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¿Qué podemos aprender de la crisis de los misiles?

Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos
Doctor en Historia
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análisis

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La invasión rusa de Ucrania ha vuelto a colocar al mundo al borde de la guerra nuclear. ¿Nos enseñará algo la Historia para superar este trance? Si volvemos la vista a la crisis de los misiles, en 1962, tal vez podamos aprender algunas lecciones. En aquellos momentos, Kruschev había instalado armas nucleares en Cuba. Kennedy, al enterarse, ordenó el inmediato bloqueo de la isla. Nadie quería una guerra porque todos temían sus dimensiones apocalípticas, pero el conflicto hubiera podido estallar de todas las maneras, simplemente por una decisión errónea en algún punto secundario de la cadena de mando.

JFK sabía que cualquier accidente hubiera podido desencadenar el apocalipsis. Había leído Los cañones de agosto, de Barbara Tuchman, un libro que mostraba como la Primera Guerra Mundial había incendiado Europa al margen de la voluntad de los contendientes, fruto de un proceso diabólico que a todas las potencias se les fue de las manos. En este caso, el aprendizaje del pasado resultó decisivo. Hizo que el presidente norteamericano fuera prudente frente a los halcones que le exigían una invasión de Cuba, sin atenerse a las consecuencias. Se cuenta que uno de estos militarotes le dijo a McNamara, el Secretario de Defensa, que si quedaban dos americanos y un ruso, ya se podía considerar una victoria. McNamara, con un humor lúgubre, le respondió que esperaba que alguno de esos tres supervivientes fuera una mujer.    

La crisis de 1962 debería concienciarnos sobre la necesidad de entender al contrario. Estados Unidos se sintió amenazado por la decisión soviética de llevar sus armas a Cuba, tan cerca de sus propias fronteras. Nadie pensó que los rusos vivían con los misiles norteamericanos instalados en Turquía. Kruschev actuó como actuó porque estaba asustado. Ante la inmensa superioridad del arsenal atómico a disposición de Washington, quiso equilibrar la desventaja con un golpe audaz. Desde su punto de vista, toda su actuación era estrictamente defensiva, no ofensiva. 

Los dirigentes de Moscú sabían que el gasto en armamentos estaría mejor empleado en atender el bienestar de la población, pero no podían sustraerse a una dinámica marcada por el miedo al contrario. Si había una oportunidad de anticiparse al enemigo, lo mejor era aprovechar la ocasión para dar el primer golpe. El Kremlin era prisionero, al igual que la Casa Blanca, de una situación infernal que convertía la opción belicista en la más lógica. Si Estados Unidos incrementaba su arsenal, la Unión Soviética debía hacer lo mismo para mantenerse a la par. Si Washington optaba por el desarme, Moscú tenía el campo libre para armarse. Hiciera lo que hiciera el rival, todos se veían empujados a prepararse para la guerra. Esta espiral se justificaba porque las acciones del oponente, fueran las que fueran, siempre se percibían como ofensivas, no como defensivas.

Para Moscú, la inferioridad atómica ya era una razón más que suficiente para la preocupación, sin contar la tendencia de Washington a imponer gobiernos proamericanos alrededor de la URSS, con vistas a dejarla cada vez más aislada internacionalmente. De esta forma, como postula el historiador Vladislav M. Zubok, la política agresiva de los norteamericanos empujó a los soviéticos a una actuación más radical. La opción que se abría ante ellos parecía ser la resistencia o la capitulación, sin medias tintas. La disuasión nuclear, por tanto, producía justo el efecto contrario al deseado.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que los políticos de la época no se limitaron a hacer cálculos racionales de coste-beneficio. Las emociones desempeñaron un protagonismo fundamental puesto que estaba en juego el prestigio a muchos niveles. La Casa Blanca no podía permitir que los rusos instalaran misiles tan cerca de su territorio sin que se esfumara su credibilidad y se produjera un efecto psicológico desastroso tanto en el propio país como en la OTAN y el Hemisferio Occidental. Kennedy creía que, si cedía al chantaje, estaba animando a sus oponentes a utilizar los mismos métodos en otros escenarios de la guerra fría, como Berlín. Por eso mismo, no reaccionar era una opción que Washington ni siquiera contemplaba.

La memoria histórica, en el caso del libro de Tuchman, tuvo un efecto benéfico, pero, en otro sentido, contribuyó a empeorar las cosas. ¿Acaso la experiencia de los años treinta no demostraba que una conducta agresiva, si no recibía una respuesta a tiempo, conducía necesariamente a la guerra? Con este planteamiento, JFK, decidido a no ser un nuevo Chamberlain, pasaba por alto un elemento decisivo: en los sesenta, la existencia de armas atómicas cambiaba por completo lo que significaba una contienda.

Nadie deseaba la guerra, pero todos pusieron en peligro a sus propios pueblos y a la humanidad en general. ¿Con qué derecho? ¿Valía la pena correr riesgos tan desmesurados? Con los datos de los que disponemos ahora, parece que Dean Acheson, uno de los consejeros del JFK, no andaba desencaminado al afirmar que su jefe salió bien librado gracias a la “suerte pura y dura”.

Pero reconozcamos a Kennedy un mérito: aunque estaba encantado de vencer a Kruschev, no quiso humillarle en público. Tenía muy presente que al enemigo se le debe ofrecer una salida digna porque, si se ve acorralado, lo más probable es que actué a la desesperada y todos salgan perdiendo.

Una última reflexión: Estados Unidos ganó, sí. Pero.. ¿Ese triunfo le proporcionó más seguridad o menos? Lo cierto es que el mundo posterior la crisis de los misiles era más peligroso. Tras la caída de Kruschev, los nuevos dirigentes del Kremlin iban a lanzarse al rearme para que el fiasco de Cuba no volviera a repetirse. “Nunca podréis volver a hacernos esto”, le dijo el viceministro soviético de Exteriores, Vassily Kuznetsov, a un diplomático estadounidense.

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