Cierto es que en las elecciones del 20-D los españoles decidieron cargarse el bipartidismo PP-PSOE. Y lo hicieron porque, desde la Transición, nada más obtener la confianza de los votantes, ambas fuerzas políticas (al igual que otras de ámbito autonómico) la tomaban como un ‘cheque en blanco’ para hacer de su capa un sayo, llegando a orientar su acción política incluso en sentido contrario al del mandato comprometido con sus electores.

Pero, a pesar de esa advertencia ciudadana, que se puede convertir en otro varapalo electoral todavía más memorable para los partidos que insistan en esa mala praxis política, el desviacionismo de la confianza otorgada por la ciudadanía sigue vivo. Dicho de otra forma, a pesar de los propósitos de enmienda y de las promesas reformistas de unos y otros, la política nacional sigue anclada en el ‘más de lo mismo’.

Nada más constituirse las cámaras legislativas, los nuevos senadores y diputados no han perdido ni un minuto para forzar las normas que reglamentan la formación de los grupos parlamentarios, con criterios laxos o estrictos según le interese a los partidos mayoritarios. De esta forma, la representación ciudadana salida de las urnas se distorsiona -ahora igual que antes- para darle más o menos capacidad funcional a conveniencia.

El afán por retorcer la normativa afecta a la composición de estos grupos viene de lejos. Se inició en la III Legislatura (1986), cuando José Miguel Galván Bello, senador de las AIC (Agrupaciones Independientes de Canarias hoy integradas en CC), se sumó a los nueve del PNV para que este partido tan alejado de sus propios intereses territoriales pudiera formar grupo parlamentario (de Senadores Nacionalistas Vascos). Pero, ¿tenía algo que ver el político tinerfeño -antiguo militante de UCD- con la ideología y las aspiraciones de los nacionalistas vascos, que de forma significativa ya se habían abstenido en la votación para aprobar la Constitución de 1978…?

A partir de entonces, aquel precedente del Senado se reeditó en la Cámara baja en cinco ocasiones, aun con un reglamento más restrictivo al respecto. Y dándose la curiosa circunstancia de que, en cada una de ellas, la decisión de la Mesa del Congreso fue apoyada o rechazada alternativamente por el PP y el PSOE según conviniera a dichos partidos -y no a sus representados- mantener o alterar el criterio reglamentado; es decir, obrando sin el menor sentido de la ética y la estética parlamentarias.

El primer caso se produjo en la V Legislatura (1993), cuando la mayoría del PSOE respaldó que José María Mur, diputado del PAR por Zaragoza, se sumara durante unos meses a los cuatro diputados de CC sólo para poder constituir su grupo parlamentario. Algo que fue duramente contestado por el PP, entonces en la oposición, en base a un ajustado dictamen elaborado por Federico Trillo-Figueroa en el que la autorización emanada de la Mesa del Congreso se calificaba lisa y llanamente de ‘fraude de ley’.

No obstante, a continuación, en la VI y VII legislaturas, ambas gobernadas por el PP, este partido fue el que, modificando cínicamente su criterio previo, prestó a CC primero dos diputados por Navarra en 1996 (Jaime Ignacio del Burgo y José-Cruz Pérez Lapazarán) y después tres en 2000 (a los dos anteriores se sumó Eva Gorri). Entonces sería el PSOE quien sostuvo sin pudor alguno que la decisión del Congreso era un ‘fraude de ley’.

Aquellas protestas del PSOE no impidieron que acto seguido, en la VIII Legislatura (2004), dicha formación olvidara también su postura anterior para ceder a los mismos nacionalistas canarios dos diputados por Toledo (Alejandro Alonso y Raquel de la Cruz) con objeto de que volviera a formar grupo parlamentario sin la representación electoral propia exigida de forma reglamentaria. Así, quienes poco antes habían denunciado el fraude de ley con tanta vehemencia, pasaron de repente a afirmar que se trataba de una decisión ‘impecable’ de la Mesa del Congreso.

Más tarde, en la pasada legislatura, UPyD también pudo formar grupo en el Congreso incorporando en él al diputado de Foro Asturias Enrique Álvarez. Y sin olvidar que en 1979 el PSOE formó con sus 121 diputados nada menos que tres grupos parlamentarios distintos…

Ahora, justo cuando la ciudadanía ha expresado con duros castigos en las urnas su rechazo a una clase política incapaz de mantener la dignidad y el rigor institucional, el problema es llevado al extremo por una dirección del PSOE desnortada, con más ansias de poder que interés por recuperar la coherencia y el orden interno, malversando la confianza de sus electores para apoyar a fuerzas políticas extrañas con aspiraciones secesionistas.

Esta pura felonía política, camuflada como “cortesía parlamentaria”, se ha consumado cediendo cuatro senadores socialistas a dos partidos catalanes independentistas para que formen grupo parlamentario propio, facilitando así gratuitamente su proyecto de secesión de España (dos se dieron de alta en el grupo parlamentario de ERC y otros dos en el de DiL, la antigua CDC).

 

Los senadores socialistas que se han prestado a tamaña desvergüenza, propia de una democracia tercermundista, deberían quedar estigmatizados de por vida, por lo menos ante el electorado socialista al que han osado traicionar. Pero todavía es más repudiable la cara dura con la que Pedro Sánchez jugó a patriota de ocasión al presentar su candidatura presidencial a las elecciones del 20-D, exhibiendo en el Circo Price de Madrid -no en Cataluña- una gigantesca bandera de España como símbolo de la unidad nacional que decía defender…

Los chalaneos de Sánchez, comprando en el Senado el favor de los partidos independentistas para tratar de hacerse con la Presidencia del Gobierno, muestran lo poco que aprecia la unidad de España. Antes de pronunciar otra vez su nombre en vano, haría bien en lavarse la boca con lejía; pero sobre todo debería recordar que, después de la honradez, el mejor atributo de un político es la coherencia.

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