La Historia nos recuerda siempre que es indolente e impecable con aquellos que creen que pueden reescribirla de cualquier forma o manera. Y quizás, a esta última e íntima satisfacción quiero hoy encomendarme como un penitente a las puertas de un viernes venerado, ante las puertas de un imperio imposible al borde de unos labios, que acabará bajo las fauces de otro domingo más, en el mismo hueco y en el mismo ataúd.
Primero fue la Democracia, después de haber superado los embates de la Pre-Historia. El control del fuego y de la energía, por parte de las élites arcaicas de aquella época: el dominio del metal a base de sangre y de conquistas. Todo fue superado por la necesidad inefable de contar con el pueblo para decidir sobre sus designios –aunque algunos no quieran reconocer que aquella Democracia sólo era válida para los ciudadanos y hombres libres en el ejercicio indescriptible del voto por y para ellos. Para una sociedad aristocrática que, otro siglo más, ostentaban el sometimiento y la denigración de los esclavos y de todos los extraños de aquellas tierras. Así pues, apenas con la ya bendita democracia entre las manos y en pleno uso so de ella, el pueblo romano invadió y arrasó todo lo que se encontró a su alrededor. Así, años más tardes, con un poco de chapa y pintura, los viejos dioses helenos de la memoria fueron suplantados por otros más jóvenes y fuertes –Mujeres, Hombres y Viceversa-, que mamaban de la misma loba –una metáfora platónica del hombre contra el propio hombre que despojaba a su pater de la esencia, simplemente, emulando las mismas vísceras y la misma voracidad con la que había creado la leyenda-. Así pues, con el vacío inexorable de los usurpadores latinos, después de la denigración y destrucción de la antigua Grecia, bajaron los bárbaros arremetiendo contra todo aquello que oliese a intelectualidad –se comieron incluso las vísceras de los dioses de Tsipras-, engulleron hasta la última utopía que aún quedaba en pie: decomisando hasta el último sueño impío que desafiase la mordaza y el redil. Y así fue como emergió Prevarico I El bueno. Y con él, todo aquel séquito de mortajas y ademanes que estaban dispuestos una vez más a acabar con todo aquello que presumiese u oliese a proletariado, para acabar convirtiéndose en siervos y vasallos al servicio del capitalismo: una nueva raza animal que sólo se conformaba con los despojos y las miserias de los hombres.