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No hay nada en la ley Celaá que sea inconstitucional

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análisis

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La manifestación de ayer domingo contra la ley Celaá es la viva imagen del fracaso de España como país. Ya no se trata de que un Estado avanzado como el nuestro no sea capaz de poner de acuerdo a sus principales fuerzas políticas sobre algo tan importante como es la educación de las futuras generaciones, sino que el asunto se utiliza como arma arrojadiza, trinchera y campo de batalla ideológica. Pese a que Pablo Casado ha anunciado que la ley será derogada en cuanto el PP llegue al poder, lo cierto es que pocas veces un texto legislativo ha contado con un consenso tan mayoritario. La ley ha sido refrendada por seis grupos parlamentarios y con mayoría absoluta, todo un hito si se compara con la reforma Wert, que fue aprobada con la fuerza de un único partido, el que ostentaba la mayoría absoluta en el Parlamento. Sin duda, la ley Celaá puede adolecer de puntos oscuros, como todo texto legal (no hay ninguna disposición que no presente alguna deficiencia en su espíritu o redacción y mucho menos en estos tiempos en que los legisladores suelen ser bastante más chapuceros que sus antecesores a la hora de confeccionar leyes y normas de gran calado). Pero sin duda es innegable que ha habido un esfuerzo por parte del Gobierno para acometer la necesaria modernización de nuestro obsoleto sistema educativo, ese que año tras año deja a España a la cola del ranking de calidad académica y a la cabeza en tasas de fracaso escolar entre los países de la OCDE.

Ahora, aprobada la nueva ley, la Lomloe, también se acometerá la reforma de la Formación Profesional, una rama de la educación que en nuestro país está claramente infrautilizada, tal como aseguró ayer Pedro Sánchez. La mayor parte de las ofertas de trabajo que saldrán de la FP serán para cualificaciones intermedias y probablemente esa filosofía ayudará a un mejor trasvase de mano de obra cualificada entre las escuelas de artes y oficios y las empresas. Otro avance importante que en medio de la polémica, del ruido de la caverna y de los cláxones de los coches de Vox ha quedado oscurecido.

Las derechas y también otros poderes fácticos reaccionarios que como la Iglesia católica siguen ostentando mucho poder en este país, se han abrazado al polémico artículo de la ley Celaá que regula la lengua vehicular de enseñanza para iniciar su nueva cruzada nacionalcatolicista. Sin embargo, no hay nada en el texto que esté aparentemente fuera de la ley, y será el propio Tribunal Constitucional el que resuelva si ese escabroso punto, el de la supresión del castellano como lengua vehicular, vulnera derechos fundamentales, toda vez que el PP ya ha anunciado su pertinente recurso ante el Alto Tribunal. En efecto, el artículo 3 de la Constitución es claro y conciso al respecto cuando establece que el castellano es la lengua oficial del Estado, que todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla y que las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos. Además, el legislador decidió añadir una coletilla que las derechas, tan fieles cumplidoras como dicen ser de la Carta Magna, a menudo olvidan, y es que la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es «un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». Y subráyese lo del trato «especial». Eso es precisamente lo que hace el Gobierno con la ley Celaá: garantizar que aquellos territorios donde se hablan otras lenguas (en España hay cuatro idiomas cooficiales) puedan utilizarlas como forma de expresión vehicular en las escuelas. Mientras rija el principio de equidad linguïstica, y la ley Celaá ha tratado de ser escrupulosa en ese sentido, no habrá discriminación y todas las lenguas estarán en el mismo plano de igualdad. A buen seguro así lo entenderán las instituciones europeas (donde Casado piensa dar la batalla en defensa del castellano) y el propio Tribunal Constitucional, que ya ha dejado claro en numerosas sentencias que la cooficialidad de las lenguas del Estado obliga a la defensa de todas ellas por igual.

Respecto a la escuela concertada no hay mucho más que añadir. Lo dijo Felipe González, nada sospechoso de comunista, hace nueve años, cuando reconoció uno de los mayores errores de su carrera política, como fue dar cobertura a los conciertos educativos, y dijo aquello de «el que quiera escuela privada que se la pague». Los recursos del Estado siempre precarios deben ir dirigidos a la enseñanza pública, como ocurre en todos los países avanzados de nuestro entorno. Si España es una excepción también en este capítulo es precisamente por el peso que sigue teniendo la Iglesia católica en el sistema educativo español. Pero es que además los Presupuestos pactados por PSOE y Unidas Podemos contemplan un aumento importante en las partidas de Educación tras los años de drásticos recortes de Mariano Rajoy. En efecto, la inversión en el sistema educativo público y de formación profesional aumenta un 70,2 por ciento, con un incremento de 514 millones de euros en becas y un plan de modernización de la FP a cuatro años dotado con 1.500 millones. Por supuesto, de ese ingente esfuerzo Casado no quiere ni oír hablar, en esa importante inversión que recupera en buena medida el Estado de bienestar al líder de la oposición no le interesa entrar a debatir sencillamente porque tiene la batalla perdida de antemano. Casado prefiere moverse en el bulo y el montaje, en el griterío y la agitación social, en la cortina de humo de la supresión del castellano en las escuelas (falsa por otra parte, ya que la lengua de Cervantes no está amenazada ni perderá cuota de importancia en los planes de estudio tras la entrada en vigor de la reforma) para desviar la atención y llevar el debate a su terreno demagógico-trumpista, que es donde se siente más fuerte y seguro. La ley Celaá no será la mejor ley del mundo pero tampoco es una basura como decían ayer las huestes de Vox echadas al monte franquista. Sin embargo, sí es bastante más avanzada, moderna y progresista que el bodrio que en su día aprobó Wert. De modo que por ahí, algo mejoramos como país.

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