viernes, 29marzo, 2024
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Pesadilla

Jesús Ausín
Jesús Ausín
Pasé tarde por la universidad. De niño, soñaba con ser escritor o periodista. Ahora, tal y como está la profesión periodística prefiero ser un cuentista y un alma libre. En mi juventud jugué a ser comunista en un partido encorsetado que me hizo huir demasiado pronto. Militante comprometido durante veinticinco años en CC.OO, acabé aborreciendo el servilismo, la incoherencia y los caprichos de los fondos de formación. Siempre he sido un militante de lo social, sin formación. Tengo el defecto de no casarme con nadie y de decir las cosas tal y como las siento. Y como nunca he tenido la tentación de creerme infalible, nunca doy información. Sólo opinión. Si me equivoco rectifico. Soy un autodidacta de la vida y un eterno aprendiz de casi todo.
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Al otro lado de la calle, todo es completamente distinto. Sobrepasados los grandes edificios de doce plantas se descubre una maraña de casas bajas, calles estrechas, con casas apiñadas que se sostienen en pie por simpatía. Fachadas achuchadas, estrechas y diferentes unas de otras. Si el rostro es el espejo del alma, la fachada es el reflejo de la capacidad económica de quienes habitan las casas. Desconchones, que abren vista a un ladrillo ajado y rojizo, conviven con azulejos brillantes que informan del mal gusto que da la superioridad económica. El azul imitación del antiguo lapislázuli, convive con el amarillo ocre, el verde gema y el blanco andaluz. Pero lo que más se lleva en el barrio es el color cemento lavado por la lluvia y descolorido por el sol de los años. El color de los pobres que sufren la vida como pueden. El de la pensión no contributiva que apenas da para comer y pagar la luz que consume la televisión. El color del frío del invierno sin calefacción. El del verano que se cuela por las finas paredes desprotegidas del revoque que mete en casa el infierno de Madrid.

Pero no siempre fue así. El barrio, conocido popularmente por “Las Domingueras” fue ejemplo de solidaridad y convivencia. Sobre un lodazal insalubre desecado, que el Instituto Nacional de la Vivienda concedió mediante hipoteca a sus colonizadores, en un plan llamado de “urgencia social”, unos doscientos jóvenes, en su mayor parte albañiles y peones, construyeron con sus propias manos y con materiales a veces comprados, a veces conseguidos de las propias obras en las que trabajaban, sus viviendas unifamiliares en las que formar un hogar. Unos ayudaban a los otros. Trabajaban durante los fines de semana. Sobre todo los domingos porque era el único día que libraban en la obra. Todos construían la casa de todos. Todos ayudaban a los demás. El que sabía, aconsejaba al que tenía menos instrucción. Y el que tenía más fuerza, levantaba la masa del que apenas podía con su cuerpo harto de trabajar o en mal estado físico por enfermedad. Y así consiguieron un confortable barrio de casas bajas unifamiliares con un patio trasero en el que poner flores que les recordara a su pueblo. Casas todas iguales, todas uniformes, todas del mismo tamaño. Y así fue durante algún tiempo. La mancomunidad formada a la finalización de la obra, se ocupó primero de hacer un sorteo que repartiera las viviendas, y después, el lugar desde el que hacer las reivindicaciones al ayuntamiento para la urbanización del barrio, sin el peligro de acabar apaleado o en la cárcel. Del mismo modo, funcionaba también como sanedrín mancomunal que velaba por que todo el mundo continuara con el principio con el que se construyeron las casas: la igualdad, la solidaridad y la uniformidad.

Poco a poco, fueron cambiando las cosas. A todos la vida no les trata igual. Y conforme fue pasando el tiempo, el individualismo, las ganas por ser diferente, por hacerse notar, fue arrinconando el compañerismo y la solidaridad. Los roces típicos de vecinos, una veces, otras el ansia por destacar sobre el adyacente, fueron modificando la convivencia en el barrio. Como consecuencia, la uniformidad empezó a quebrarse. Unos, construyeron ilegalmente en el patio, acorde a las necesidades familiares que fueron agrandándose. Otros, conforme la premura de repasar las fachadas fue surgiendo, comenzaron a sustituir la pintura por ladrillo visto. Otros directamente con azulejos. Otros siguieron pintando pero con los colores a capricho, sin seguir las normas primogénitas aprobadas en asamblea. La solidaridad y el compañerismo de los que habían hecho gala para poder construir el barrio, se fue esfumando. Cada uno a su libre albedrío.

