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Patriotismo minarquista: la imposible cuadratura del círculo

Guillermo Del Valle Alcalá
Guillermo Del Valle Alcalá
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y diplomado en la Escuela de Práctica Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía desde el año 2012. Abogado procesalista, especializado en las jurisdicciones civil, laboral y penal. En la actualidad, y desde julio de 2020, es director del canal de debate político El Jacobino. Colabora en diversas tertulias de televisión y radio donde es analista político, y es columnista en Diario 16 y Crónica Popular, también de El Viejo Topo, analizando la actualidad política desde las coordenadas de una izquierda socialista, republicana y laica, igual de crítica con el neoliberalismo hegemónico como con los procesos de fragmentación territorial promovidos por el nacionalismo; a su juicio, las dos principales amenazas reaccionarias que enfrentamos. Formé parte del Consejo de Dirección de Unión Progreso y Democracia. En la actualidad, soy portavoz adjunto de Plataforma Ahora y su responsable de ideas políticas. Creo firmemente en un proyecto destinado a recuperar una izquierda igualitaria y transformadora, alejada de toda tentación identitaria o nacionalista. Estoy convencido de que la izquierda debe plantear de forma decidida soluciones alternativas a los procesos de desregulación neoliberal, pero para ello es imprescindible que se desembarace de toda alianza con el nacionalismo, fuerza reaccionaria y en las antípodas de los valores más elementales de la izquierda.
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análisis

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Suenan tambores de campaña electoral. Y se suceden las declaraciones y propuestas. El otro día amanecíamos con la defensa del sistema de concierto económico por parte de Daniel Lacalle, gurú económico de Pablo Casado. Defenestrado el sorayismo, otra vez el PP real. Frente al PP pop, el PP rock, que dirían los forofos de bandera, aunque la música siga desafinando igual para los que creemos en la igualdad. No es la primera vez que dirigentes del PP guardan la bandera de España en la mesilla de noche cuando se trata de hablar de fiscalidad, esto es, de servicios sociales, de su financiación. Cuántas veces se defendió la política de dumping fiscal en el Madrid de Esperanza Aguirre, cuántas ocasiones hubo para recordarnos la inconveniencia de una armonización fiscal ¡a buen seguro al alza!, se decía, y por tanto socialista, antiliberal, que iba a atacar la responsabilidad fiscal de las Comunidades Autónomas, y que, a decir verdad, también impediría esa lógica de la competencia endemoniada entre las mismas para ver quien atrae empresas y capitales con mayor facilidad, aunque sea a costa de terminar operando el vaciamiento y la derogación tácita de algunos impuestos, con el coste real que todo ello comporta en términos de justicia social.

No es la primera vez que la derecha defiende un sistema de concierto económico como el vasco-navarro y la posibilidad de expandir el mismo a otras regiones. Será difícil expandir un privilegio fiscal si no existe alguien que resulte agraviado. Esa y no otra es la lógica de los privilegios, en contraposición a la de los derechos: los derechos se ostentan en pie de igualdad por todos los ciudadanos; los privilegios son facultades exclusivas de unos pocos, en detrimento y perjuicio de los demás. Un concierto económico para las comunidades autónomas más ricas, o esa perspectiva de autonomía fiscal que permite promocionar el dumping, la competencia desleal y las constantes deslocalizaciones, es una receta muy apreciada por los liberales patrios. Algunos, llevando al extremo esa lógica, defienden un concierto fiscal por individuo. Se trataría de minimizar hasta sus últimas consecuencias las implicaciones imperativas de la redistribución y de la solidaridad interterritorial.

Lo del Partido Popular llama la atención, sobre todo cuando se combina con la defensa verbal de una España de ciudadanos libres e iguales. ¿Qué España de ciudadanos libres e iguales es aquella que blinda privilegios de unos pocos sufragados por los demás, que sacraliza conciertos económicos y derechos históricos, o que vive instalada en un rompecabezas fiscal para perjuicio de los ciudadanos más pobres y desfavorecidos? La dispar fiscalidad entre regiones tiene mucho que ver con las diferentes potencialidades de crecimiento, con el bienestar del que disfrutan unos conciudadanos y otros. Ahí tenemos el ejemplo palmario de las infraestructuras. Pocos se imaginan el escándalo del tren de Extremadura en otras comunidades autónomas. Ciudadanos de primera y segunda, diga lo que diga la retórica de campaña. Un Estado sometido a esas constantes dinámicas centrífugas es un Estado debilitado e incapaz.

