“Otra vez se acabó noviembre”, pensaba un día por estas fechas el médico investigador Boris Pérez. “De repente estamos en diciembre. Otra vez llega sin avisar”. Boris recordó los meses del año. También que fue el calendario romano el que cambió la división del año en diez meses por los doce meses actuales.
Cuando había diez meses, diciembre era el último. Su nombre, diciembre, proviene del número diez. Por alguna razón los romanos respetaron el nombre de los cuatro últimos meses, aunque los desplazaron de ubicación. El séptimo era septiembre, el octavo era octubre, el noveno era noviembre, y el diez, diciembre. Los nombres corresponden con los números que ocupaban antes de la modificación.
El cambio incluyó los meses de julio y agosto. Julio por Julio César y agosto por el emperador Augusto. Sin embargo, a Boris le gustaban los motivos de los nombres de los seis primeros meses.
Enero se llamó así en honor del dios Jano, que era el protector de puertas y entradas. Así se comenzaba el cambio de año. Febrero, según algunas fuentes, se dedicó a Plutón, para que aplacase su ira. Boris pensó en cómo han cambiado las cosas. En la antigüedad a Plutón le ponían el nombre de un mes para que no se enfadara, y ahora se le quita hasta la categoría de planeta y que se enfade si quiere. Marzo se dedicó al dios Marte, porque la guerra siempre está presente en la historia de la humanidad. Abril, con la primavera, se dedicó a Venus, diosa de la fertilidad.
Pero los preferidos de Boris, a partir de las fuentes que consultó, eran los meses de mayo y junio. Mayo era el mes en el que se homenajeaba a los mayores. Las personas ancianas del pueblo, a quienes recurrir en busca de consejo y orientación, y en reconocimiento a sus experiencias. Junio era en homenaje a la juventud. Así el pasado y el futuro, de alguna manera, quedaban unidos cada año.
“Es cierto”, pensó Boris, “unir e incluso confundir”, porque la ilusión, las ganas de vivir, los sueños…, son cosas que no tienen edad.