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Sánchez se ha convertido en un ‘killer’ de la política

La figura del presidente del Gobierno ha crecido, casi milagrosamente, en un contexto diabólico

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Pedro Sánchez ya no es aquel político joven y animoso que sucedió a Alfredo Pérez Rubalcaba en 2014 pero que trasladaba una imagen de cierta inmadurez, inseguridad o inconsistencia, no solo entre sus enemigos, sino en las filas de su propio partido. En apenas una década, el hoy presidente del Gobierno ha evolucionado, ha madurado en un proceso constante hasta convertirse en el hombre que es en la actualidad: un político fajador y duro de roer, un adversario de colmillo retorcido, el azote de Alberto Núñez Feijóo, al que suele dejar tirado por los suelos, como suele decirse, tras darle la semanal somanta, tunda o paliza dialéctica en el Senado. Sánchez, hoy por hoy, es un peligroso killer del parlamentarismo nacional.

Atrás quedan los tiempos en que Patxi López y Susana Díaz se reían de él y lo trataban con displicencia en público. El primero mirándolo por encima del hombro como el profesor a ese alumno repetidor que no se sabe la lección del día (recuérdese cuando el vasco se dirigió a él con sobradez, y algo de chulería, en plenas primarias, para preguntarle: “Pedro, ¿sabes lo que es una nación?”). La segunda, o sea la entonces baronesa andaluza, solía despacharlo como esa diva de Hollywood (quizá una Gloria Swanson de San Telmo) que ve llegar al plató a la nueva promesa, al aspirante a sex symbol guaperas, cachas y yogurín que se las lleva de calle pero que es incapaz de recitar un solo párrafo de Hamlet.

Hoy, a Sánchez lo discuten Felipe González, Page y cuatro barones más, pero puede decirse que su figura se ha agigantado/afianzado hasta convertirse en el gran referente del PSOE. Y no era tarea fácil. Tras Zapatero, el partido había quedado huérfano de liderazgo y desnudo de ideas y proyectos. En Ferraz tocaba inventarse una fórmula o de lo contrario el socialismo español podía verse abocado a la intrascendencia o algo peor: a la pasokización, es decir, al progresivo proceso de extinción, tal como le ocurrió en su día al partido socialista griego. El sanchismo fue el revulsivo definitivo. Y eso que nadie daba un duro por él. Es cierto que las bases lo querían y que allá donde iba, ya fuesen las cuencas mineras o los tradicionales feudos andaluces y extremeños, salía por la puerta grande. Pero el aparato, que lo consideraba poco menos que un fracasado, lo miraba con desconfianza, con recelo y tramando su defenestración (el golpe llegaría en aquel Comité Federal de infausto recuerdo).

Desde que aterrizó en la Moncloa en 2018, el personaje no ha hecho más que crecer y crecer, hasta el punto de que el “sanchismo” ha terminado por instalarse como doctrina política. Ha aprendido de la experiencia, de los navajazos traperos y de los trucos de ilusionismo de Iván Redondo, del que decidió apartarse cuando ya le había sacado todo el jugo. Ni Pablo Casado con sus diatribas ultras y conspiraciones en la sombra, ni hoy Feijóo con sus malas artes gallegas, han conseguido acabar con él. Se ha convertido en la obsesión de las derechas, que ya solo viven para derrocarlo. PP y Vox saben que el PSOE es Sánchez y que sin Sánchez el socialismo está condenado a una travesía en el desierto de varios lustros. Pero van a tener que sudar mucho y colocar muchos bulos sobre ETA entre los españoles para conseguirlo. Según las últimas encuestas, el Gobierno de coalición presidido por el premier socialista tiene posibilidades de reeditarse en las próximas elecciones generales de fin de año. Para ello basta con que el PSOE gane y que Podemos y Sumar, la nueva plataforma de Yolanda Díaz, concurran en coalición. La reelección estaría asegurada, lo cual se antoja un milagro increíble si tenemos en cuenta que este presidente pasará a la historia como el de la pandemia con su destrozo humano, social y económico, el del volcán de La Palma, el de la guerra de Ucrania y el de la crisis energética.

Cualquier otro en su lugar hace tiempo estaría muerto y enterrado. Liquidado, caput, devorado por los voxistas que agitan el malestar en las calles. Sin embargo, él no. Él ha logrado hacerse fuerte en medio de un mar de catástrofes. Ha hecho virtudes de sus defectos y debilidades. Ha logrado convertirse en la cabeza visible de una izquierda transversal que hasta hace poco hacía la guerra por su cuenta como un ejército de Pancho Villa. Ha sabido crear una especie de mito improvisado en un tiempo en que los mitos ya no existen. Dentro del país ha calado el discurso que lo presenta como el último bastión del Estado de bienestar y la democracia ante la amenaza posfacista. Fuera de nuestras fronteras está aún más afianzado. En Bruselas, Von der Leyen le compra todas las propuestas de escudo social y nadie cuestiona ya su liderazgo de cara a la próxima Presidencia de la UE. En la OTAN se mueve como pez en el agua, está en la pomada con Macron, Scholz y Sunak y le basta con levantar un teléfono para intercambiar opiniones con Zelenski sobre la Tercera Guerra Mundial. Tiene en el bote incluso a Joe Biden, que lo invita a la Casa Blanca y lo trata como ese abuelo que mantiene tiernas confidencias con su nieto preferido al calor de la chimenea.

Todo eso, todas esas idas y venidas por las alfombras rojas del mundo para meterse a las élites en el bolsillo, lo hace sin perder de vista el trabajo de machaca de oficina, el Senado, donde aún saca tiempo para su rapapolvo semanal a Feijóo. El del martes fue otro de una larga antología. Mítica fue esa frase para la historia: “Hace diez años, el entonces alcalde de Vitoria dijo que no le temblaban las piernas para pactar con Bildu. Ese exalcalde se sienta a su lado y sonríe cínicamente”, le dijo al jefe de la oposición señalando directamente a su lugarteniente, Javier Maroto, que en ese momento, ya con los colores sacados, no pudo sino pensar aquello de tierra trágame. O esa sentencia demoledora: “Cuando llegan las elecciones, acuden al mismo argumento. ¿Propuesta sobre vivienda? ETA. ¿Propuesta sobre cambio climático? ETA. Es decir, nada”. O aquella otra intervención lapidaria: “Quien quiera saber hasta dónde llega la falta de escrúpulos del PP cuando se acercan las elecciones solo tiene que recordar los días 11, 12 y 13 de marzo de 2004. En el mayor atentado de España y Europa, el PP mintió y mantuvo con descaro esa mentira y difamó a las víctimas solo por interés electoralista”. Un directo a la mandíbula conservadora en plena campaña electoral.

A Zapatero lo llamaban Bambi despreciándolo por blando y utópico. Pero cuidado con este metamorfoseado Sánchez, que ya se mueve felinamente como un Shere Khan de la política y en cualquier momento puede acabar con Mowgli Feijóo de un certero zarpazo.

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