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¿Quién podría saberlo?

Antonio Álvarez Gil
Antonio Álvarez Gil
(Melena del Sur, Cuba, 1947). Escritor cubano-sueco. Ha publicado artículos, relatos y novelas en Estados Unidos, Latinoamérica y Europa. Entre sus libros de cuentos figuran Una muchacha en el andén, Unos y otros, Del tiempo y las cosas, Fin del capítulo ruso y Nunca es tarde. Tiene, además, publicadas las novelas Las largas horas de la noche, Naufragios, Delirio nórdico, Concierto para una violinista muerta, Después de Cuba, Perdido en Buenos Aires, Callejones de Arbat, Annika desnuda, Las señoras de Miramar y otras cubanas de buen ver y A las puertas de Europa. Por su obra de narrativa ha recibido El Premio David, en Cuba, y los Premios Ciudad de Badajoz, Ateneo Ciudad de Valladolid, Generación del 27, Kutxa Ciudad de Irún y Vargas Llosa de Novela, en España. Tras haber vivido durante largos períodos en Cuba, Rusia y Suecia, Álvarez Gil se ha radicado en la provincia de Alicante.
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análisis

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 Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar,
que es el morir.
……….
y llegados, son iguales
los que viven por su manos
y los ricos.
 
Jorge Manrique, siglo XV

¿Qué nos deja el virus que asola actualmente el planeta? La primera respuesta que nos viene a la mente es tan sencilla como terrible: muertes y más muertes, cientos de miles de personas cuyas vidas truncadas serán siempre un motivo de tristeza para sus seres queridos. Nos deja, además, imágenes imposibles de observar sin que se nos acelere el pulso o se nos nuble la mirada: ataúdes de cartón, enterramientos en fosas comunes, cadáveres almacenados en camiones refrigerados, “palacios de hielo” transformados en morgues y muchos otros recuerdos infortunados que permanecerán vivos durante largos años en la memoria colectiva de la humanidad. En fin, todo un catálogo de posibles caminos sin retorno hacia el país del nunca jamás.

Nos parece tan lejano el tiempo de la “vieja normalidad”, que ya casi no reparamos en las cosas que hemos perdido y los tantos aspectos de la vida que han cambiado para mal, desde la ausencia de contacto social y el miedo a salir a la calle, hasta el número de personas que han muerto por no ir al Centro de Salud más cercano para atenderse de alguna molestia que los aquejaba. Y más, hay muchos más ejemplos de cómo ha cambiado y cambiará la vida de la gente, incluso cuando la presente ola de la enfermedad haya sido erradicada y el virus nos deje vivir tranquilos, al menos durante una temporada. En mi opinión, estos meses de aprensión y temores, de confinamiento y ausencia de contacto real entre las personas cambiarán sensiblemente la dinámica de la sociedad en general.

Pero ¿serán definitivos los cambios? ¿Saldremos nosotros mismos cambiados de este período de oscuridad social? ¿Cómo será el mundo después del coronavirus, incluso si llega esa añorada vacuna capaz de contener su expansión y sus efectos letales? Hay opiniones para todos los gustos, incluso para los más pesimistas. Hace unos días leí en la prensa sueca un fragmento de una entrevista realizada al afamado novelista francés Michel Houellebecq, en la que este, hablando de cómo será el mundo después de la pandemia, afirma rotundo: “Será igual, pero peor”. Y puestos a opinar, yo opino que el autor de La posibilidad de una isla lleva bastante razón en lo que dice. No voy a extenderme sobre esto. Es su opinión y yo, pese a ser una persona optimista, me inclino por pensar que el escritor no está muy descaminado en su afirmación.

Veamos, si no, cómo anda el mundo. Tantos y tantos millones de años evolucionando como especie, tanto desarrollo y progreso, tanta ciencia y tantos descubrimientos de todo tipo,  para que ahora el homo sapiens se empeñe en echar abajo la casa que nos da cobijo a todos. En aras del mercado global y la riqueza de una parte de la población mundial, la Tierra se vacía de recursos naturales. Las grandes compañías madereras talan bosques y selvas enteras, contribuyendo con ello a la extinción de especies de animales y plantas que han existido desde el inicio de los tiempos y asestando un golpe mortal al equilibrio ecológico del planeta. Por otra parte, se contaminan los mares y océanos y se agotan las reservas de agua potable. Y como si esto fuera poco, los hielos en los polos y glaciares se derriten, el nivel del mar no deja de subir y el aire que respiramos se vuelve irrespirable. En dos palabras, con tal de hacer crecer las ganancias de aquellos que ya ganan mucho, se hiere de muerte a la biosfera del mundo en que vivimos. ¿Y pretendemos que la Naturaleza no se defienda? ¿Nos extrañamos de que de vez en cuando nos envíe una señal de alarma, que nos responda con un virus, con una plaga o una enfermedad nueva y letal? ¿Por qué hay tanta gente que se empeña en no ver la realidad de las cosas? Y si la ven, ¿por qué los dueños del mundo, aquellos que acumulan enormes fortunas y tienen recursos para hacerlo, no se gastan una parte de sus riquezas en resolver el problema? ¿Por qué no son más comedidos en sus afanes de lucro? ¿Piensan acaso que el dinero salvará a unos y su ausencia condenará a los otros? En la lista hay, por suerte, honrosas excepciones. Pero son eso, excepciones que por sí solas no son capaces de hacer mucho. Sería bueno que aquellos que puedan leer en español repasen las Coplas por la muerte de su padre, escritas por Jorge Manrique en fecha tan lejana como el siglo XV español. Que nadie olvide su mensaje y su dolorosa vigencia.

Desde hace unos días vengo oyendo el canto de un gallo que llega desde algún sitio de los alrededores y rompe el silencio habitual de la mañana. Lo oigo claramente, sobre todo cuando el ruido de la calle es todavía escaso y me permite escuchar sonidos ajenos al que se escucha normalmente en un barrio tranquilo como este donde vivo. Al principio pensé que estaba confundido. No puede haber gallos aquí; no los ha habido nunca, ni aquí ni en Estocolmo ni en Madrid. Al principio no le daba crédito a mis oídos. Luego, sin embargo, confirmé que sí, era un gallo, sencillamente eso, un gallo cantándole al nuevo día, como he oído tantos en mi vida, como solía oírlos cada mañana en el patio de la casa de mi infancia en el pueblo. Luego comprendí que el aire traía aquel grito de reafirmación natural desde una casucha que se divisa a lo lejos, más allá del río y de la carretera Nacional, en algún punto del valle que se extiende hasta las montañas de la Sierra. Entonces me dije que aquel era un sonido normal, el canto mañanero de un ave que vive en plena armonía con la Naturaleza y, sobre todo, con su naturaleza. Y en ese momento, en medio del confinamiento por el coronavirus y de la mañana alicantina que se despertaba sin la menor idea de lo que ocurría en derredor, me pregunté si nosotros, aspirantes a hombres modernos del mundo desarrollado del siglo XXI, viviremos algún día en armonía con nuestra propia naturaleza de animales convertidos en hombres o si, por el contrario, en un futuro cercano volveremos a recorrer en sentido contrario la escala evolutiva que nos trajo hasta aquí. ¿No será acaso este viaje un recorrido circular que nos conduce al mismo punto del que partieron nuestros ancestros hace millones de años? ¿Habrá, en tal caso, una oportunidad para reiniciar el camino? ¿Quién podría saberlo?

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