando ya muy lejos del mínimo histórico que supuso el 68,71% alcanzado en las elecciones de marzo de 1979. Es decir, se superaría con mucho el desinterés público que se mostró para conformar aquella I Legislatura constitucional.

se superaría con mucho el desinterés público que se mostró para conformar aquella I Legislatura constitucional

Está claro que ese retroceso en la participación electoral significaría el desentendimiento de toda una historia de difíciles logros democráticos, a cuenta básicamente de la poca categoría de los actuales partidos políticos y sus dirigentes. Una responsabilidad extensible a las máximas instituciones del Estado, incapaces de detectar o admitir los defectos del sistema político y de aportar nada verdaderamente útil para mejorarlo o evitar su deterioro.

El San Martín electoral o, dicho de otra forma, el momento en el que a cada político y a cada partido le puede llegar su particular descalabro, se está asomando por la puerta de la historia. Esperemos que ‘la matanza del cerdo de la política’ -valga la comparación- no se convierta en una ‘noche de los cuchillos largos’ y se lleve por delante algo más.

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