Sí, amigos: con todo lo que ello implica, o acabe de implicar algún día, que aún no sabemos, Donald Trump es el nuevo presidente de los Estados Unidos de América, el país más poderoso e influyente del mundo. En efecto, no es un sueño. Aunque para muchos ello corre el serio riesgo de convertirse en una pesadilla. Y si no que le pregunten a los defensores del calentamiento global, a quienes temen por los derechos civiles, o al mismo pueblo mexicano que, supuestamente, habrá de construir, y con su propio dinero nada menos, un muro en la frontera tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos«, suelen decir ellos mismos; la nueva particularidad es que Trump parece creerse Dios de todas maneras, haciendo esa supuesta lejanía algo más relativa que nunca).

Preguntémonos nosotros entonces, y aunque solo sea para pasar el rato, qué clase de actor -qué técnica de interpretación incluso-, haría falta para hacer pasar a Trump a la posteridad del cine, proceso que llegará más tarde o más temprano: es legendaria la generosa atención con que Hollywood ha tratado siempre a los ocupantes del despacho oval (Lincoln se lleva la palma con ciento treinta versiones, seguido por George Washington, con ochenta, y para ver a Obama existe «Southside With You«, aún pendiente de estreno, y que narra su providencial encuentro con Michelle) y allí no desaprovecharán la oportunidad de inmortalizar a semejante individuo. Además, el Trump de la vida real ya ha intervenido como actor (?) en alguna que otra película o serie de televisión. ¿Extravagancia, dicen?… Ronald Reagan fue un actor medianamente célebre -o una medianía como actor- en los años cuarenta y cincuenta, y nuestro hombre ha llegado incluso a presentar su propio reality show, con lo que su propia arrogancia le convierte, en realidad, en el más serio candidato para el papel (la única incógnita sería averiguar cuántos improperios habría de malgastar en su carrera hacia el Oscar).

Ahora bien, solo queda esperar que cualquier encarnación fílmica guarde las menos similitudes posibles con «El hundimiento«, aquel recuento biográfico de los últimos días de un Adolf Hitler elegido igualmente en las urnas, capaz de suavizar su tono solo cuando quería y para lo que quería -hasta que ya no quiso más; pero esos son los incovenientes de proponerse conquistar el mundo-, y con -guardando las oportunas distancias, claro está-, más que probada animadversión hacia determinados extractos sociales y étnicos (Trump opina: «si gano las elecciones, devolveré a los refugiados sirios a casa»; «pido el bloqueo completo y total a la entrada de musulmanes en EEUU»; «¿saben por qué son ricos en el estado islámico?, porque tienen petróleo, pero les arrebataré por completo su fuente de riqueza, que es el crudo, y los bombardearé hasta erradicarlos«). Claro que aquel alemán languidecía en su bunker tras provocar la Segunda Guerra Mundial, aunque en lo que a estadistas se refiere -y si hemos de fiarnos por sus arrogantes maneras hasta hoy-, Trump recuerde más el estilo de un Mussolini. Y, por mera similitud en cuanto a dinero y poder, a ese Berlusconi de cuya vulgaridad acabamos todos tan sumamente hartos.

De acuerdo: el emporio del Trump de la vida real se erige en la ciudad de los rascacielos, pero no olvidemos que sus maneras encarnan, más que ninguna otra cosa, las de uno de los arquetipos hollywoodienses más célebres: la del bravucón insolente de película del oeste (del ala oeste, ahora), en una suerte de regreso a las raíces más profundas, fundacionales incluso, de la nación estadounidense: las del clásico vaquero rudo, autoconfiado e insolente que apenas se anda con chiquitas. Aún cuando él se las anduviera, por exclusivo requerimiento de campaña, con una chiquita como Hillary. Chiquita pero matona, cierto. O matrona (más en la tercera acepción de la RAE -«madre de familia»-, que en la primera -«persona especialmente autorizada para asistir a las parturientas»-, y eso que muchos gustaron de ponerla igualmente a parir).

