¿Por qué el juez García-Castellón pasea sólo a BBVA e Iberdrola por el plató de la Audiencia Nacional?

La vida privada de las personas no interesa a casi nadie o a muy pocos. Los ciudadanos más convencionales van a lo suyo y se preocupan por trascender sólo a los más cercanos, a la familia o, en su caso, a los amigos. Los hay también más cafeteros, egos saltarines que, en todos los ámbitos de la vida, quieren que sobre su figura se proyecte una luz incandescente y permanente.

Uno de los gremios que están en el punto de mira durante tiempo, además de la prensa rosa y de la política, son los jueces. De ahí que desde hace ya décadas se acuñara la expresión del «juez estrella». En algunos casos, ya el papel cuché se acerca a los tribunales con portadas de prestigiosas revistas del corazón protagonizadas por magistrados de larga melena.

El «patrón» de esta «nueva raza» no es un rey mago, aunque tenga por nombre Baltasar. Ahora, el heredero de Garzón en términos mediáticos es el juez «estrella» Manuel García-Castellón que tan pronto pasea por el banquillo a un «podemita» ligón, prófugo de la política, como a un directivo de éxito de una gran compañía eléctrica.

Los jueces, aunque a veces lo duden, son mortales, si bien su capacidad de influencia (no es menor la de dejar libre o privar de libertad, dignidad  y honor  a alguien) y su permeabilidad con los aledaños del poder y la política les puede convertir repentinamente en héroes o en villanos. La mayor responsabilidad de un juez es impartir justicia justa siempre, independientemente de quien sea el denunciante o el denunciado y sorprende que en España muchos jueces sepan de antemano que no van a poder ascender en sus carreras ni por sus méritos ni por, precisamente, cumplir con su obligación de impartir justicia justa.

Todo ello, evidentemente, dentro de una situación en la que el pueblo, en vez de confiar en su judicatura, desconfía, sobre todo cuando hay poderosos de por medio. Eso no puede ser así en una democracia en la que el tercer poder, al igual que el legislativo y el ejecutivo, no tiene la responsabilidad que da el control de la ciudadanía.

Llegará un día en que eso sea posible con un sistema de elección absolutamente democrático y en el que para acceder a determinados puestos de la Administración de Justicia no sirva sólo el mérito de los años trabajados sino también el análisis de las decisiones dictadas y su valoración sobre si se cumplió con la ley, (Igualdad Legal) o se buscaron atajos para retorcer los textos que, en teoría, deberían igualar a toda la ciudadanía, para favorecer tales o cuales intereses de los poderosos. Por desgracia, en España hay demasiados ejemplos de esto último.

Hay jueces, sobre todo a medida que alcanzan instancias superiores, que se muestran como divos. Hay que remontarse hasta 1996 para encontrar a un «juez estrella» juzgado y condenado por prevaricación continuada y detención ilegal. Un pájaro. Después hubo nuevos jueces que desfilaron por la política, la judicatura, la diplomacia y que han sufrido cierto vapuleo público.

Una estrella rutilante sobrevenida es el juez Manuel García-Castellón. A nadie interesa su vida privada, ni los cafés de los domingos con sus amigos más allegados, empresarios o comunicadores,  o sí, como diría Mariano Rajoy. Tras su periplo de embajadas, París y Roma, (mucho se ha escrito sobre sus idas y venidas) ha vuelto al foro madrileño que recuerda en la actualidad a las cacerías humanas del foro romano. El comisario Villarejo y su amigo «el Polla» le han colocado en el centro del mapa de la atención nacional.

No hay escándalo o proceso de corrupción en España en el que no esté metido García-Castellón. Por ello muchos le siguen tanto cuando inopinadamente deniega diligencias, como cuando las abre. Ahora archiva el Caso Dina, con el que se zarandeó a Pablo Iglesias Turrión, mientras prorroga los días de calvario mediático con el BBVA e Iberdrola. Suerte en su enorme trabajo porque seguro que la ha de necesitar.

Si se observa la ingente cantidad de causas que García-Castellón ha de despachar da hasta lástima. Dejó una ciudad hermosa, inmortal, la capital de imperio romano, y un mejor sueldo por meterse al barro. En fin, debe ser que a cualquier servidor público nunca le importa perder.

La Justicia española, sin embargo, pasa por malos momentos. El Tribunal Supremo se ha convertido en un escenario furibundo de lucha política. Es el principal plató mediático del descrédito nacional y judicial. Allí nadie da un paso atrás en la ignominia, ni los grandes partidos españoles mueven un dedo para prestigiarlo.

De la reputación de la Audiencia Nacional mejor no hablar. La judicatura, hoy, podría hacer suya la frase sobre la prensa atribuida a Ernest Hemingway: «No digas a mi madre que soy periodista, la pobre cree que trabajo en un burdel».

Las tabernas españolas son también patria de la democracia, prensa directa y callejera. Allí se fermenta el cambio de voto de millones de españoles para, tristemente, volver al mismo lugar. Allí se imprime el billete en negrita de un rey humillado en el autoexilio, se critica a una clase sindical endogámicamente maloliente, y se observa con nitidez el conchaveo interesado de la política y la justicia. Se saca brillo al nefasto vuelva usted mañana de la administración y se ofende la maternidad de la Siri digital que todo lo resuelve.

Por fortuna, cada día sale el sol y nos pone a todos en nuestro lugar. No es cuestión de ética, ni de tabernas, ni de burdeles, ni de justicia. Solo de tiempo. Todos somos jueces y reos de la realidad.