Pero no se trata de algo privativo del Partido Popular. Vox ha puesto encima de la mesa un programa económico y fiscal que va más allá aún que el de Casado y Lacalle a la hora de vaciar de financiación, contenido y atribuciones al Estado. Puede sorprender, a la vista de la retórica inflamada a favor de la unidad nacional. Pero la defensa de la nación no puede circunscribirse al ámbito sentimental, porque si no, mal vamos. Con un programa firmemente partidario de eliminar de raíz varios impuestos – precisamente algunos de los impuestos más progresivos y justos – y de reducir drásticamente otros, uno se pregunta hacia qué Estado quieren caminar algunos. En esta materia, por más que se quieran practicar esforzados sortilegios lafferianos, la realidad es la que es. Un Estado social exige financiación; las políticas sociales exigen memoria económica. Las rebajas fiscales rayanas en el populismo exacerbado que propugna Vox revelan el modelo de referencia: un Estado menguante, profundamente mermado y debilitado. Mucho despotricar contra el globalismo pero a la hora de defender la ya de por sí mermada soberanía económica de los Estados, Vox aboga por ahondar en su debilitamiento. ¡Menudo patriotismo!

Aunque cualquier espectador avezado observe superávit de contendientes en este flanco electoral, Ciudadanos también ha optado por asumir con fruición el mantra neoliberal de los impuestos como expolio. Se identifica sin rubor a los impuestos – concebidos así, como un todo, sin distinción ni precisión – como uno de los problemas centrales de este país. Se plantea por tanto una competición a tres para ver quien es capaz de reproducir con más fidelidad los rigores de la ortodoxia liberal, la minimización de la injerencia del Estado en la provisión de servicios. Para emporar las cosas, el partido naranja, antaño destacado por su compromiso con la igualdad, si no material al menos sí formal, de los ciudadanos españoles, ha abrazado recientemente – mientras critica con razón la defensa del concierto económico de Lacalle y del PP – el convenio navarro y el blindaje de los derechos históricos, en su pacto con los foralistas conservadores de Unión del Pueblo Navarro. Cosas veredes, amigo Sancho, pero, sobre todo, cosas profundamente lesivas para la causa de la igualdad.

Existe un indubitado apriorismo antiestatal en la derecha española. Se ve en su desprecio a veces generalizado de los funcionarios (especialmente en algunos sectores, más vinculados al Estado social), en la caricaturización del Estado como Papá Estado, una suerte de ente perezoso, ineficaz y corrupto, con ínfulas de injerencia totalizadora en la vida de las personas; se aprecia también en esa confianza mesiánica en los mercados como órdenes autorregulados en los que conviene no intervenir, así como en esa metafísica idealización de la libertad concebida como ausencia de interferencias entre los poderes públicos y el individuo. No puede dejar de asombrarme cómo algunos tratan de conjugar su indisimulada aversión al Estado, a veces nominal y otras programática – ahí están las constantes píldoras discursivas para revisar nuestro sistema público de pensiones y abrir la puerta a su velada o abrupta privatización, la continuación de las políticas de desregulación del mercado laboral, o las comentadas rebajas fiscales drásticas y falsamente sanadoras que se prometen a bombo y platillo –, con la presunta defensa de España.

Algunos de los portavoces mediáticos más respetados de la derecha lo vienen diciendo desde hace años: hay que defender la causa de España y la causa de la libertad. El problema radica en concebir la causa de la libertad en términos hayekianos, la reproducción de políticas beligerantemente dogmáticas contra el Estado, que en el mejor de los casos implican un vaciamiento minarquista que lo lastra para asumir todas las atribuciones esenciales que le corresponden, y que, en el peor, en las vertientes anarcocapitalistas que algunos conjugan cada vez con menos disimulo, implica directamente otorgar carta de naturaleza a la secesión y a la fragmentación de la unidad política. En un tiempo de arrinconamiento de los viejos Estados-nación en un contexto de globalización económico-financiera y de economías abiertas, de capitales transnacionales con menguantes controles políticos, prescribir esas recetas para el Estado implica sancionar la derogación de su funcionalidad y de su razón de ser. Acabar, en definitiva, con el Estado, por la vía de los hechos. Ni siquiera un superávit de banderas servirá para maquillar el carácter perverso de estas políticas.

El patriotismo que defiende la derecha se convierte, por desgracia en demasiadas ocasiones, en un falso patriotismo. La vindicación sentimental de la nación acompañada por la irresponsable aversión hacia el Estado. O la defensa de éste como un ente formal, con extrema parafernalia folclórica, espacio de relleno sentimental, pero desprovisto de todas sus atribuciones, políticas, sociales y económicas, que, por cierto, no se entienden sin la izquierda. Y es que el minarquismo – la defensa del Estado mínimo – del que participa una amplia mayoría de nuestra derecha política casa con el patriotismo de mala manera, como casan el agua y el aceite. Pretender un patriotismo minarquista es algo así como procurar la cuadratura del círculo. Un nocivo engaño que contamina la vida política de nuestro país.

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