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Opino, luego existo

José Antonio Vergara Parra
José Antonio Vergara Parra
Licenciado en Derecho por la Facultad de Murcia. He recibido específica y variada formación relacionada con los trabajos que he desarrollado a lo largo de los años.
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análisis

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Mientras la presunta izquierda anda afanada en melidendrear el castellano, orear al Dictador o echarse al monte con racistas y enemigos domésticos de la patria, la derecha, que no es presunta, marca la agenda. A la economía capitalista le ocurre lo que a la democracia; que son los menos malos de los sistemas conocidos, pues sólo bajo sus paraguas la sociedad ha conocido prosperidad y una razonable dosis de libertad. Mas no todas son bondades. Muy al contrario, hay perversidades y desviaciones que conviene reconducir.

El Estado, en cierta manera, no deja de ser una entelequia conceptual aunque enteramente necesaria para corregir el egoísmo y desvaríos individuales. Habrá de ser al alma colectiva la que esculpa el contenido y alcance de ese mismo Estado. Y es aquí donde la historia de las ideas ha mantenido un pulso cruento, la mayor parte de las veces, o razonable, las menos.

Les daré mi opinión. Creo en un Estado fuerte, suficiente y eficiente que llegue allí donde la codicia e indolencia del ser humano genera gigantescas bolsas de penuria y desamparo. Creo en el Estado-Nación, donde los anhelos de una colectividad de individuos, unidos por lazos vecinales, históricos y espirituales, encuentren las oportunidades que sus antepasados, de agrietadas manos  y frentes surcadas, sembraron para las generaciones venideras. La descentralización administrativa y política no debe ser una coartada para laminar la fortaleza del Estado pues, en tal caso, el Estado-Nación tendría sus días contados. Descendamos de lo abstracto a lo concreto. El Estado ha de tener un armazón granítico que garantice su propia supervivencia y, por ende, la felicidad de sus administrados. Lo diré de otra manera. Hay competencias que, por motivos distintos y justificados, han de quedar en manos exclusivas del Estado; como defensa, justicia, interior y, por descontado, sanidad y educación, entre algunas otras más. Hoy me centraré en estas últimas y pronto descubrirán el porqué de mi interés.

La educación, en el sentido más extenso y hermoso del término, es la más capital de las herramientas para hallar la felicidad y encarar las dificultades presentes y futuras. La formación integral del hombre es un concepto que excede, con mucho, de la mera detentación de un título oficial. Si la libertad, como previno El Hidalgo, “es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos”, la educación es la llave maestra que permite saborearla en plenitud. No es extrañar, por tanto, que la educación, en tanto baluarte del señorío individual, haya sido intencionadamente depauperada en estas últimas décadas. Tirios y troyanos se han sucedido en la Moncloa y, mientras que con  el más despreciable de los cinismos matriculaban a sus retoños en los privadísimos, catolicísimos y poliglotérrimos centros educativos, han condenado a la educación pública a una decadencia evidente.

Hipócritas y acólitos claman por la libertad pero, ¿la libertad de quién y para qué? ¿La libertad de quienes, por cuna o peculio, pueden agenciarse los más jactanciosos títulos?   La libertad individual no puede ni debe un pretexto para negar oportunidades o condenar al fracaso a semejantes menos afortunados. La escuela, que así me gusta llamarla, habrá de ofrecer contenidos suficientes; deberá formar personas librepensadoras y críticas y, al mismo tiempo, habrá de inocular en los educandos valores éticos universales e imperecederos que nadie, salvo perturbados y fundamentalistas, cuestione.

Naturalmente y más allá de las verjas del colegio, compete a los padres ofrecer a sus hijos la formación complementaria que crean conveniente. Pero no deben ni pueden esperar del Estado la asunción de tareas que escapan de su incumbencia.

Y si esto pienso de la educación, mayores son mis razones para postular una sanidad pública en la que todo español esté obligado a contribuir.  Cuando la salud falta o escasea nada importa salvo la urgente necesidad de ser atendido.

La educación debería ser un monopolio exclusivo del Estado, garantizando la igualdad de oportunidades pero no la de resultados. La mercantilización de la educación es potencialmente perversa pues se gesta una viciosa relación de interdependencia entre los euros de papá y  evaluaciones inopinadas. Cada cual verá el cuento como más le convenga y, en medio de esta inhóspita selva, hará lo que a su alcance esté, pero ésta ni es ni jamás fue la cuestión. Si queremos que el bien común sea el más común de los bienes, el Estado deberá beber cálices que nunca debió evitar.

En cuanto a la Sanidad, nada tengo contra la privada siempre y cuando se respeten dos principios irrenunciables: todo español deberá contribuir a la sanidad pública y sus facultativos lo serán con dedicación exclusiva y única.

Los defensores de lo público llevamos demasiado tiempo mirándonos el ombligo. Es hora de que las reflexiones privadas se hagan en público y que, con valentía y determinación, se solucionen todas las  carencias y vicios que impregnan la sanidad y educación públicas. Soslayar la realidad y postergar terapias perentorias sólo servirá para oxigenar a quienes otean oportunidades de negocio en asuntos que deberían ser innegociables.

Hubo un tiempo, felizmente pasado, de reboticas y monterías donde pisaverdes y señoritingos adivinaban biografías cercanas. Hoy todo es más sutil y no menos malévolo. Nos sacan los cuartos con grados, másteres, doctorados y poliglotías varias y, a cambio, nos ofrecen papel mojado y devaluado que el mercado, de mano bien visible, apenas reconoce.

Nuestros líderes y lideresas, de vicuña frecuentada o pana olvidada, no figuran en listas de espera, ni aguardan en salas de trillaje ni comparten aposentos con vetetúasaberquién. Para nada. Frecuentan clínicas ibéricas y transpirenaicas en las que la sanidad universal o el turismo quirúrgico ni están ni se les espera. Sus médicos no estarán localizables sino muy presentes; enteramente presentes para lo que manden los señores que bien ganaron su derecho tras pasar por caja.

Nunca creyeron en el Estado salvo para su propio provecho. Una economía especulativa que se apropia de las ganancias y nacionaliza las pérdidas.  Un Estado, entrampado hasta el tuétano, donde más pronto que tarde la soberanía política rendirá pleitesía a los acreedores. Ubres marchitas donde cajas y autopistas ruinosas succionaron sin mesura. Colocados de turnos sagastianos y canovistas que se amontonan en los pasillos de administraciones menores sin saber qué hacer. Reyes cesantes y ejercientes, príncipes, duques y marqueses ad hoc,  presidentes, ministros, directores generales y secretarios de Estado, consejeros, asesores, coordinadores, gerentes de área, senadores, diputados nacionales, europeos y autonómicos y, así, una infinita lista de transilvanos que bien anémica están dejando a la doncella.

Doncella enlomada, fatigada, hostigada, esquilmada, tremendamente hastiada de trolas, majaderías y ocurrencias, de palos en las ruedas y trucos de magia cutre.   

Comprendo, aunque desprecio, a quienes construyen peldaños con despojos de semejantes o a quienes la justicia y la solidaridad les suscitan carcajadas. Lo que no comprendo es cómo el pueblo, en el más genuino de sus significados, se deja embaucar con tanta facilidad. Ahora que lo pienso, sí lo entiendo. La educación nunca fue una prioridad para ninguna administración pues es un arma demasiado peligrosa para el poder.

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