En 1959, Eugène Ionesco, célebre escritor y dramaturgo rumano en lengua francesa y uno de los más destacados miembros del llamado “Teatro del Absurdo” publicaba “Rinoceronte”, una pequeña pieza teatral ambientada en un pueblo francés en el que, paulatinamente, todos los habitantes se van transformando en rinocerontes.

48 años más tarde, en 2007, George Lakoff, célebre lingüista americano, publicaba “No Pienses en un Elefante”, un libro sobre el discurso político estadounidense en el que el autor, firme defensor de los valores del Partido Demócrata usaba la metáfora del elefante (el emblema del Partido Republicano) para recordar a los primeros que, desde hacía años, vivían presos del discurso, del marco conceptual de sus rivales, que marcaban la agenda y lo que se consideraba o no radical, peligroso, correcto o acorde a los valores del estilo de vida americano, signifique lo que signifique eso.

Pese a que, a priori, el teatro del absurdo no busca trascender con una moraleja o mensaje de ningún tipo, hay quienes han visto en el “Rinoceronte” de Ionesco una metáfora de la aparición y auge de los fascismos en Europa: al principio, la gente de la pequeña localidad francesa teme a los rinocerontes, esas extrañas criaturas en la que sus vecinos y vecinas se están convirtiendo y que les molestan mientras acuden a comprar sus flores y sus baguettes; sin embargo, cuando la plaga de rinocerontes empieza a ser mayor, estos comienzan a despertar ternura, o al menos comprensión, entre los habitantes de la sufrida localidad gala: a fin de cuentas ¿podemos aspirar a que un rinoceronte actúe de otra forma que no sea destrozando todo a su paso, de manera impulsiva?. El siguiente estadio es el de valorar los pros y contras de ser un rinoceronte y, el último, es acabar convertido en uno y salir en estampida, envistiendo con nuestros formidables cuernos a todo aquel que se ponga por delante. Solo los freaks, los inadaptados, no entienden lo que significa ser un rinoceronte, por eso se empeñan en seguir siendo humanos, asquerosos y bípedos humanos. Sin duda, de ser esa la intencionalidad del autor, la metáfora es tremendamente potente y efectiva.

En esta particular sabana global a la que llamamos mundo, los rinocerontes vuelven a abundar, y lo que es peor: destrozan, porque ésa es su naturaleza, todo lo que no les gusta a su paso. Los primeros rinocerontes empezaron a aparecer poco después de la II Guerra Mundial, cuando Milton Friedman y sus seguidores de la Escuela de Chicago replantean el concepto de “Neoliberalismo” (que de neo, por otra parte, no tenía absolutamente nada) y lo ponen en práctica en dictaduras de corte fascistoide como la de Augusto Pinochet en Chile. Rinocerontes ayudando a otros rinocerontes. Poco tiempo después, nuestros mastodontes neocon llamaron a la puerta del número 10 de Downing Street y se asentaron en el gobierno de Margaret Tatcher, y poco después se alojarían también en la Casa Blanca de la mano del mal actor y peor presidente Ronald Reagan. No será, sin embargo, hasta la caída de a Unión Soviética a comienzos de los 90 que los rinocerontes se dediquen a pastar sin miedo por los gobiernos y la opinión general de medio mundo, aunque Europa parecía resistir el envite mejor que otros lugares, esquivando precariamente las embestidas de una mandad de rinocerontes dispuestos a acabar de derrumbar todo aquello que no estuviese a su gusto.

La crisis financiera desatada en EEUU a raíz de las hipotecas subpryme y la caída de Lehman Brothers y Goldman y Sachs precipitó la aparición de nuevos, más fuertes y más poderosos rinocerontes, unos nuevos mastodontes que, no solo no contentos con atacar a los tradicionales rivales de los mismos, cargaban ahora contra sus padres y abuelos rinocerontes, a los que veían casi ya como humanos, en un giro muy orwelliano de los acontecimientos.

Donde sus padres y abuelos apenas habían podido pasar del primer y el segundo estadio, asustar, como en Chile, o despertar cierta comprensión, los nuevos rinocerontes empiezan rápidamente a hacerse plantearse a los humanos que quizás eso de ser bípedos empieza a no ser tan buena idea, y el número de rinocerontes crece alarmantemente hasta ser primero legión y luego plaga en países como Hungría, Gecia y su “Amanecer Dorado”, Geert Wilders en Holanda, Norbert Hofer y el FPO en Austria, el UKIP en Reino Unido o la madre de todos los rinocerontes, Jean Marine Lepen en Francia.

Al igual que sus homólogos animales, los rinocerontes políticos embisten sin piedad contra todo aquello que no les gusta. Son animales miopes, que apenas distinguen las formas y atacan a cualquier cosa en movimiento que no entienden; por eso durante un tiempo podían resultar entrañables y hasta graciosos, pero todo cambió con la crisis. De repente, aquella panda de cuadrúpedos cornudos y esquizofrénicos que nos hacían gracia empezaban a ganar adeptos entre una población cansada de ser monos comiéndose los parásitos o cebras tratando de buscarse la vida escapando del cocodrilo de turno. El mensaje era cercano, directo, sin ambages, sin las viejas estructuras de lo políticamente correcto. Alguien nos decía que si las cosas no estaban bien en la sabana no era por nuestra culpa, no. Eran los inmigrantes, los turcos, los ñus, cualquiera menos nosotros. Alguien nos prometió, incluso, hacer nuestra sabana grande de nuevo, y poco a poco más y más personas van sucumbiendo al hechizo de los rinocerontes, valorando lo bien que se sienta siendo miembro de una enorme manada que no tiene que pedir permiso ni perdón, ni dar las gracias o explicaciones. Poco a poco, parece que nos quedamos sin argumentos para seguir siendo humanos, bípedos y asquerosos humanos, enclenques, débiles, dubitativos, alfeñiques al lado de los mastodónticos, poderosos y completamente envalentonados rinocerontes.

