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Sabina solo volverá a los escenarios cuando un concierto sea un concierto

El cantante se niega a actuar ante un público con mascarilla que no puede bailar ni fumar o tomarse una copa por las medidas covid

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análisis

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Joaquín Sabina no volverá a cantar en directo en tanto en cuanto se mantengan las medidas sanitarias contra la pandemia. “No pienso volver a los escenarios mientras la gente esté con mascarilla, no pueda levantarse o no pueda fumar o tomar una copa. Me temo que eso no será hasta dentro de un año y medio por lo menos. Pero sí volveré a decir hola y adiós”, aseguró ayer durante una amena charla con el poeta Benjamín Prado y la periodista Nativel Preciado.

De alguna manera, el maestro ha dicho aquello de hasta aquí he llegado por coherencia o vergüenza torera, por asco a un mundo que ya no es el suyo o porque ir a un concierto para quedarse quieto en una silla, como un mueble o muermo, es sencillamente un coñazo. No creemos que esta vez se trate de un ataque de pánico escénico, que eso ya lo tiene superado o está en ello.

Hace muy bien don Joaquín en poner punto y seguido, un paréntesis, a su brillante carrera musical. Últimamente, entre pandemias, volcanes y hecatombes económicas, el mundo se ha puesto de un triste que no hay quien lo aguante. Un concierto de Sabina sin whisky on the rocks, sin peces de hielo y sin una cajetilla de negro o lo que se tercie para darle al jodío fumeque es como un jardín sin flores. O como un convento sin monjas. El hombre es honesto con su forma de entender el arte y cree que cobrar a sus fans por un directo que sería más bien un velatorio consumaría una estafa mercantil y filosófica. Así que toca quedarse en casa y esperar tiempos mejores.  

Nadie podrá decir que Sabina es como otros artistas que la han liado parda en medio de la pandemia y se han comportado como auténticos estúpidos. Él en ningún momento reniega de las medidas anticovid, es más, se ha mostrado como un “ciudadano ejemplar”, no ha salido de farra ni de botellón, y ha llevado la mascarilla en todo momento. Ha sido un buen chico como recetaba el doctor Simón, aunque eso sí, ha seguido fumando y bebiendo, placeres que no le podrán quitar ni cuatro estados de alarma de Pedro Sánchez.

Afortunadamente Sabina no es uno de esos negacionistas tronados que están en contra de las vacunas y ven conspiraciones narcosatánicas, comunistas pederastas y la mano de negra de Soros en todas partes (y no hace falta dar nombres). Por ahí podemos estar tranquilos, no lo hemos perdido y sigue tan lúcido como siempre. Simplemente se retira un instante, un impasse, un lapsus, hasta que todo vuelva a la normalidad y un concierto vuelva a ser un concierto y no una sala de hospital llena de potenciales enfermos contagiosos. Porque un sarao glorioso de Sabina sin el humo del tabaco purificando los pulmones del personal y sin poder mover el esqueleto o tirarle los tejos a alguien o echarse un vaso al coleto es una gran pérdida de tiempo. A un concierto de Sabina se va a lo que se va, eso es una experiencia artística, mística y religiosa, que para algo es nuestro mejor bluesman o poeta urbano. Arruinar el momento porque el público está más pendiente del mocarro, de la tos y del aliento letal del compañero de silla que de una buena canción es absurdo. De modo que para poca salud ninguna, se cancelan los bolos y giras y a otra cosa mariposa.

Sabina, el genio y el hombre, ha mejorado con el tiempo, como el buen vino. Siempre nos quedará el revolucionario que arrojó un cóctel molotov contra una sucursal del Banco de Bilbao en Granada en protesta por el proceso de Burgos, una heroicidad antifranquista que le valió el exilio en París y Londres. Hasta el Daily Mirror se movilizó para evitarle la perpetua en Carabanchel o algo peor, el fusilamiento al amanecer. Al final el Gobierno británico le concedió el asilo por un año, salvando su vida y un montón de buenos discos para la posteridad.

La historia personal de Sabina es un trasunto de la historia reciente de España y la recta final de su biografía la está llevando con una elegancia y una capacidad de autocrítica que conmueve: “Yo que no he sido nunca un padre ejemplar, ni un marido ejemplar, ni un amante ejemplar, creo que he sido un amigo leal”. Hasta ha prometido dejar de tirar el dinero en amigos, juergas y “restaurantes de más que dudosa reputación” para darle un futuro estable a sus hijas. ¿Qué más se puede pedir de alguien que ha practicado el malditismo y el crapulismo toda su vida?

Después de décadas de buena música, después de un aluvión de sonetos antológicos, Sabina se ha ganado a pulso el título de cantautor español más influyente de su tiempo. Y no iba a estropearlo ahora con cuatro conciertos deprisa y corriendo para hacer la última caja. Nos alegramos de que el virus no haya podido con él ni en lo físico ni en lo mental y aplaudimos que siga siendo honesto y respetuoso con su público. “He llegado a los 72 años y aún no me considero un hijo de puta; con eso me basta”. Ni media palabra más, maestro.

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