Se suele hablar al otro lado del Ebro del problema catalán. Sin embargo, cuando ese concepto se vertebra desde la rigidez del sistema basado en el pactismo olvidadizo de la Transición y en una democracia débil con tendencias oligárquicas produce unas actitudes que llevan a una situación en que para todo es demasiado tarde, por lo cual habría que denominarlo con más acierto el problema español.  Resolver las cuestiones sustantivas que se compadecen con la misma estructura territorial del Estado apelando al orden público sin contar con el clima cívico y la conciencia creada en un amplio segmento de la ciudadanía catalana es reconocer la incapacidad del régimen para resultar acogedor a la pluralidad que representa la realidad del país. En el fondo, se trata de mantener vivos los viejos defectos decimonónicos de los que advertía Azaña cuando sentenciaba del siglo liberal y reaccionario que se hizo incompatible con el pluralismo cultural y político dentro de la unidad de soberanía del Estado.

Cataluña, desde las Bases de Manresa y pasando por Cambó, Maciá y Companys siempre ha tenido un proyecto político propio, pero también para el Estado español, pero ahora por primera vez gran número de ciudadanos aspira a un proyecto sólo para Cataluña. La causa, o la incitación, de ello no está lejos de la incomodidad producida por el conservadurismo español a un importante sector de la sociedad civil catalana mediante una actitud ideológica que considera los nacionalismos e incluso las culturas periféricas como males inevitables que hay que constreñir con rigidez mesetaria, sin reparar que el nacionalismo no es una arquitectura acabada y definitiva, sino una motivación, un dinamismo, una trayectoria inconclusa. Las esperanzas de la consolidación de una España plural se desvanecieron cuando, atendiendo los recursos del Partido Popular, el nuevo estatuto de Cataluña fue seriamente mutilado por el Constitucional. Un Tribunal Constitucional  incapacitado por la crisis causada al habérsele aprovechado para una recentralización cada vez más alejada del “derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones” proclamado por la propia  Constitución.

Lo que no tenía mucho sentido es que sectores del mismo PSOE se posicionaran contra ese estatuto, votado favorablemente por el Parlament y el Congreso y aprobado en referéndum en Cataluña, como fue el caso de la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, quien considero un grave error que Zapatero hubiera prometido a Pasqual Maragall que le aprobaría cualquier texto de Estatut que viniese de Cataluña. Esto suponía que una parte del PSOE de alineaba con las poco razonables tesis de la derecha en el contexto catalán y abrían una dolorosa herida con el PSC, en la que el mismo Alfonso Guerra llegó a pedir la constitución de una federación del PSOE en Cataluña. Hace ya mucho tiempo que el único argumento del Partido Popular es que la Constitución es inamovible y el soufflé del ‘procés’ bajará, sin reparar que esa actitud, sin diálogo ni alternativas, ha hecho que una parte importante de la población catalana haya desconectado ya de España y no era natural un Partido Socialista a la sombra de estos planteamientos.

Parte del problema se sustancia en la misma contextura del actual Estado Español, que no sufrió transformación esencial en la Transición gracias al concepto de sus muñidores desde el franquismo de que el proceso consistía en pasar de la legalidad a la legalidad, es decir, partiendo de la gran ilegalidad del 18 de julio. De hecho, Juan Carlos I, designado rey por Franco, sanciona la Constitución, no la jura, por considerar que se debe a una legalidad constitutiva previa, la de los Principios Fundamentales del Movimiento, que si había jurado. Es decir, es el Estado, el que sin ceder poder, sanciona libertades individuales no el ejercicio de esas libertades las que configuran ideológicamente al Estado. Por tanto, el poder arbitral del Estado es poco propicio a reconocer realidades que él no haya impuesto.

En este ámbito de los graves problemas que tiene España, el Partido Socialista languidecía bajo el torpe complejo de que no contemporizar con los planteamientos de la derecha era dar un salto en el vacío de una radicalización que lo apartaría de ser “partido de gobierno” en un bipartidismo de alternancia, sin atender que la extrema crisis que padece el régimen del 78 lo hundía también en la irrelevancia política por el desapego de una ciudadanía que ya no lo consideraba un instrumento de transformación social y cambio político. No es creíble un socialismo conservador. 

La gran vitalidad, dinamismo y conciencia política de las bases que han apoyado a Pedro Sánchez han abierto un esperanzador camino para el socialismo español cuyos retos fundamentales consisten en llevar a cabo profundas reformas que reconcilien a las instituciones con la realidad del país. Una transformación, también en el caso catalán, que configure un Estado plurinacional donde podemos volver a decir junto a Manuel Azaña, que la libertad de Cataluña es la libertad de España.

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