Los rinocerontes han triunfado porque han sabido leer el complejo mundo de contradicciones y pasiones encontradas que es la naturaleza humana. Han sido pacientes y han dejado que los rinocerontes viejos les hiciesen parte del trabajo, e incluso los humanos ayudásemos, permitiendo que los que tomaban por nosotros las decisiones gobernasen creyéndose leones que juegan con las cebras a su antojo, creyendo que éstas estarán siempre a su disposición. Pese a su naturaleza agresiva, los rinocerontes han sabido muy bien, sin dejar de envestir, cuando hacerlo más fuerte, de ahí su particular éxito. Mientras, los cuatro monos que dirigían el cotarro antes se huelen el dedo que acaban de meterse en el culo intentando entender qué está pasando.

Pero la respuesta es sencilla: los rinocerontes se han adueñado de la sabana, de sus canales de comunicación. Su mensaje se ha hecho norma, y como todo lo normalizado y estandarizado, establece un nuevo canon con el que valorar lo raro, lo peligroso, lo subversivo. Ya no son los rinocerontes los que provocan miedo, rechazo o incomprensión. Ahora somos nosotros, los que no hemos sabido arreglar los problemas de la sabana primero, o los nuevos que son unos radicales.

Por eso, para los rinocerontes somos unos naives, unos ingenuos, unos señoritos desconectados de los problemas de la sabana. Nos movemos, ya, en el terreno de lo defensivo. Pensamos en qué van a decir los rinocerontes, en si podemos permitirnos su siguiente embiste o si por el contrario debemos recular y esperar tiempos mejores. Ellos marcan el tiempo de la sabana. Y, al igual que con los elefantes de Lakoff, nuestro mensaje pierde utilidad frente al poder de los rinocerontes.

Si queremos una Europa libre de rinocerontes, si queremos que estos sean una especie endémica, tenemos que (qué ironía) bajar de la torre de marfil y entrar en la sabana. Enseñar que pensar es mejor que embestir, que por muy alta que sea e muro de tu sabana otros vendrán bajo la promesa de más y mejores pastos. Que aunque seamos de muy diferentes y variadas especies todos sufrimos de los mismos problemas.

Metáforas aparte, Europa y el mundo necesitan un planteamiento nuevo para la democracia, y especialmente para la izquierda. Como explicaría Lakoff, los progresistas no podemos limitarnos a ser el sparring de los conservadores, y limitarnos a recibir sus golpes (o embestidas) e intentar encajarlos de la mejor manera posible; los rinocerontes nos ganan la calle, nos ganan las urnas y, si nos descuidamos, nos impondrán un mensaje, y la caída desde las atalayas de superioridad moral e intelectual de algunos van a ser de legendarias.

Seamos realistas: nadie quiere ser rinoceronte. En circunstancias normales, los rinocerontes son lo que son: cuatro descerebrados ciclados de gimnasio con más testiculina que otra cosa. El problema es que no vivimos tiempos normales y, sabemos por la experiencia de la historia, que es en los momentos excepcionales cuando saben como hacerse fuertes.

Es nuestro deber detener esta fuerza de cabezas huecas en cráneos duros que embisten, jaleados por cada vez más personas que se sienten, y no están exentas de razón, abandonadas. Quizás deberíamos recordarle a esa gente que sí, que es lógico que se sientan así, que han acertado el diagnóstico pero se equivocan en el tratamiento. Enseñarles las contraindicaciones que el mismo tuvo en el pasado.

Porque, como Ionesco nos dejó bien claro, ser un rinoceronte es tremendamente contagioso y, cuando no quede nadie más a quien culpar, cuando no queden más que rinocerontes, querrán exterminarse entre ellos.

Y eso, me temo, no hay sabana que lo resista.

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Actualmente profesorcillo, he sido politicucho y musicote, así que soy docto en hacer cierta aquella máxima de “Aprendiz de todo, maestro de nada”. Mi mayor logro es ser el paradigma de la generación nacida entre 1975 y 1985, esos jóvenes engañados a los que se les pedía esforzarse y formarse para ser “la generación más preparada de España” y que han acabado sus días consiguiendo el hito histórico de ser los primeros que, casi con toda seguridad, vivirán peor que sus padres. Entre acorde y acorde de jazz, rock, blues o bossa nova y guitarra en mano recibí algunos aplausos y hasta algún dinero, y participé en política, con más pena que gloria, hasta que la pena dobló a la gloria y me precipitó, junto a muchas otras personas que admiro (ellas, a diferencia de mí, muy válidas) al nuevo exilio interior de quien, equivocadamente, se metió en política para ayudar a la gente. En todo ese tiempo, además, he “malenseñado” a alumnas y alumnos en España en diferentes ámbitos educativos hasta que decidí que era el momento de compartir mi mediocridad con el resto del mundo, por lo que en la actualidad martirizo con mis clases a los jóvenes azerbaijanos de un colegio internacional en Bakú.

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