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Pérez-Reverte y los simplismos históricos

Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos
Doctor en Historia
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análisis

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Los historiadores jugamos en campo contrario, es preciso admitirlo. Un buen libro de historia es un equilibrio perfecto entre el fondo y la forma, como bien nos muestran los autores anglosajones. Por desgracia, en la época en que vivimos, solo cuenta la buena pluma. De ahí que, ante la opinión pública, no importen tanto la seriedad y las muchas lecturas como un titular escandaloso. En este difícil arte de llamar la atención, quien duda de que Arturo Pérez-Reverte ha alcanzado cotas de excelencia difícilmente superables. Él es un antiguo corresponsal y un extraordinario novelista, pero no un historiador profesional. Su recreación de la España del Siglo de Oro, en la mítica saga del capitán Alatriste, tiene más que ver con Larra o la generación del 98 que con lo que sucedió en tiempos de Lope y Velázquez. Nos hallamos frente a un relato mítico que trasmite, sobre todo, una enseñanza moral, el tópico del buen vasallo que merecería mejor señor. España, una vez más, como un lugar maldecido por el destino en forma de pésimos gobernantes.

No piense el lector que esta crítica es forzosamente un reproche. A los creadores de ficciones hay que valorarlos por su garra literaria, no por su exactitud histórica. Pérez-Reverte, sin duda, es un maestro a la hora de brindarnos tramas absorbentes y personajes inolvidables. El problema es esta tendencia nuestra a exigir que los libros sobre el pasado se lean “como una novela”, obviando que el escritor y el historiador cultivan géneros distintos. El primero ha de ser verosímil, el segundo veraz. Esa veracidad significa, entre otras cosas, que no debe seleccionar los hechos como le da la gana en función de una necesidad narrativa o ideológica.

La cosa no sería tan grave si tanta gente no diera por sentado que puede aprender historia con una dieta a base de narrativa y con exclusión, por rigurosa prescripción facultativa, de las malditas notas a pie de página. No, de ninguna manera. A una novela hay que pedirle que nos entretenga, que nos emocione o, en el mejor de los casos, que nos deslumbre con sus artificios estéticos. No esperemos encontrar en ella un atajo para saber historia sin tomarnos el trabajo de estudiarla. De ahí que podamos disfrutar de Pérez-Reverte como el Dumas español que es, pero no confundirlo como un oráculo en arduas cuestiones académicas. Veamos, por ejemplo, su tratamiento de la antigüedad clásica. En El pequeño hoplita propuso un relato infantil que sitúa a un niño imaginario en la batalla de las Termópilas, el enfrentamiento entre un reducido grupo de espartanos y un ejército persa abrumadoramente superior. Como único superviviente, él será el responsable de escribir la gesta de los hombres de Leónidas para que no pierda su memoria histórica. En esto, el personaje recuerda mucho a Iñigo Balboa, el pupilo Alatriste. Iñigo también es el más joven y, en su caso, deberá contar lo que fueron los Tercios.

Siempre polémico, Pérez-Reverte suscitó con esta pequeña obra una amplia controversia. En twitter, fueron muchos los que pensaron que El pequeño hoplita resultaba poco apropiado para un público de corta edad por insistir en la idea de la vida como una lucha. Las críticas partían, cómo no, de un concepto moralista y políticamente correcto. Los niños serían tan frágiles y tan estúpidos que hay que cubrirlos con una manta espesa para que no puedan ver los horrores del mundo. Como dice Homer Simpson, ya tendrán ocasión de saber lo que es la muerte cuando pierdan a un ser querido. ¿Para qué van a aprenderlo, de manera vicaria, a través de la literatura?

Lo malo del escritor cartagenero es que es tan gran novelista como antipático en sus pronunciamientos públicos. Eso explica que mucha gente le deteste sin tomarse el trabajo de leer sus libros. Él mismo, con esa tendencia suya a apagar fuegos con gasolina, alimenta su propia leyenda con el peligro, muy real, de convertirse en su propia caricatura. Veamos, por ejemplo, su intervención a propósito de 300, la película de Zack Snyder sobre las Termópilas. Aunque reconoció que aún no había visto la cinta, Pérez-Reverte se puso, en términos inequívocos, del lado del bando griego.

“Eran los nuestros”, afirmó en uno de sus artículos. Los guerreros de Esparta habían hecho posible la libertad de Europa frente a la tiranía. El reduccionismo, para cualquiera que sepa algo de la Antigüedad, salta a la vista. ¿De verdad nuestros países democráticos pueden reconocerse en una ciudad donde no se permitía la disidencia política, una ciudad que ha pasado a la historia como encarnación del militarismo más brutal? Como decíamos antes, la historia es la historia y la literatura es la literatura. No hagamos mezclas innecesarias, sobre todo cuando conducimos un viejo automóvil que debe llevarnos a tiempos y lugares que no son los nuestros.  

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1 COMENTARIO

  1. Ni territorio comanche, ni la tabla de Flandes. Algo de la mujer narco, creo que era Reina del Sur, la parte en que expresa la psique es muy buena -buenísima- y el resto un panfleto. Me gusta en general Alatriste y en especial Corsarios de Levante, que es muy buena. No pude leer día de furia porque estaba escribiendo la historia gallega sobre el mismo conflicto histórico. No acepto influencia y tuve que posponer la lectura. Mi compadre me dijo que era un buen relato y me regalaba ese libro que aún no leí porque me enfadé con Arturo por ser tan jodidamente pijo y llevar clavada la bandera en su culo. Y me pareció muy mal su viaje a Irlanda para saber de Lugh o Brigit y restantes dioses galaicos. Ire-land o tierra de Ith, sobrina de Breogán que ya supone un mito aquí pero que descansa sobre una verdad no sólo en Irlanda, sino en Escocia. Inglaterra y Gales – más calentitas tierras- se repoblaron antes y después desde la Bretaña francesa, pero parientes de los galaicos que tanto eran celtas como no, asentados en la cultura atlántica, en Galicia castrexa pero del arco atlántico, señor Pérez Reverte. Hay incluso un mapa genético con los dos halogrupos y ensayos geniales sobre sus costumbres. Y un arsenal de libros muy parecidos a los de los monjes irlandeses que enseñaron las historias que Arturo fue a buscar, en todas las Camelot europeas, que son una decena en otras tantas nacionalidades.
    Tengo que reconocer que no lo leí porque no me pasaba ese sabor a pus. Me lo regalaban y aprovechando que era nuevo lo regalé.
    Qué hermoso fue aquel papel de regalo, y no me importaba tanto el contenido.

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