Y así malviven hoy en día. Problema estructurales de las viviendas en peor estado de conservación inciden directamente en la salubridad de las viviendas vecinas que ven como la humedad y el frío acaban pasando a sus casas sin que puedan evitarlo. Patios abandonados que otros vecinos y transeúntes utilizan como basureros y escombreras, inciden directamente en todas las casas vecinas que se llenan de malos olores, de hormigas, de cucarachas,… El individualismo ha hecho mejorar las casas de unos pocos. Los más, los que tuvieron mala suerte, los que cayeron enfermos, las que se quedaron viudas con una pensión que no da ni para arroz y patatas, malviven entre desconchones, entre amargos rodales negruzcos de humedad, en una vida que pasa lenta frente a la pantalla del televisor.

Si preguntas, todos tienen miedo a que el barrio acabe cayéndoseles encima. Pero ninguno cree que su casa vaya a ser la primera. Y lo que es peor, ninguno cree que haya que cambiar nada.


 

Pesadilla

 

Veía el otro día en la 2 de RTVE, un documental realizado por Michel Moor, cuyo título es todo una presentación de intenciones: “¿Qué invadimos ahora?” Puedes verlo en youtube (si no lo quitan porque me resultó impactante la advertencia de la plataforma de que el vídeo puede ser inadecuado para algunos usuarios) o en a la carta de RTVE.

Me resulta altamente peculiar como a todo el mundo le gustaría acabar viviendo en USA. Todo el mundo quiere el sueño americano. Aunque la realidad establezca que para el 99% es una pesadilla más que un sueño. Porque en realidad lo que a todo el mundo le gustaría es ser Bill Gate del que la leyenda dice que salió del garaje de su padre para convertir Microsoft en una multinacional que le ha llevado a ser una de las personas con más patrimonio. O Jeff Bezos, que también desde un garaje ha montado el mayor emporio comercial del imperio que le ha convertido en la persona más rica del mundo (según una revista para pobres llamada Forbes). Pero nadie quiere ser Jonathan Kazinsky que malvive con su mujer y sus dos hijos, hacinados en el garaje de sus suegros porque les quitaron la casa, que trabajan (tanto él como su mujer) diez horas al día, sin seguro médico, sin vacaciones para pagar una deuda universitaria que les impedirá que jamás sean libres. Nadie quiere ser Pedro Cruz, veterano de Irak que se vadea por las calles neoyorquinas agarrado a su botella para poder olvidar el horror de la guerra. Ni tampoco Claudia Sweet, que víctima de una sociedad hipócrita y mojigata que cree que la educación sexual es pornografía, ha sido madre a los dieciséis años y acabará viviendo, sola con su prole, en una caravana de seis metros cuadrados plantada en mitad de la nada. Ni Rosalinda González que dejó una muerte segura en Honduras y sobrevive limpiando casas de señoritos en California evitando continuamente a la policía para no ser deportada y rezando a su diosito para no caer enferma porque no puede pagar ni el hospital, ni las medicinas. Ni desde luego, creo que nadie quiera ser Nelson Mcground, un joven al que detuvieron por ser negro y metieron en la cárcel con dieciséis años por llevar medio gramo de marihuana en el bolsillo, convirtiéndole en un delincuente habitual al que le han despojado hasta del derecho de voto. Nadie quiere la vida real de un sistema basado en el individualismo, la insolidaridad y el puteo constante. Nadie quiere ser esa persona que, atrapada en el metro con una pierna masacrada, se niega a que llamen a una ambulancia porque no puede pagarla. Porque en realidad el sueño americano simplemente consiste en ser rico.

El documental de Michael Moore cuenta en tono patriótico americano (eso no le falta ni al díscolo Moore, muchas veces denunciado por antipatriota) como funcionan aquellas cosas de la vida que hacen a una nación ser líderes mundiales (la educación finlandesa, el trabajo en Alemania, la seguridad social y las vacaciones pagadas en Italia, la universidad gratuita de Eslovenia,…) Todas ellas tienen un nexo común y fueron, según Moore, inventadas y olvidadas por los americanos. Todas esas cosas que hacen mejor una sociedad se basan en la justicia social, la solidaridad y el bien común.

Mientras veía el documental, no pude dejar de pensar en la estupidez humana que se comporta como el burro de la famosa imagen que persigue la zanahoria atada a un palo y que nunca acabará recibiendo. Nos hemos convertido en seres egoístas e individualistas que creen que algo altamente improbable como ser Jeff Brezos nos acabará pasando a nosotros (eso si por infusión divina). Y para ello, somos capaces de respaldar y soportar recortes en nuestras vidas como han hecho en España y en Grecia, que se destrocen los servicios públicos y que el estado acabe protegiendo a los poderosos.

