Pablo y la máquina de los condones

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Antes de subir a la Vespa, Pablo abrió la mochila para comprobar que lo llevaba todo. Tanteó los guantes, el spray de pintura, la pistola de silicona, los alicates y la caja de cartón con los mondadientes. Cuando vio que estaba todo, cerró la cremallera, se la colgó a la espalda, montó en la moto y salió del pueblo a toda velocidad enfilando una carretera recta que cortaba en dos una llanura de viñas tan perfectamente alineadas que por un momento se sintió como un general pasando revista a un ejército. Al verlas, se dio cuenta de que ya estaban despuntando los brotes y algunas ya habían desplegado las primeras hojas como mariposas verdes. Ya estamos en primavera, se dijo mientras aceleraba la moto para sentir el aire en su cara. También las cunetas y las lindes comenzaban a cubrirse de un espeso manto de hierba, cardos, orugas, amapolas y salicones. Aquel repentino despertar de la naturaleza le hizo sentir un amago de vértigo. Qué barbaridad, cómo pasa el tiempo, pensó mientras notaba un amargo vacío en el estómago. Le parecía que fuera la semana pasada cuando estuvo podando y recogiendo los sarmientos con su padre y ayer mismo cuando las cepas empezaron a llorar y el sol rastrero de la mañana encendía sus lágrimas creando un efecto tan hermoso que más de una vez él también se echó a llorar de emoción al verlo. Estaba un poco obsesionado con el paso del tiempo y cada vez tenía más presente la inquietante sensación de que a medida que iba cumpliendo años, y ya iba para veinticinco, el tiempo corría más deprisa. Más que correr, volaba, se escurría, desaparecía sin poder hacer nada por retenerlo y cada vez le dolía más ese sentimiento de angustia e impotencia.

El hilo de aquellos desasosegantes pensamientos se cortó al llegar al pueblo que “ su director espiritual ” le había asignado. Entró a aquel pueblo donde nadie le conocía, aparcó la moto en una recóndita plazuela, sacó el mapa y fue buscando los objetivos que le habían señalado. Al cabo de una hora ya había ejecutado con rapidez y precisión la misión que le había sido encomendada. Después se fue a un bar, pidió un bocadillo de tortilla y se lo comió a pie de barra. Mientras lo hacía vio a una chica que le recordó a su novia. Aquella chica le pareció incluso más hermosa. Tragó tanta saliva al verla que se le atravesó el pan y la tortilla en la garganta y tuvo que pedir otra caña de cerveza para poder tragarlo. Todavía no podía quitarse a su ex novia de la cabeza a pesar de que habían pasado ya seis meses desde que se dejaron. O desde que, para ser exactos, la dejó él al descubrir que se entendía con un amigo de ambos. Para superar aquel dolor terrible, aquel mal trago de la vida, un amigo muy beato le aconsejó que se apuntara a unos cursillos espirituales y él, insensato y desesperado como estaba se inscribió en unos cursillos impartidos por una secta ultracatólica que, como primer mandamiento, le obligó a ingresar en sus cuentas un donativo que llamaban “voluntario” aunque estaba perfectamente anotada la cantidad a ingresar al lado del número de cuenta donde debía hacerlo. Aquello no le gustó mucho pero pensó en los beneficios que el curso iba a traerle y siguió adelante. Después de abonar aquella cantidad nada simbólica se sometió a unas intensas sesiones de adoctrinamiento donde además le mandaron, una especie de “deberes para casa”, a los que llamaron “ un pequeño ofrecimiento a Dios” y que consistía en meterse unas chinas en las zapatillas y a golpearse la espalda con un sarmiento verde varias veces al día y sobre todo antes de acostarse para, según los “hermanos” purgarse de sus pecados y ofrecer también al Señor aquel dolor y sacrifico.

A medida que avanzaba el “curso”, Pablo no tenía más remedio que reconocer que aquellas clases le estaban aliviando del dolor que traía, porque el sufrimiento de los sarmentazos, de las chinas y las horas de rezos de rodillas sobre un reclinatorio hecho con una trilla con los pedernales boca arriba, empezaba a anular al otro dolor, el de la pérdida de su novia. Pero empezaba a darse cuenta que aquello era como querer curar el dolor de un martillazo en los nudillos a base de machacarse los cojones con dos cantos.

