Mariano Rajoy apeló a un pacto con los dos partidos que según el criterio del presidente del Partido Popular comparten elementos sustantivos de la política nacional. Estos dos partidos son Ciudadanos y PSOE y los asuntos supuestamente asumidos por las tres formaciones políticas serían: la defensa de la Constitución, la unidad de España, la igualdad de los españoles (no referida a la igualdad social, absolutamente destrozada, sino a la compadecida con la uniformidad territorial) y el papel de España en Europa y frente a la lucha antiterrorista.

Son términos que en su simplificación –Ortega afirmaba que simplificar las cosas era no haber enterado bien de ellas- adquieren un sesgo conservador que los desfigura en la centralidad subjetiva del problema, singularmente en lo referido a la unidad de España que incluso en su planteamiento semántico supone conceptualmente un retroceso hacia aquella “unidad de destino en lo universal” que era bandera del falangismo en la construcción de una autoritaria uniformidad. Es en la superación de esta tesitura donde el problema debería adquirir el grado de madurez suficiente como para tomar una perspectiva adecuada a su posible resolución y evitar las categorías disciplinadoras de todo, un mundo hecho de sobreentendidos

Las relaciones de Cataluña con el resto de España siempre han estado marcadas por la complejidad. En el siglo de la máquina de vapor, la industrialización catalana tuvo lugar en un país sin carbón, sin hierro, con muy escasas materias primas y con un mercado como el español de muy baja capacidad adquisitiva. Los problemas sociales generados por la industrialización eran fenómenos extraños para la España agraria y artesana y para los gobiernos instalados en un Madrid cortesano y feudal, que veía los conflictos laborales de la Cataluña industrial como simples problemas de orden público que podían ser exportados a las masas agrarias de la España subdesarrollada. La derecha nacional más retardataria, y que es la única que ha existido en España desde que en el amanecer del siglo XVIII se optó, en lugar de por un sistema de gobierno como el holandés o el inglés, por una monarquía absoluta al estilo borbónico galo, ha consolidado siempre regímenes muy poco permeables a la centralidad democrática del poder a favor de las minorías organizadas que configuran el viejo estigma proclamado por Joaquín Costa como oligarquía y caciquismo. Esto afecta al olvido sobre la tradición republicana y obrera del XIX, a la lectura a veces sesgada del anarquismo, y en ella de Salvador Seguí, y en la incomprensión final de un catalanismo popular y de izquierdas, si no es subordinado a las categorías generadas por la derecha. Ciudadanos nació para reforzar en Cataluña estas categorías conservadoras como un lerrouxismo posmoderno.

El socialismo español, por su parte, convertido por el pacto de la Transición en un tímido reformismo y que desechó lo más sustantivo de su ideología por una adaptación simbiótica al régimen, vive en un permanente desconcierto incapaz de modelar una alternativa de progreso más allá de continuas improvisaciones. Su posición conservadora le hace seguir paradójicamente los estímulos políticos que le envía la derecha, intentando apuntalar un sistema que sólo acepta su desnaturalización.  La negación de la existencia de clases y del conflicto social, su conformismo con los privilegios de las élites, pone en entredicho su posición y función en la sociedad. Quizás por esa confusión de sus dirigentes de considerar al partido como parte del Estado en lugar de parte de la sociedad. El freno puesto desde Madrid al PSC, incluso con la amenaza de crear un PSOE en Cataluña, a su vertiente de obrerismo nacionalista, que tantos éxitos ha dado al socialismo, ha supuesto incidir en el alejamiento de su propia sociología. Como afirmó Pablo Iglesias Posse, el Partido Socialista debe estar dispuesto a vencer, no a defenderse. De lo contrario aquello que dijo Felipe González en Suresnes de que había más socialismo fuera que dentro del PSOE puede que esta vez sea una realidad más cruda aún.

La defensa de la Constitución es otra de las ataduras del Partido Socialista. La Transición, una vez derrotado Franco por la biología, superó las dos Españas, por abducción de la más extensa alrededor de los ijares de siempre: la imperante nación donde no se pone el sol de los conspicuos intereses de las minorías que a falta de un espíritu nacional colectivo pretenden que sus mercaderías y réditos sean la encarnación patria bajo el nombre de “marca España.” Esa España radical de los privilegios estamentales y económicos, que impone de forma asertiva la casuística del lenguaje, los ademanes y los actos políticos,  para construir un escenario donde la democracia, los derechos y libertades ciudadanas o la justicia social acaben siendo una orteguiana fantasmagoría.

La confianza del establishment en esa uniformidad sistémica impuesta como inconcusa y, por tanto, a la ficción de la inexistencia de alternativas a las políticas amables con el statu quo dominante, ha producido que la codicia de las minorías extractivas con motivo de la crisis económica, depauperando a las mayorías sociales y exiliándolas de la centralidad  democrática, metastice en una crisis moral,  institucional y política instalada en la vieja y dramática sentencia decimonónica de Silvela: España no tiene pulso. El filósofo americano Stanley Cavell escribió que la democracia es una cuestión de voz. Se trata de que cada ciudadano pueda reconocer en el discurso colectivo su propia voz en la historia. Sin esto no hay política, sólo gestión, o gobernanza como se dice en los ámbitos económicos, y sin política, la democracia pierde sentido.

El régimen de poder en España ha desembocado en un universo de frustración. En este sistema y dado que la ausencia de finalidad social es la condición misma de su funcionamiento, el individuo queda reducido a simple instrumento de supervivencia y consumo. Y ante eso, como escribía Michel Rocard  en Questions à l’Etat socialiste, es necesario separar el análisis económico y sociológico para llegar a lo esencial, que es el poder, es decir, el análisis político. Y eso se consigue desde la ideología y  la voluntad de transformación, de forma que para los socialistas y todos los ciudadanos pueda llegar un día en que los años de la ruina sean aquellos en los que vivieron con plenitud porque les dieron la oportunidad de empuñar sus vidas con audacia en lugar de obedecer consignas y someterse a una realidad injusta. Y en este contexto, ¿es posible que el socialismo español mire más allá de los elementos comunes que paradójicamente parece compartir con la derecha en una errática interpretación de adhesión institucional?

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