No sé por qué, me empeño en que había tormenta la última noche que vi a Juan. Sé que no. Era una noche serena de verano. Una brisa fresca movía los manteles del restaurante, al final de la playa, y él fumaba, con ese aire suyo tan bohemio, al otro lado de la hoguera, frente a mí, sentado en la arena y abrazado a sus rodillas. Creo que quererle fue un impulso: un impulso casi meditado. En un instante me vi siempre a su lado. Y es entonces cuando recuerdo los relámpagos que nunca cruzaron el cielo, los truenos que jamás sonaron y la lluvia torrencial que nunca cayó.

Yo tenía quince años. Aquella noche dormimos en la playa, mientras los rescoldos de la hoguera aún humeaban y después de hablar durante horas frente al mar. Juan fumaba con dedos de adulto y yo dibujaba torpemente en la arena círculos y espirales. Cuando me besó, sentí cómo un escarabajo subía por mis pies semienterrados. Luego lo vi, un pequeño escarabajo de negrura tornasolada y firme. Intenté cogerlo, pero Juan me sujetó las manos para llevármelas a su nuca y besarnos de nuevo. Yo le dije “te quiero” y creo que Juan también lo dijo. Después dormimos en la playa y soñé con el escarabajo: yo intentaba correr, avanzar, atravesar de punta a punta la playa con la pesadez húmeda de la arena pegada a mis pies, en busca de su reflejo metálico; hundía mis manos en la arena pero sólo desenterraba cigarrillos apagados, nunca encontré el escarabajo. Y nunca he vuelto a ver otro tan brillante.

Juan se fue a la mañana siguiente. No me lo había dicho, pero aquella noche acaban sus vacaciones. Al despertarnos, me abrazó y me besó muy fuerte. Sus manos me dejaron arena entre el pelo y yo me fijé en las minúsculas marcas que otros granos de arena habían dejado en sus brazos y en su cara, aunque en las mejillas se le confundían con la barba incipiente. Cuando dijo que se iba yo volví a decirle “te quiero”, y creo que él también me lo dijo.

Salí a despedirme al paseo marítimo. Escondida, observé cómo fumaba apoyado en el coche, luego pisó el cigarrillo y entró. Lo vi alejarse. Su codo asomando por la ventanilla. Sé que es imposible, pero recuerdo haber visto las marcas de la arena aún en su brazo.

No supe más de él. Juan nunca me escribió. Yo nunca le escribí. La noche siguiente a la de la playa sé que hubo tormenta. No recuerdo ni relámpagos, ni truenos ni lluvia, pero cuando desperté, el aire olía a mar revuelto y a algas. Días más tarde, las mañanas comenzaron a oler a otoño.

Desde entonces he vuelto a decir “te quiero”, muchas veces tal vez. Pero dudo de que ni siquiera en una de ellas el significado haya vuelto a ser el mismo. Querer es tal vez el verbo más polisémico del diccionario. En realidad ¿qué he dicho desde entonces?: hazme compañía, quiero tenerte cerca, te necesito, dame tu sexo, quiero ser tu costumbre, te admiro… El amor es una sustancia poliédrica que crece y huye dentro de nosotros, y esas son sus caras. Sólo cuando nace es capaz de brillar en la noche.

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