Una de las características recurrentes de todo régimen totalitario es la inveterada apropiación de los símbolos comunes. El por qué en España la rojigualda es tan impopular en amplios sectores no tiene que ver, a priori, con veleidades secesionistas. Esta impopularidad impregna a una fracción importante de la población que es absolutamente ajena –con frecuencia contraria– a ínfulas independentistas. Sencillamente, el dictador Franco se la apropió y, como bien nos explicó en su testamente político de 1975, él no tenía enemigos, lo que sí había eran «enemigos de España».

Me hacía esta reflexión cuando ayer una compañera parlamentaria dejó unas banderas españolas sobre los escaños vacíos y otra diputada procedió a quitarlas. También lo pensé cuando los setenta y dos parlamentarios que aprobaron algo que no tienen legitimidad legal para votar, sacaron pecho y entonaron en pie, Els segadors, mi himno, el himno de todos los catalanes y catalanas y, por supuesto, el de todos quienes ayer decidimos no participar en una votación disparatada y más propia de sainete u ópera bufa.

Esta cosa tan totalitaria de apropiarse de los himnos y las banderas, así como el concepto de que «no es que no estés de acuerdo conmigo, es que eres enemigo de España/Cataluña…» termina alcanzando a cualquier actividad, por grave que sea esta.

En el entorno del pasado 17 de agosto, Catalunya sufrió el atentado terrorista más grave que se recordaba desde los tiempos de Hipercor. Podría pensarse que el brutal atropello de Las Ramblas y la sucesión de acontecimientos asociados con esa barbarie deberían servir para que los que se creen que el país es suyo (uso la palabra «país» con calculada ambigüedad para que cada uno asocie al concepto lo que estime) actuaran, por una vez, como si el procés no existiera. Y podría no haber sucedido aquel despliegue de pitadas, banderas, banderines y bandos de todo color y condición. La ocasión, ¡y las víctimas! merecían, que nos tomáramos un poco más en serio a nosotros mismos y nos hubiésemos ahorrado las ulteriores intoxicaciones de buena parte de una prensa cada vez más desnortada.

Parecía, por parte de unos y otros, que en el contexto del procés, aquellos muertos, como los himnos, las banderas y los periódicos, tenían que ser suyos y, por supuesto, no de los «otros». Con total seguridad, estos descerebrados que decidieron inmolarse e inmolarnos en nombre de oscuras supersticiones –la religión es otra cosa– son ajenos a la rebelión soberanista de unos y al inmovilismo rancio y cuartelero de otros. Casi con certeza les son irrelevantes la senyera, las diversas esteladas, la española, la monarquía borbónica o la República Catalana.

La manifestación de hace unos días y todos los sucesos relacionados recuerdan a una suerte de asamblea de irresponsables en la que todos ponemos los muertos, pero algunos ponen sus banderas, sin que pareciera importarles mutuamente lo que hace el de enfrente, por grave que sea. Resultaría cómico si no hubiera diecisiete inocentes que ya nunca más podrán disfrutar de un paseo por nuestra bella capital, ni abrazar a sus familias ni mandar fotos a sus amigos ni…

Me cuesta imaginar cómo habría sido todo este despropósito si el procés no existiera pero ya comenté en algún artículo anterior que albergo el sentimiento de que este deterioro de la convivencia nos hace, como conjunto, peores personas, y por ende, peor sociedad.

Si tú, amable lector o lectora, has llegado hasta este punto, cabe la seria posibilidad de que caigas en la tentación de pensar algo como «otro que no se moja», «el Carles Castillo se pone por encima del bien y del mal» o algo más pernicioso aún: «el PSC, una vez más, cobarde y neutral». Si esa es tu sensación, nos estamos explicando fatal. El PSC no es neutral. No somos neutrales. Yo no soy neutral. Los neutrales, si existen, no están con nosotros pero me niego a tomar partido en una especie de guerra entre malos. En la Catalunya actual, no ponerse del lado de los extremistas es lo más peligroso, lo menos cobarde. Denunciar el mal no supone ponerse por encima del bien y del mal. Cuando hasta los muertos se usan para defender según qué cosas, quejarse es la única opción legítima.

Si el procés no existiera podríamos denunciar el deterioro de nuestro sistema sanitario o educativo, la galopante corrupción, también entre los nuestros, las cada vez mayores desigualdades sociales, las deficientes políticas de integración que se han llevado a cabo en las últimas décadas y que no alcanzan a hallar un razonable y efectivo término medio entre la xenofobia y el buenismo. ¡En Catalunya!, que si por algo se ha caracterizado históricamente es por las modélicas dinámicas de integración que han hecho que quienes han venido se conviertan en absolutamente catalanes sin dejar de ser… cartageneros, o andaluces, por ejemplo.

Si el procés no existiera…

 

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