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Pío, pío que yo no he sido

Jesús Ausín
Jesús Ausín
Pasé tarde por la universidad. De niño, soñaba con ser escritor o periodista. Ahora, tal y como está la profesión periodística prefiero ser un cuentista y un alma libre. En mi juventud jugué a ser comunista en un partido encorsetado que me hizo huir demasiado pronto. Militante comprometido durante veinticinco años en CC.OO, acabé aborreciendo el servilismo, la incoherencia y los caprichos de los fondos de formación. Siempre he sido un militante de lo social, sin formación. Tengo el defecto de no casarme con nadie y de decir las cosas tal y como las siento. Y como nunca he tenido la tentación de creerme infalible, nunca doy información. Sólo opinión. Si me equivoco rectifico. Soy un autodidacta de la vida y un eterno aprendiz de casi todo.
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Se ha sentado de nuevo en la incómoda silla de plástico de la sala de espera. La enfermera simpática le ha dejado una botella de agua que ha pagado ella y que ha sido tan amable de ir a buscar a la máquina de vending del pasillo. Con la botella, le ha traído la noticia de que debe seguir esperando. La ambulancia, no ha llegado. Y ya van, ¿cuántos retrasos? No los lleva por cuenta. Llegó al hospital a las 11 de la mañana para una sesión de radioterapia que debía comenzar a la una de la tarde. En media hora podría haber vuelto a casa, pero a las dos, que era cuando deberían haberle venido a buscar, como le anunciaron cuando le dejaron en la puerta del hospital, un celador se acercó a Arconio, al que ya conocen como si fuera un trabajador más, y le dijo que tuviera paciencia que hoy era un día extraño y que un percance mecánico había averiado la única ambulancia que presta el servicio de traer y llevar a enfermos desde su domicilio al hospital y viceversa. Tardarían un poquito más de lo habitual. Mauricio, el celador se despidió de Arconio a las tres y veinte de la tarde cuando, ya vestido de calle, se iba para su casa. Justo antes, había llegado la chiquita morena y menuda, que siempre anda deprisa y que es todo un amor, y le había saludado extrañada. ¿Pero, todavía estás aquí, Arconio? Le había preguntado un tanto sorprendida un tanto cínica a modo de saludo. Parece que hay problemas, le respondió él. No te preocupes que seguro que están al caer.

Pero habían dado las cuatro y después las cinco y la ambulancia no llegaba. Alma, la enfermera complaciente y siempre agradable, se había colado en la cocina y le había traído un café y unas galletas de las de la merienda. Arconio, cuando acabó el turno de mañana, llevaba sin probar bocado desde el desayuno de las ocho. Luego se le habían acabado las monedas con las que había ido sacado un café, un sándwich de plástico y una botella de agua para comer. Nadie del turno de mañana le preguntó si había comido o si se encontraba bien. Mauricio, el celador, era el único que, de vez en cuando, le hablaba para tranquilizarle y mentirle asegurándole que la ambulancia estaba a punto de llegar. No lo hacía de mala fe. Le daba pena un hombre tan mayor y solitario. Por otras ocasiones ya sabía que Arconio era viudo, que no tenía hijos y que vivía sólo. También que iba allí una vez por semana a radioterapia. Tenía un cáncer en la cadera. Un maldito cáncer que habían tardado casi dos años en diagnosticarle. Primero porque la infinidad de médicos de familia que vio en el ambulatorio, cada semana que pedía cita era uno distinto, no le dieron importancia. Y segundo, porque cuando le entregaron volante para el traumatólogo, la cita fue para once meses después. Las pruebas de radiodiagnóstico fueron casi inmediatas, pero el escáner que hubo que hacerle tardó otros seis meses más. Total que cuando vieron lo que tenía, el cáncer estaba bastante extendido.

