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Sánchez y Ayuso en el Circo del Sol

La reunión entre ambos mandatarios, ocho meses después del estallido de la pandemia, indigna al país

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análisis

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No hay nada como una bandera para tapar vergüenzas y miserias. La bandera es un trapo grande, ajustable, y su colorido deslumbra y entretiene a quien la contempla, desviando la atención de lo verdaderamente importante. Una bandera ayuda mucho en momentos de zozobra y desastres nacionales y si son veinticuatro banderas en ristre, como se desplegaron ayer en la reunión de Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso, mucho mejor.

El siempre fino y acertado Enric Juliana ha comparado la puesta en escena de la desdichada cumbre con un megalómano acto político asiático, casi a la norcoreana. Aunque bien mirado, aquello recordaba más a un surrealista espectáculo del Circo del Sol. De cualquier forma, parece evidente que Kim Jong-Pedro e Isabel Xi Jinping trataron de tapar la inmensa chapuza nacional en la gestión de la pandemia con un mar de banderas españolas y madrileñas. El patriotismo como remedio a la incompetencia; el nacionalismo barato como solución al desbarre sanitario que están pagando los españoles con miles de muertos y contagiados por el coronavirus. A esta hora, toda la prensa nacional da por hecho que la impúdica escenografía fue cosa de los consejeros de los dos grandes partidos –Iván Redondo por Ferraz y Miguel Ángel Rodríguez por Génova 13–. Lo cual viene a demostrar que en la política española falta talento y sobran asesores.

Siguiendo la costumbre tan nuestra de enseñar la casa a las visitas, Díaz Ayuso condujo a Sánchez por la alfombra roja hasta las dependencias, salones y pasillos de la sede regional en Puerta del Sol y hasta le invitó a firmar en el libro de invitados. Una escena sorprendente que lleva inevitablemente a la pregunta de cómo puede ser que el presidente del Gobierno de una nación sea tratado como un turista accidental por la canciller de la primera región de ese país. Esa fue una instantánea que plasmaba a la perfección la gravedad del momento que vivimos y que sirvió para confirmar que estos dos no se hablan desde hace tiempo, que han permitido que la epidemia siguiera su curso mortal, que hay una Guerra Fría soterrada entre poderes territoriales en el corazón mismo del Estado, consumándose así la mayor de las tragedias nacionales: el enfrentamiento institucional cainita que tanto daño está haciendo al país en la peor encrucijada de su historia contemporánea.

De modo que allí estaba Sánchez, sosteniendo la estilográfica dorada y rubricando en el libro de ilustres como un dignatario extranjero, como un extraño que se ha dejado caer ocasionalmente por el Versalles madrileño. El presidente parecía un emisario mandarín llegado de la lejana China, o del Japón, o de Tombuctú, vaya usted a saber, para verse con alguien que vive a cuatro manzanas de Moncloa. Solo faltaban las fanfarrias poniendo la grandilocuente banda sonora al acto. El caso es que todo el país supo entonces la dramática verdad, la terrible realidad, que no es otra que nos encontramos a las puertas de un infierno vírico precisamente por un desencuentro personal, porque durante meses Pedro e Isabel, Isabel y Pedro, que tanto monta, monta tanto, se han estado tratando como enemigos a muerte cuando deberían haber estado trabajando juntos, codo con codo y sin cuartel en la lucha contra el monstruo microscópico. Quién tenga mayor o menor grado de responsabilidad en esta locura es algo que ya no importa demasiado. Con medio país enfermo y arruinado, qué más da ya si la culpa es de Sánchez por no haber decretado de nuevo el Estado de Alarma en Madrid o de la “trumpita” delfina de Pablo Casado, un líder siempre empeñado en alentar la estrategia de la crispación. El caso es que la inútil espiral de confrontación de unos políticos enfrascados en riñas de guardería ha costado vidas humanas y la práctica quiebra de todo el sistema de salud pública.

Tras los besamanos y la reunión oficial llegaron los habituales discursos vacíos, las palabras hermosas y bienintencionadas, las promesas que ya no se creen los ciudadanos. Todo eso que se tenía que haber dicho y hecho hace seis meses y que se ha aplazado hasta que el polvorín de la pandemia nos ha estallado en las narices. Por lo visto, ambos mandatarios acordaron crear organismos de seguimiento de la enfermedad, equipos de cooperación, comisiones de no sé qué, oficinas de esto y aquello, unas estructuras que también llegan tarde porque tendrían que estar creadas desde hace tiempo y que poco o nada podrán hacer ya contra la expansión del virus, que anda desbocado y multiplicándose a campo abierto por todo el país. Ya lo dijo el maestro Baroja: “La burocracia en los países latinos parece que se ha establecido para vejar al público”.

Pero quedaba la guinda del pastel, el capítulo final de la opereta o comedia bufa. El show de IDA, la habitual intervención estelar de una mujer como Díaz Ayuso que está para cualquier cosa menos para dirigir los destinos de un pueblo como el madrileño. “Madrid es de todos. Madrid es España dentro de España. ¿Qué es Madrid si no es España? No es de nadie porque es de todos. Todo el mundo utiliza Madrid, todo el mundo pasa por aquí. Tratar a Madrid como al resto de comunidades es muy injusto a mi juicio”, dijo poniéndose en plan Ortega y Gasset y tratando de arreglar en cinco minutos el secular problema de La España invertebrada. El ridículo espantoso estaba servido, a Torra y a Urkullu les daba un parraque antiespañolista frente al televisor, y las redes sociales se volvían a llenar de memes y parodias con la sentencia de la lideresa, más propia de Barrio Sésamo que de una representante política del siglo XXI. Para entonces todo el mundo tenía claro que de esa reunión no iban a salir más médicos, ni enfermeras, ni rastreadores, que es lo que hace falta al fin y a cabo. Solo la imagen esperpéntica del montaje político, el paripé y la triste constatación de que España, lejos de ser una democracia moderna y avanzada que da respuesta a los problemas de sus ciudadanos, sigue siendo ese paraíso del odio fratricida y de la procrastinación donde todo, hasta la solución a un cataclismo natural de proporciones bíblicas, se deja para pasado mañana.

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