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“Salvo algunas cosas»

O por qué Rajoy debe presentar ya su dimisión

David López
David López
Actualmente profesorcillo, he sido politicucho y musicote, así que soy docto en hacer cierta aquella máxima de “Aprendiz de todo, maestro de nada”. Mi mayor logro es ser el paradigma de la generación nacida entre 1975 y 1985, esos jóvenes engañados a los que se les pedía esforzarse y formarse para ser “la generación más preparada de España” y que han acabado sus días consiguiendo el hito histórico de ser los primeros que, casi con toda seguridad, vivirán peor que sus padres. Entre acorde y acorde de jazz, rock, blues o bossa nova y guitarra en mano recibí algunos aplausos y hasta algún dinero, y participé en política, con más pena que gloria, hasta que la pena dobló a la gloria y me precipitó, junto a muchas otras personas que admiro (ellas, a diferencia de mí, muy válidas) al nuevo exilio interior de quien, equivocadamente, se metió en política para ayudar a la gente. En todo ese tiempo, además, he “malenseñado” a alumnas y alumnos en España en diferentes ámbitos educativos hasta que decidí que era el momento de compartir mi mediocridad con el resto del mundo, por lo que en la actualidad martirizo con mis clases a los jóvenes azerbaijanos de un colegio internacional en Bakú.
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“Todo es falso salvo algunas cosas”; Corría febrero de 2013 cuando Mariano Rajoy pronunciaba estas palabras en una rueda de prensa posterior a un encuentro con Angela Merkel, si no recuerdo mal. No fue la primera vez que el Presidente del gobierno de España y del Partido Popular sacaba pecho y cerraba filas intentando negar lo que a todos, desde el principio, nos parecía evidente: Rajoy y toda la directiva del PP eran ya, por entonces, como la orquesta del Titanic: tocando y aparentando normalidad mientras que su buque se hunde. No fue, repito, la primera vez: en 2009 acusó al por entonces gobierno socialista, la policía, los jueces y la fiscalía de urdir una trama contra el PP y sus dirigentes. Nada menos que dos poderes de los tres de Montesquieu y los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado puestos al servicio de perjudicar al PP.  Por entonces, pocos conocíamos a Bárcenas, y en ningún caso en su faceta de peregrino a Zúrich; en aquellos días, Granados daba lecciones sobre honestidad en la televisión y, en un kafkiano e irónico giro, inauguraba la cárcel en la que daría con sus huesos unos años más tarde. Quién le iba a decir al PP que aquellos años, en la oposición, iban a ser sus años de vino y rosas: cuando todavía Rato era el alquimista detrás del milagro económico español, cuando Rajoy quería para España un gobierno como el de Jaume Matas, cuando todo eran abrazos y paseos en yate con Barberá y Camps, cuando el amor se respiraba en el aire y Rajoy lo gritaba a los cuatro vientos: “Te quiero, Alfonso (Rus) te quiero. 

La mala gestión de la crisis de los socialistas y su deambular como pollo sin cabeza llevaron a Rajoy a La Moncloa, y respiraron en Génova tranquilos pensando que todo había acabado. Sin embargo Bárcenas apareció para jodernos la siesta tras las noticias, Granados acabó no siendo un techado de virtudes, Esperanza Aguirre, descolocada y sin credibilidad, jugaba al “sálvese quien pueda” y el PP parecía un Ecce Hommo (el de Borja, incluso) desangrándose con miles de “casos aislados” de corrupción.

Hoy mismo se ha detenido a Ignacio González, el ex Presidente de la Comunidad de Madrid, y desde hoy otra rana en la lista de Esperanza Aguirre que, si bien como política podía gustarnos poco, como cazatalentos está claro que deja mucho que desear. Tenemos a Baltar, en Ourense, a Feijóo tostándose al sol de las rías con los narcos, al Presidente de Murcia, la trama solar en Castilla y León, Carlos Fabra, y suma y sigue. 

Y no, no he enumerado todos estos “casos aislados” por regodearme. Los he enumerado porque, de una vez por todas, es necesario llamar a las cosas por su nombre: El Partido Popular no es un partido salpicado por casos vergonzantes de corrupción, como el PSOE o CiU; lo del PP va un punto más allá, y es un conglomerado de fuerzas políticas, élites financieras y empresariales trabajando para arrimar siempre el ascua a su sardina. Son la panda de bastardos que se autodefinen como patriotas, que llevan con orgullo la bandera nacional en los gemelos, los tirantes o el cuello de la camisa pero guardan su dinero en Suiza, los mismos que llaman “mamandurrias” a la subvenciones pero trincan a manos llenas, rescatan a la banca o a las autopistas. Qué maravilloso plan, ése de privatizar los beneficios socializando eso sí, las pérdidas. El siguiente paso en la revolución neocon. 

Y al frente de toda esta tropa histérico cañí, frente a esta colección de mojones políticos, de zombis éticos, de macarras de la moral, se encuentra Mariano Rajoy. El que no sabía nada. El que se entera de la corrupción por la prensa. El epítome del “dolce far niente”. Es vergonzante que España tenga todavía hoy como Presidente al director de esta orquesta de bufones, hipócritas y lameculos que llevan robándonos y riéndose de nosotros ya demasiado tiempo. Y es vergonzante porque, se mire como se mire, Rajoy es culpable:

Rajoy es culpable porque cuesta creer que, tras llevar media vida en la pomada de la política de altos vuelos el Presidente del Partido Popular, hoy Presidente del Gobierno, antes ministro, director de campaña y no sé cuántas responsabilidades más no se enterase, colaborase, se beneficiase o al menos consistiese semejante baile de cifras, sobres y mordidas a su alrededor. Porque si nunca lo supo, también debería ser responsable y dimitir, pues dudo mucho que alguien incapaz de saber qué se cuece dentro de su propio partido, que puede manejar con mano de hierro, pueda siquiera saber cómo empezar a transformar un país. 

De trama conspiranoica en su contra a constatación de lo maltratada que ha sido siempre España por aquellos “patriotas” (patrioteros, a lo sumo) que dicen amar a un país al que usan como su solar, como su cortijo. No es de extrañar que muchos de sus apellidos compartan cuna con los más célebres del Franquismo, quizás por eso se empeñan en pasar página.

Quizás, al final, Rajoy tuvo uno de sus célebres lapsus y resulta que en realidad quería decir que “todo era verdad, salvo algunas cosas”.

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