Reagan -quien, y es paradójico, jamás ha gozado de ninguna versión especialmente relevante en el séptimo arte-, fue el vaquero oficial del primer mundo, y Trump alguien que sigue creyéndose un vaquero, pero enclavado en Manhattan. Solo que un vaquero es sinónimo de dureza, no de rudeza. De bravura, no de bravuconería. Capacitado para la cortesía en dias lectivos, no para los cortes de mangas dialécticos. Y el monstruoso híbrido entre Ronald y Donald conformaría, en efecto, todo un payaso llamado Ronald MacDonald. «Trump», como mero apellido, posee ya una rotundidad sin ambages, fácil de asociar a un personaje de corte algo elemental. «Ahí viene Trump«, exclamaría el barbero del pueblo en cualquier western, antes de salir corriendo al ver acercarse, entre una nube de polvo, la comitiva de un personaje así. De ese «trump»oso «trump»ero de «trump»antojo. El mismo que, nada más llegar al saloon, rodeado por la comitiva de esos mismos secuaces que le ríen los chistes pero le temen a la vez, exige un trago al mismo camarero que, nada más verle, se apresura a esconder el espejo de la pared por si hay gresca («podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos«). El mismo villano fanfarrón e incapaz de pedir disculpas («creo que disculparse es un gran acto, pero para eso debes estar equivocado; yo voy a disculparme, en algún futuro, pero solo si alguna vez me equivoco«), y de creerse más hombre por insultar a los demás. Y al que el protagonista de la película -cualquier arquetípico John Wayne; o eso espera el público al menos-, sabrá poner en su sitio tarde o temprano. El problema es que el público andaría sobradamente confundido ante un protagonista de una naturaleza tan silvestre como la suya. Admitámoslo: a priori todo en este asunto parece un enorme error de casting. Tanto en la vida como en la ficción. No hay héroes, solo hay villanos, y hace apenas un año no nos esperábamos nada parecido. La buena noticia es que su elección demuestra la apertura de oportunidades de la democracia norteamericana, por lo que cualquiera -no un cualquiera, esperemos-, puede llegar allí. La mala, que ellos mismos pueden llegar a lamentar el haberse proporcionado su propia medicina, tras la elección de alguien tan rigurosamente fiel a las reglas del salvaje oeste.

Bien, si tan solo «Trump», en ese hipotético western que estamos imaginando, no tuviera tantos dolares y no fuera un tan astuto hombre de negocios, poseedor de todos los terrenos colindantes y miles de cabezas de ganado, residente privilegiado del «Trump Ranch«, apenas sería más que ese simple pistolero con la boca demasiado grande y ya está, de acuerdo. Pero se han convocado unas elecciones para la alcaldía del pueblo y su único contendiente es la terca señora Clinton, mujer que no despierta necesariamente las simpatías de los parroquianos (envuelta en un reciente escándalo, tras haber metido las narices en cierta correspondencia privada del Pony Express). Es cierto que, en comparación, ella sabe mantener la compostura y las apariencias, no en vano aún es la mujer del anterior alcalde –Bill, vaquero asociado en el pasado a una becaria, pero eso ya sería otra pelicula-, y ahora pretende suceder a Obama (improbable alcalde de western, no solo por el color de su tez, inédita en el género -a excepción de «Sillas de montar calientes» de Mel Brooks-, sino por su talante elegante y sosegado; “no sé cómo somos tan estúpidos y tenemos a un presidente como Barack Obama“). Pero la única evidencia sigue siendo que ese John Wayne no aparece por ninguna parte para salvar el día, ni siquiera Clint Eastwood. O aún peor todavía: la única evidencia cierta es que Wayne el actor, ferviente republicano -y nos quedamos cortos-, se hubiera afiliado a Trump con verdadera pasión. Y que ese twitter que escribió el jinete pálido el otro día (quien, por cierto, ya eligió a Gene Hackman como presidente en «Poder absoluto«), decía: «TRUMP TRUMP TRUMP puedo escuchar al Ejército Trump marchar a las urnas desde mi rancho, suena victorioso!”