Arconio no le echa la culpa a los médicos. Siempre le han tratado bien. Pero él tiene 74 años y ha vivido otros tiempos. Sabe por experiencia que cuando trabajaba, aparte de venir el médico a verte a casa si estabas enfermo, tu médico de cabecera te conocía de toda la vida. Sabía hasta lo que comías y bebías. Y por supuesto, jamás se le hubiera pasado por la cabeza que un tipo que nunca se ha quejado por nada, insistiera tanto en que le dolía la cadera. Entonces una visita al especialista de urgencia eran dos días como mucho, no once meses. La culpa es del gobierno, dice Arconio. Y lo dice como quién le echara la culpa al arcángel San Gabriel. Como si el gobierno no fuera también ese al que él da la razón cuando envía a la policía a Cataluña porque se quieren separar, como él dice, o a Cádiz, contra los tumultuosos vagos que quieren que todo el mundo haga huelga, cuando lo que hay que hacer es levantar el país. Como si el gobierno no fuera también el que ha dejado la sanidad en unas condiciones tan paupérrimas que nadie quiere ser médico de familia por el exceso de trabajo y las condiciones estresantes de ese trabajo. Cómo si no hubiera sido el gobierno el que comenzó a contratar con la sanidad privada dejando la pública tiritando y ahora ya no funciona ni con una, ni con la otra. Como si no fuera el gobierno el que se gastó el dinero público en construir hospitales que dejó en manos privadas para que un servicio público básico se convirtiera en un negocio de unos cuantos amigos. Como si no fueran esos, a los que sonríe desde la butaca del salón de su casa, frente al televisor dónde pasa horas y horas muertas todos los días, los que pregonan a todas horas desde las tertulias de Telecinco, Antena3 o RTVE lo La Sexta, que lo público es un agujero sin fondo y lo privado la panacea, los culpables de que lleve ahí más de siete horas sentado en una silla de plástico de una sala de espera matando el tiempo a base de recuerdos, esperando a que llegue la maldita ambulancia, [privada] que le devuelva a la tranquilidad de su casa.

Son las diez y veinticinco de la noche. Alma, la enfermera amable le pregunta si necesita algo. Él, por vergüenza torera, le dice que no, aunque ya no tiene agua y el café y las galletas de la merienda ya ni estén en su cuerpo. Ella se despide de él con ojos vidriosos y le desea que la espera sea corta. Arconio le da las gracias.

Aún tardarán hora y media más en venir a buscarle.

*****

Pío, pío que yo no he sido

Cada vez estoy más cansado. Y no sólo es físicamente que tendría explicación por la edad, el calor o el puñetero Covid que nos ha dejado tocados. Es un cansancio mental. Un cansancio que se alimenta de la coyuntura que hemos dejado que sea el devenir de nuestras míseras vidas. Y propio de no ver la TV, ni escuchar la radio convencional, lo que al principio fue una liberación, se ha convertido en un inmenso dolor porque la realidad es mucho peor de lo que me temía y he llegado a la conclusión de que estamos en el fin de un periodo, en un largo camino que, como dicen en mi pueblo, es peligroso y con curvas.

Como comentaba el otro día Antonio Aretxabala, estamos inmersos en una guerra que no es contra Rusia sino en contra de la vida. Los que tenemos que ir al mercado semanalmente nos hemos dado cuenta que no solo son las gasolinas las que han aumentado el precio exponencialmente. Brevas a 10 € kg. Fresquillas y Nectarinas a 7 €, Cerezas entre 6 y 12 euros kilo y hasta una sandía de 7 kg por encima de los 20 euros. El pescado empieza a ser artículo de lujo. Una pescadilla a 11 euros y el salmón y los calamares a 22. La carne, salvo que estés todo el día comiendo sobras, por las nubes (Filetes de cerdo a nueve euros, de ternera a 18 y el solomillo a más de 50). Los filetes de pollo a 7 euros el kg, y un pollo entero de kilo y medio a 7,5 euros. Los huevos por encima de los dos euros la docena. Veo puestos que antes los sábados estaban a rebosar vacíos o con un par de clientes. La única pescadería del barrio que echabas la mañana del sábado para comprar, ahora apenas si tiene cinco clientes en espera. Con todo, cada día que tengo que ir presencialmente al trabajo, veo kilométricas colas en la M-40. Las terrazas de los bares siguen estando a rebosar y todos permanecemos impávidos como si nos hubiera dado un aire. Han preferido la guerra antes de cambiar el modelo económico y la mayor parte de los modorros que tenemos en la puerta de aledaña, aplauden como imbéciles un conflicto en el que pierden ellos (nosotros), y que, además de llenar los bolsillos de los grandes traficantes y comisionistas de armas, nos está llevando a la ruina absoluta y a la miseria ecológica.