Aquel curso tenía también otras “actividades” o “trabajos de campo” y a Pablo le había tocado ir a ese pueblo en plan “comando” a echar silicona y meter mondadientes en las ranuras de las máquinas expendedoras de condones que previamente le habían señalado en un perfectamente elaborado “plan de ataque”. Después de inutilizar la máquina, Pablo sacaba el spray de pintura y escribía sobre la máquina y la pared las palabras “ No al sexo libre, Dios no quiere condones”. Cuando acabó su misión “evangelizadora”, según sus padres espirituales, en aquel pueblo y ya con la tarde agonizante se fue al pueblo de al lado a continuar con su tarea. Pero en un recodo del camino se vio sorprendido por un relámpago cegador que le deslumbró haciéndole derrapar y caer de cabeza revuelto con la Vespa a una zanja tupida de zarzas, cardos y picachichas que amortiguaron su caída pero a cambio de causarle un picor y escozor espantoso. Pablo, aturdido como estaba, oyó el retumbar de una especie de trueno que hizo temblar el suelo seguido de una voz atronadora que le gritó, ¡ Pablo, ¿por qué me persigues!. Pablo, instintivamente se cubrió la cara con los brazos, se colocó en posición fetal y un instante después perdió el conocimiento.

Cuando despertó se vio en el fondo de la zanja y sin recordar nada de lo sucedido excepto aquella voz sobrenatural, aquella voz de trueno dentro de su cabeza.. Se levantó, agarró la moto y la empujó hasta que pudo sacarla de la zanja. Después de lavarse la cara en un charco, se subió en la moto y continuó su camino. Pero aturdido como estaba se fue otra vez al pueblo donde había estado saboteando las máquinas expendedoras de condones. Cuando el picor en las magulladuras comenzó a hacerse insoportable, paró frente a un parque y empezó a rascarse como un loco hasta hacerse sangre. Una chica que andaba paseando por allí con un perro le vio y se acercó. Pablo la reconoció la instante, era la chica que había visto en el bar, la que le había recordado a su antigua novia. Al verlo, la chica se ofreció a llevarle al médico. Él le contestó que no hacía falta, que se había caído con la moto pero no era nada grave.

Ella insistió y al final le convenció para llevarle a su casa a lavarle las heridas y ponerle unas tiritas. Magdalena, que así se llamaba la chica, le hizo tumbarse en la cama, le quitó la ropa y empezó a curarlo y mientras lo hacía, Pablo la miraba y cada minuto que pasaba le gustaba más aquella chicha. Desde que rompió con su novia, y ya iba para un año, no había tenido relaciones y al ver a aquella muchacha tan cerca y tan atractiva no pudo reprimirse darle las gracias y un beso. Ella al principio se quedó sorprendida sin saber reaccionar, pero la muchacha también hacía mucho que no estaba con un chico y le abrazó y durante un buen rato estuvieron besándose hasta que la cosa empezó a pasar a mayores y en ese momento ella se levantó de la cama y dijo que le apetecía mucho acostarse con él y que no iba a desperdiciar ese momento tan especial. Voy a buscar condones a la máquina de la esquina, dijo cogiendo la rebeca y el bolso. Acabó de decirlo y salió corriendo antes de que a Pablo le diera tiempo a advertirle que no fuera, que podía ahorrarse el viaje.

Magdalena volvió media hora más tarde y le dijo a Pablo que no iba a creer lo que le había pasado. Resulta que había recorrido todas las máquinas expendedoras del pueblo y todas había sido inutilizadas, saboteadas. “Me pregunto, dijo, quién habrá sido el tarado, el reprimido, el pobre diablo, el idiota, dijo muy cabreada. Qué clase de persona será. En el fondo hay que sentir tristeza y lástima por él y por todos los inadaptados que, incapaces de vivir en libertad, quieren coartar, anular, prohibir, organizar y manipular la de los demás. Debe de tratarse de un simple, de un tonto de la chorra con el cerebro comido por una de esas sectas que andan por ahí amargándole la vida a la gente. Nadie tiene derecho a imponer nada. Todavía hay que luchar por lo evidente. ¡Vivir y dejar vivir! no es tan difícil de entender, joder”, decía la chica desesperada. Pablo asintió cabizbajo y cuando ella acabó de hablar, le contestó que, por suerte, la gente puede cambiar, que él mismo había cambiado en poco tiempo y en ese momento recordó una frase de Ghandi que decía: “ Sé tú el cambio que quieres ver en el mundo. Esa tarde no follaron pero los días que siguieron recuperaron, y de qué manera, el tiempo perdido.

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