La mujer se enjugó una invisible lágrima con la esquina de su pañuelo, retocó con cuidado los blancos pañitos de ganchillo colocados en perfecta simetría sobre los brazos y el respaldo del tresillo y se sonó ruidosamente la nariz, miró el pañuelo, comprobó que seguía absolutamente inmaculado, se sentó y descolgó el teléfono. Marcó, suspiró, y esperó respuesta mientras terminaba de abotonarse la rebeca negra.

– Hola, hija. Soy yo. Te llamo porque tu abuela, la pobre, acaba de morirse. No hija, de qué va a ser, de nada, de vieja… Yo estoy bien… Que sí, hija, que sí, tú no te preocupes, que yo me apaño. Y no sufras, la pobre no se ha enterado de nada… No, no, ni se te ocurra, ¿con quién vas a dejar a los niños? Le llegó su hora y sanseacabó. Que no, que no hace falta que vengas, si yo me arreglo, no necesito nada… Claro que puedo, ya sabes, desde que le dio el jamacuco no he hecho otra cosa que cargar con ella, así que ahora lo mismo… Si ya sabes como estaba, hecha un guiñapo, no sé si pesará treinta kilos, si llega, así que yo me encargo… No, no voy a llamar, si no merece la pena…

La mujer se guardó el pañuelo entre los pechos blanquecinos que rebosaban por el pequeño escote de la chaqueta negra y casi raquítica, luego se estiró el puño para frotar una gaviota de escayola colocada junto al teléfono, sobre la mesita de mármol artificial.

– Sí, claro que he llamado al hospital, hace un rato, lo primero que he hecho. Porque si allí hubieran podido aprovechar algo, pues mejor. Pero nada, que nones, que como tenía noventa y dos años… nada, que no les valía ni corazón, ni riñones ni nada. Una pena. Dicen que es mejor la gente joven, pero, claro, tu abuela… Y te lo advierto, a tu padre ni palabra Ya sabes cómo es. Que enseguida se preocupa. Cuando vuelva esta noche ya estará todo arreglado. Cuando llegue ya se lo diré yo: “oye, que tu madre se ha muerto…”Sí, seguro que de primeras se impresiona, pero mira, luego me lo agradecerá. Ya sabes es un inútil, así que yo me encargo y sanseacabó… Mira, sé perfectamente lo que tengo que hacer. Pues anda que no tengo yo práctica en lo de los residuos. Lo he visto por la tele mil veces, y en la radio están todo el día, y los papeles que nos meten en el buzón: que si el cubo gris, que si el cubo amarillo… Y luego lo de lo de las botellas y los periódicos. Cada vez que limpio me tiro un día ordenándolo todo. Esto para aquí, esto para allá. Ya no se me escapa nada, no creas. Al principio no me aclaraba mucho, pero ahora no se me pasa una. A mí no me puede a decir nada ningún ecologista de esos, estaría bueno. Mira, cuando bajo la basura, agarro mis dos bolsitas, la amarilla y la negra, siempre perfectamente cerradas, y cada una a su cubo. Como Dios manda… Claro, hija, para tu abuela la he comprado negra, de las grandes, tampoco quiero que ahora pase estrecheces, que ya sufrió la pobre lo suyo, aunque sabes que conmigo nunca le faltó de nada.

La mujer se sacó el pañuelo del escote, lo estiró sobre la falda, lo dobló con cuidado y comenzó a frotar minuciosamente alrededor de los botones del teléfono, luego siguió por los ojos de yeso de la gaviota.

– ¡Pero, hija, qué cosas tienes, qué me van a decir! Pero si es lo lógico… Ya lo verás dentro de poco, colocarán unos cubos delante de los portales y ya está, sanseacabó, si me parece que ya he oído algo por la tele. ¿Pues no ves tú lo caros que están los pisos?, ¿y por qué es…? Ni más ni menos porque los cementerios cada vez ocupan más sitio en las ciudades, si está más claro que el agua. Yo sé lo que hago, tú no te preocupes por nada, hija. Y además no quiero darle preocupaciones a tu padre, que ya sabes cómo es, que se amilana por todo. Y luego que tampoco le gusta encontrar la casa manga por hombro, que nada tiene que estar fuera de su sitio… ¿Y cuál es el sitio de tu abuela ahora…? Pues eso.

La mujer se estiró la falda para intentar cubrirse las rodillas, le quitó unas imperceptibles bolitas de lana, ensalivó una punta del pañuelo y se atusó las cejas.

– ¡Uy, ni hablar!, ¡quemar a tu abuela! ¡Ni se te ocurra mentármelo! ¿Y luego con las cenizas, qué? Ahora que tu padre ya no fuma… Ni hablar. Luego ¿qué hago con el tarro? Cualquier día se me cae y lo que me faltaba, pues no estoy harta ni nada de limpiar el polvo… Mira, ahora la lavo, la peino y sanseacabó, que a tu abuela le gustaba verse presentable, y así ha salido su hijo, que de tal palo… La pongo el vestido negro de tu boda… Por cierto, ¿sabes cuánto tiempo tarda el rigor mortis ese?… Y también le pondré el pañuelo a la cabeza, como cuando era joven. Luego la meto en la bolsa y… Ay, mira, que no se me olvide bajar a por unos claveles… y eso, a la noche la bajo al cubo. La tendré que poner en el de siempre, claro, porque el de los envases no, será en el de los residuos orgánicos… Sí, hija, si no se me olvida nada: residuos orgánicos y no orgánicos. Hija, si hubiesen querido algún órgano, pues a lo mejor en el de los envases, pero con todos los órganos puestos está claro, al cubo de los residuos orgánicos, si lo dice el propio nombre, or-gá-ni-cos, pues eso, para órganos. Si además es mejor, es menos frío, me parece a mí, que con las latas y las cajas de leche, ¿no crees?

La mujer intentó acercarse hasta un jarrón con flores de plástico colocado sobre el televisor, pero el cordón del teléfono no era lo suficientemente largo y sólo pudo sacudirlas un poco con el pañuelo.

– ¿Reciclar? Ya sé que no, pero según lo mires… ¿A ti qué te gusta más? ¿un gusano o una gaviota? Pues ahora los vertederos están llenos de gaviotas, ya ves. Y a tu abuela le gustaban los pájaros, ya lo sabes. ¿Qué crees?, ¿qué no pienso en ella? Bueno, hija, te dejo, que no me queda labor ni nada y no quiero que lo del rigor ése me lo haga más difícil… Cuando venga tu padre, te llamamos. Tú no te preocupes por nada.

La mujer colgó el teléfono, se levantó a limpiar las flores del jarrón una por una, luego arrebujó el pañuelo, ya grisáceo, en su mano. Sacó otro limpio del bolsillo de la rebeca y se lo llevó a la boca. Salió de la sala amordazando con el pañuelo un sollozo en sordina.

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