Tenemos una vaga idea de que estamos por el mal camino, pero parece que todos somos inocentes. Buscamos exculpar y apaciguar nuestras almas alejando la culpabilidad a entes inertes como el gobierno, las multinacionales o los poderosos, mientras nosotros seguimos ciegos sus indicaciones y participamos de la fiesta de la destrucción de nuestro entorno y nuestra sociedad. Creemos que nuestros actos no tienen consecuencias y que sin embargo los del vecino inciden directamente en los males de este sistema especulativo. Nadie es culpable de haber votado y sobre todo de reírles las gracias y no pedir responsabilidades a quiénes durante décadas nos han estado engañando prometiendo el maná para quitarnos hasta el agua de los floreros. Nadie es culpable de que durante décadas, se fuera cambiando el modelo sanitario, tornillo a tornillo, hasta llegar al modelo anarkoliberal madrileño dónde, desde ya, en los ambulatorios han sustituido a los doctores en medicina, en el mejor de los casos, por profesionales de la enfermería, y en el peor, como dice la mermada y disfuncional presidenta de la CAM, no hay mejor médico que uno mismo, ni mayor red sanitaria que la casa de cada uno de los habitantes de Madrid. Nadie es culpable de haber dejado la educación en manos de colegios religiosos que han provocado que hoy, los chavales veinteañeros, en general, sean mucho más machistas que sus padres e incluso que sus abuelos. Nadie es culpable de querer presumir ante los demás porque sus hijos estudiaban en La Salle o en los Mártires Concepcionistas en lugar del Colegio Público Rubén Darío o del IES Antonio Machado. Nadie es culpable de consentir que las empresas ya no busquen fabricar productos mediante el salario justo de los trabajadores, sino especular con sus acciones, con la venta de una imagen ficticia y con la especulación para beneficio de directivos a través de la deslocalización, la merma de derechos laborales y el puteo general de la mano de obra. Lean ustedes este artículo y háganse una idea.

Nadie asume las consecuencias de habernos convertido en borregos laborales que dejaron que se fueran por el sumidero aquellos derechos conseguidos a lo largo de varias revoluciones como la de Mayo del 68 o como las huelgas de la segunda mitad de los 70 en España cuando además del puesto de trabajo te jugabas en la calle un tiro por la espalda, una noche de pasión en los bajos de la DGS o la caída accidental desde la ventana de un quinto piso. Hemos preferido las migajas de hoy que han provocado el hambre general del mañana, a los beneficios para todos mediante el sufrimiento de la huelga de un tiempo finito. Y ahora es casi imposible activar a los trabajadores porque como les ha ocurrido a los compañeros de Tubacex, a pesar de haber resistido y ganado, llegaron más tarde las represalias gubernamentales a través de las acusaciones de desórdenes públicos.

Todos tenemos conciencia de que las cosas están mal, de que los servicios públicos se han convertido en negocios de unos pocos que dejan atrás el servicio y sólo están para llevarse el dinero con el que la administración subvenciona el coste más elevado que si se prestara directamente desde la propia administración. Pero nadie parece relacionar causa con efecto, acción con consecuencia, pasividad con toreo de personas. La mayor parte de nuestros vecinos están de acuerdo con que la sanidad pública y universal es el mejor de los sistemas sanitarios posibles. Y sin embargo, muchos de ellos, por no decir, casi la totalidad, se irían sin pensarlo a USA, dónde una simple consulta por una herida superficial te quita el salario de una semana. Si tienes la desgracia de tener que operarte la ruina es inminente. Un país en dónde la esperanza de vida está por debajo de la de 45 países entre ellos, Cuba. Y en gran parte es por el sistema sanitario.

Mientras escribo estas líneas estoy a la fresca de un aire acondicionado, que ya veremos si al final de mes puedo pagar. Fuera hay treinta y seis grados. Y se esperan máximas de 40 – 42 los próximos días. Sí, estamos a mediados de junio, y es Madrid. Pero ni estamos en verano ni puede ser normal que ya a finales de mayo empecemos a superar los 35 grados en estas latitudes. La guerra ha hecho que la vida se haya encarecido considerablemente. Pero como es una guerra contra el cambio de modelo, estamos perdiendo todos nosotros. Porque el modelo de lucha contra Rusia supone más deforestación, más consumo de energías sucias, mas incremento de CO2, más cambio climático, más sequía, menos cosechas, más hambre y pobreza y la ruina mundial.

Veo en Twitter imágenes de una marcha multitudinaria que se dirige a la frontera de USA y que quiere cruzar México. El vídeo impresiona. Pero sólo es el principio de lo que va a empezar a suceder en todo el planeta como se confirmen los peores augurios de hambre, necesidad y pobreza generalizada. ¿Cómo piensan parar a esta gente en las fronteras? ¿Les van a disparar a bocajarro?

Sigan ustedes creyendo que el problema es de los demás y que están a salvo. Desde luego, son mucho más felices. En sus últimos minutos Jorgen Bronlund también estaba feliz.  Después de tanta penuria, ya no sentía frío y sin embargo murió congelado en su cueva refugio de Groenlandia.

Salud, feminismo, ecología, república y más escuelas públicas y laicas.

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