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Parábola de la mascarilla

Manuel Machuca
Manuel Machuca
Manuel Machuca, farmacéutico y escritor, es doctor en Farmacia por la Universidad de Sevilla y profesor en el Master de Atención Farmacéutica y Farmacoterapia de la Universidad San Jorge de Zaragoza. Ha sido presidente y fundador de la Sociedad Española de Optimización de la Farmacoterapia (SEDOF), de 2012 a 2016 y de la Organización de Farmacéuticos Ibero- Latinoamericanos (OFIL, de 2010 a 2012. Ha impartido conferencias y cursos sobre optimización de la Farmacoterapia en Polonia, Suiza, Portugal, España y en 16 países de América Latina. Es académico correspondiente de la Academia peruana de Farmacia y profesor honorario de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado decenas de artículos científicos en polaco, portugués, inglés y español. Como escritor ha publicado cuatro novelas, una de las cuales fue finalista del Premio Ateneo de Sevilla de novela en 2015, y participado en varias antologías de relatos. Aquel viernes de julio (Editorial Anantes, 2015) El guacamayo rojo (Editorial Anantes, 2014) Tres mil viajes al sur (Editorial Anantes, 2016) Tres muertos (Ediciones La isla de Siltolá, 2019)
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análisis

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El clima de convivencia en España camina hacia un progresivo encabronamiento que parece no tener más límite que el que llegue alguien, saque la pistola y se líe a pegar tiros, quien sabe si a diestro o a siniestro, aunque sea siniestra la palabra que mejor lo calificaría. Será entonces cuando sobrepasemos ese límite al que antes aludía y nos encontremos en condiciones para proponer otro aún más sangriento, siguiendo esa doctrina clásica que es tradición en este país, para goce de quienes siempre se han enfundado en una bandera como excusa y le han cogido el gusto a la percusión metálica de la cacerola.

Sería aconsejable, ahora que estamos a tiempo de continuar con nuestra taurina tradición que, quienes puedan, porque no todo el mundo está capacitado, pero sí una gran mayoría, tornaran a la senda de la escucha en lugar de al grito, a optar por entender en lugar de imponer y, en definitiva, tratar de debatir sobre ideas en lugar de sobre personas. Porque cuando las ideas se relegan en el debate aparece la violencia. Y en términos de violencia ya sabemos quiénes han ganado siempre. Porque en un duelo, si dejamos que el contrario elija las armas en las que es especialista, tenemos todas las de perder. Y lo que se gana con violencia se perpetúa con sangre.

Hora es de que quien creemos en el diálogo lo retomemos y seamos radicales en esto. Porque debemos reconocer algo que posiblemente sea la única verdad que hay en la situación que acontece, que es que, nos guste o no, no todos pensamos de la misma manera y, sobre todo, no nos explicamos bien. Ya, es difícil la escucha en un estado de excitación desmesurado como el que existe ahora, pero si no lo hacemos hoy, mañana será aún más difícil. Porque no se trata de convencer a quienes piensan con la billetera que les adorna el culo, sino de persuadir a otras personas que creen que esos tipos, los que creen que una cacerola es un instrumento musical y no el utensilio con el que les cocinan, van a devolverle lo que ellos mismos le sustrajeron. O a esos otros a los que la inestabilidad les origina vértigo y priorizan el sosiego y el equilibrio sobre todas las cosas.

Necesitamos restablecer un marco de convivencia que, hay que reconocerlo, es difícil de restituir por culpa de esa minoría tan ruidosa y con tantos medios, económicos y de los otros, dispuestos a desestabilizar. Pero continuar por la misma senda nos llevará inexorablemente a un callejón sin salida. Y hay que reconocer que para salir con vida de un callejón sin salida las armas que se necesitan no son precisamente intelectuales.

Equivocamos el debate porque en este se necesitan más preguntas que respuestas. No son las respuestas las que desarman al adversario sino las preguntas. Son las dudas y no las afirmaciones las que señalan los avances. La victoria debe ser un lugar de acogida en lugar de un campo de batalla. No permitamos que venzan quienes esgrimen la violencia en lugar de la razón. Rehuyamos de la razón y abracemos el razonamiento.

El debate político actual se asemeja a los diferentes tipos de mascarillas con los que hoy podemos y debemos cubrirnos los ojos y la boca. Y es el momento de elegir con qué tipo de mascarilla queremos caminar por el mundo.

Llevar mascarillas higiénicas o quirúrgicas no protege a quien la porta de contraer la enfermedad, pero sí evita que se infecten los que están a nuestro alrededor. Son mascarillas económicas y generosas con los demás. Protegemos a los otros y los otros nos protegen a nosotros. La libertad, según estas mascarillas, la marca los derechos del otro. El destino es común. Todos vamos juntos, todos peleamos en el mismo bando y lo que venga, será consecuencia de nuestra acción colectiva.

Las mascarillas FFP2 sin válvula, o las KN95, en cambio, nos aíslan del mundo. Yo no te contagio, pero tú a mí, tampoco. Son mascarillas respetuosas, pero individualistas. Parecen decirnos que allá cada cual con lo que haga con su vida, son las mascarillas del liberalismo. Yo voy a mi bola y que cada cual apechugue con lo que le toca. Si tú llevas mascarilla, bien; y si no, también, es tu libertad, no la mía; allá tú. Y lo que suceda tiene que ver con la acción de cada uno. A diferencia de las anteriores, y como las siguientes, el tejido puede incorporar diseño. Por ejemplo, una banderita nacional. Aunque el sentido de patria se defina mejor por la mascarilla quirúrgica, aquellas no pueden portar distintivo alguno, porque su tejido es muy frágil y cada poco tiempo hay que renovarlas, actualizar el compromiso que representan, porque la patria no es más que un edificio en permanente construcción. Sin embargo, las FFP2 sin válvula y sus hermanas KN95 representan como ninguna esa falsa patria de los equidistantes y los indiferentes. De los apolíticos, de los tibios, también de los cobardes. De los que jamás lucharon por nada y que permitieron con su tradicional silencio la llegada al poder de los peores genocidas de la humanidad con tal de salvaguardar su pellejo.

Y quedan las mascarillas FFP2 con válvula. Ejemplifican como ninguna el modelo de patria que representan los vecinos de la calle madrileña dedicada a un conquistador, por cierto, decapitado por su aclamado Imperio. Estas mascarillas protegen los intereses de quienes la llevan y les importa un bledo los de los demás, porque pueden contaminar a los incautos que se acerquen más de lo recomendable y corran el riesgo de sucumbir a los bufidos que se expelen por sus espitas. Mucho cuidado con quienes la llevan. Mantengamos distancia física, y también social, con ellos. Son tan contagiosos que incluso son capaces de abducir a quienes más perjudican.

Seamos mascarillas higiénicas o quirúrgicas. Olvidémonos de las demás. Promovamos el encuentro con el otro, unamos nuestro destino, hagamos un frente común que nos sostenga. Hoy, más que nunca, pero como siempre, necesitamos sentir la fragilidad de quien porta una mascarilla quirúrgica y entrega su supervivencia a su vecino, a su compatriota. Gritar desde un púlpito, el que sea, es como llevar una mascarilla con válvula. No construye. Todo lo contrario, contamina, infecta. Y lo hace de un virus que es más contagioso y letal que ningún otro. Una gripe española que no hace tanto costó centenares de miles de muertos y un estado de alarma de cuarenta años que, por lo que parece, todavía no hemos superado.

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