El manejo y creación de crisis económicas que provocan miedo e inseguridad en el ciudadano, es el arma que gestionan los indecentes abyectos para contener a la población. Es la forma que tienen de salvaguardar sus intereses. Para ello, acaban transformando la solidaridad en individualidad a base de mantras y eslóganes como “hay que ser un triunfador”, “sólo los triunfadores perviven”, “hay que dejarse la piel”, “el empleado de la semana”,… Eso empieza creando una competitividad insana que acaba por convertir la sociedad en individuos capaces de pisar al otro para conseguir estar un status superior. Es el ansia de tener por tener. El de presumir ante los demás y dejar en evidencia a tu compañero de colegio, a tu vecino, incluso a tus hermanos. Pero una sociedad egocéntrica como la que padecemos es el calvo de cultivo en el que se engendran los fascismos. El miedo acaba cerrando la mente y convirtiendo a tu vecino en tu enemigo.

El capitalismo ha desparecido. Se ha transformado en un sistema despiadado y cruel en el que no importan las personas. Es el hijoputismo especulativo. No es necesario dar nada a cambio para conseguir tus objetivos si puedes obligar a los demás a que lo hagan gratis. Lo importante es ganar a toda costa. Ese lema, puntal del sistema que llena el mundo de engreídos y despiadados individuos sin escrúpulos acaba tensando las relaciones comunales, aumentando el egoísmo e incidiendo en la generalidad de la comunidad que ve como aumentan los pobres y empiezan a tener repararos contra los distintos. Eso a su vez, incrementa el miedo y la inseguridad que acaban desembocando en fascismo, xenofobia y nacionalismo.

Cuando nos encontramos con situaciones como la que vivimos estos días, en la que, a base de triquiñuelas legales los barcos humanitarios Aita Mari, y Open Arms, son obligados a permanecer amarrados por la falta de permiso para navegar, muchos respiran pensando en la (falsa) seguridad que les trasmite la situación. Si no pueden navegar significa que tampoco traerán migrantes. Hemos convertido principios morales como la obligatoriedad de salvar una vida sin preguntar cuál es su condición, situación o procedencia, en una cuestión de interés político. Si a eso le sumamos que al gobierno no le gusta que acaben trayendo a España a los que han salvado en los naufragios y que a la Unión Europea le gusta aún menos que sean testigos de sus chanchullos en Libia dónde todo genocidio es válido si con ello se puede conseguir petróleo y evitar el embarco masivo de migrantes, el hijoputismo despiadado es el summun de la indecencia. Si además el gobierno de España que prohibe navegar a los barcos dice ser socialista y defensor de los DDHH, el cinismo y la incoherencia hacen que a muchos se nos revuelva el estómago.

Este sistema deshumanizado en el que todo se pospone, todo es secundario en pos del beneficio económico (que por supuesto sólo llega a ese 1% de la población) es tremendamente fascista. Porque el fascismo ya no es ejército, invasión y campos de concentración. El fascismo ahora se ha renovado y habla de democracia y libertad para sus ciudadanos. Pero mientras todo se dice hacer en nombre de la democracia, se deja que miles de seres humanos mueran en un gran campo de concentración en el que se ha convertido el Mediterráneo, se expulsa a los que acaban de llegar o se permite que estados piratas como Libia acaben sentenciando a muerte a personas inocentes para evitar que lleguen a Europa. Todo sin contar con sus ciudadanos a los que manipulan y adoctrinan en la xenofobia y el fascismo a base de miedo y de noticias sesgadas y manipuladas en la televisión. Mientras hablan de libertad, dejan a la gente sin recursos con los que poder comer, calentarse o disfrutar del tiempo libre. Mientras hablan de igualdad, se privatiza la sanidad y la educación, impidiendo que los que no puedan pagarla tengan las mismas oportunidades. Mientras hablan de democracia y legalidad vemos como se han rescatado bancos con dinero público mientras se abandona a las personas, se las deja en la calle, incluso como en USA se les expulsa del hospital antes de la recuperación porque no pueden pagar la factura.

El futuro es oscuro. Solo hay una luz entre tanto presagio maligno: la lucha feminista. En Islandia el único banco que no quebró fue el dirigido por mujeres. El primer país en encarcelar a sus banqueros y en salir de la estafa del 2008, que estaba gobernado por mujeres. Allí es obligatorio la paridad en los consejos de Administración de las empresas.

El futuro será feminista o no será. Porque ellas no están todo el día mirando quién la tiene más larga. Ellas miran por el interés común.

O empezamos a asentir y ayudar al empoderamiento femenino, o volveremos a repetir la historia sangrienta. Porque el fascismo solo trae muerte y desolación.

 

Salud, república y más escuelas públicas y laicas.

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