Así que de aquel vaquero en quien confiar ya no parece haber rastro, mientras el Trump de carne y hueso fue capaz de decirle a Hillary hace apenas un mes, en cierto debate televisado, que la metería en la cárcel. Muy sutil, Don (¿Corleone?; él mismo, al fin y al cabo, manifestó en una entrevista que una de sus películas favoritas era «El padrino«). Ambos candidatos, sin embargo, no remiten tanto a la responsabilidad y magnitud de toda estrella de cine como a un par de roles secundarios salidos, por ejemplo, de «El hombre tranquilo» de John Ford -que no es un western pero miren quién la dirigió: el profesional oficial del género-, y en el que el corpulento, maleducado e insolente Victor McLaglen -como Will Danaher-, y Mildred Natwick -como la severa y antipática viuda Sarah Tillane-, acaban haciendo manitas pese a todo. Ahora bien, el casting ideal para Trump oscila entre el inevitable actor de carácter -ese excesivo Nick Nolte de la buena época, el Mickey Rourke de su fase post-boxeador, el John Goodman más ácido-, y alguna personalidad procedente de la vida real, como Boris Johnson, ex alcalde de Londres, y único en rivalizar con nuestro hombre en lo que a extravagancia capilar se refiere. Y luego está el asunto de los actores de mayor talento, porque si Daniel Day-Lewis ha sido capaz de emular a Lincoln hasta el punto de la reencarnación, por qué no confiar en un Kevin Spacey (hey, «House of cards«), un Robert Downey Jr o ese Leonardo Di Caprio que ya se cubrió de maquillaje para intengar convencernos de que era Edgar J. Hoover. Solo alguno de ellos -¿y por qué no otras opciones quizá algo menos evidentes: James Bridges, Alec Baldwin, Bruce Willis?-, adoptarían una especie de método Stanislavsky -o STRUMPnislavsky-, para convencernos de su autenticidad.

Trump parece destinado entonces a encarnar todo un precedente de histriónismo de estado (con el debido permiso de Jack Nicholson en «Mars Attacks!» y de Peter Sellers en «Teléfono Rojo, ¿volamos hacia Moscú?«), para un rol tradicionalmente asociado, desde al almibarado punto de vista yanqui, a la propia esencia de Dios, aunque unicamente Morgan Freeman haya conseguido encarnar a ámbos personajes hasta ahora («Deep impact» desde la Casa Blanca; «Como Dios» desde los mismísimos cielos), aunque para desmitificar presidentes jamás ha habido nadie como Oliver Stone, quien contó con Anthony Hopkins en «Nixon» y con Josh Brolin en «como Bush Jr. No cabe duda de que Stone se atrevería a dirigir ese biopic -o biopig-, de hecho es fácil adivinar que lo está deseando, y Trump no ha jurado todavía el cargo. Claro que para hacer recitar diálogos brillantes a todo un líder de la nación nunca hubo un guionista tan preparado como Aaron Sorkin (Martin Sheen en la serie «West wing«; Michael Douglas en «El presidente y Mrs. Wade«), listón demasiado ilustrado para alguien capaz de decir: “Saben, realmente no importa lo que escriban los medios de comunicación mientras tengas un joven y bello trasero«, razonamiento, si es que puede calificarse así, más propio de cualquiera de las entregas de «Torrente» (¿y acaso Jesús Gil no acabó dedicado, asimismo, a la política?).

Ahora bien, y para terminar: ¿realmente nadie se ha percatado hasta ahora de que Donald Trump realmente tiene pinta de mandatario ruso de los años ochenta?

Camaradas, creo que para esto sí que no estábamos preparados. God save America. God save us, too!

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