Barcelona, sala Los Tarantos, allá por 1988. Un arquitecto de esos de leyenda que está lo suficientemente retirado como para que nadie le reconozca en una era pre-google en que la última foto suya que se recuerda tiene unos veinte años prefiere asistir a un tablao flamenco a seguir arrastrándose por la ciudad en busca del enésimo edifico más o menos interesante a visitar. Su anonimato es roto por una pareja de arquitectos de unos veintipico años que, cosas de la admiración, lo han reconocido, pidiéndole que les suelte alguna verdad sobre la arquitectura.

Un Berthold Lubetkin octogenario (el mismo constructivista ruso que se acabó retirando en una granja a criar cerdos después de construir una serie impresionante de edificios en la Inglaterra que lo acogió que hoy en día gozan del mismo grado de protección que la Abadía de Westminster) suspira, alza un gran vaso lleno hasta el borde y afirma que la arquitectura es como este líquido. Parece agua. Pero es ginebra.

La arquitectura va sobre la vida. Somos arquitectos, o deberíamos serlo, porque gozamos de la vida, porque somos seres sociales y sociables con capacidad para dar una solución creativa a las oportunidades y problemas que plantean las demandas de la sociedad. Los arquitectos nos proyectamos. Lo demás es un discurso interno sin demasiado interés que no puede pasar por lo que realmente importa. La cocina se disfruta en la mesa. Lo que pasa de puertas adentro sólo va a ser importante si el resultado tiene sentido. Ese discurso de edificios fotografiados vacíos, ensimismados, encuadrados como si estuviesen aislados, siempre nuevos y con las sombras bien puestas tiene un punto masturbatorio que ha hecho daño-demasiado-daño a la imagen que proyectamos a la sociedad.

No me interesa hablar de arquitectura en términos formales y académicos: es aburrido y estéril para un colectivo con miembros incapaces de meterse en la cabeza de alguien a quien no importe en absoluto la distribución de juntas de, pongamos, la fachada de un Centro de Asistencia Primaria donde sueles ir preocupado por si te ha subido el colesterol. Aunque ésta haya costado tres meses de trabajo. Tu vista lo nota y no hace falta ni que te des cuenta ni que lo comentes.

Me interesa hablar de arquitectura como del arte (sí: dije arte) que confronta la ciudad o cualquier entorno construido con la cultura de nuestro tiempo o de cualquier otro tiempo. O con la visión que nuestra cultura tiene de las culturas pasadas.

Me interesa la arquitectura en términos de diálogo entre las intenciones del proyecto y su uso. O por su capacidad de crear, transformar e identificar un barrio, una ciudad, un territorio o un colectivo.

Me interesa la capacidad de interacción de la arquitectura: con la sociedad, con el medio ambiente, con otras artes o con la política. Me interesan las mil historias que ésta es capaz de crear. También me interesan sus limitaciones. Muchos arquitectos nos preocupamos por mejorar la vida de quien sea: nuestros clientes, la sociedad. La ciudad. Pero no siempre el encargo lo permite (y la de situaciones pilladas e incluso ridículas que esto ha provocado): las condiciones de vida de nuestra sociedad se defienden a través de la política, de la educación y de mil otros recursos en los que sólo jugamos un pequeño rol.

Me interesa la arquitectura como un negociado de múltiples factores, demasiados como para poderlos manejar: bagajes culturales, identitarios, la necesidad de innovar, la de lidiar con el patrimonio, con la memoria histórica, con los espacios que discriminan por edad, sexo, religión o ideología.

Me interesa la arquitectura propositiva. Me interesa la arquitectura que hace que pasen cosas. La que emociona. La que se moja. La arquitectura es uno de los elementos más potentes de configuración de realidad que posee cualquier cultura humana, y es de eso de lo que voy a hablar aquí.

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Arquitecto. Construyó hasta que la crisis le forzó a diversificarse. Actualmente escribe, edita, enseña, conferencia, colabora en proyectos, comisario exposiciones y fotografío en diversos medios nacionales e internacionales. Publica artículos de investigación y difusión de arquitectura en www.jaumeprat.com. Diseñó el Pabellón de Cataluña de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2016 asociado con la arquitecta Jelena Prokopjevic y el director de cine Isaki Lacuesta. Le gusta ocuparse de los límites de la arquitectura y su relación con las otras artes, con sus usuarios y con la ciudad.

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