Sale de declarar. De dar explicaciones a los capos, esos que deciden si te dan un capón, una patada en los monóculos o un tironcito de orejas (y te perdonan). Sale de declarar ante los malditos capos por segunda vez en exactamente ocho días.

Está hasta las narices, hasta la gorra, hasta las pelotas; Nico Rosberg. De la FIA, de su equipo y de su compañero. Sobre todo de su compañero. Lo odia tanto que se le transparenta en la cara, su habitual cara de hombre comedido, de buen chico. El bueno de Rosberg, que se deja adelantar, pisar, dar por donde haga falta.

Pero no puede más.

Sale de declarar mascando cacahuetes. Aunque a quien querría machacar con los dientes sería al maldito Hamilton. Todo ese paripé que hace el oscuro piloto inglés, esas chorradas de que ama a su público, de que comparte con ellos… ¡comparte con ellos, leches! Sólo quiere desquitarse de la pitada, merecida, en mi opinión absolutamente merecida, que recibió en Austria.

Hace unos meses Rosberg vivía en una autopista perfecta hacia un futuro pluscuamperfecto. Pero Hamilton estrelló su coche contra el suyo, para alegría de Verstappen (que no de Ricciardo), y a partir de ahí, con la salvedad del Gran Premio de Bakú, comenzaron los rayos y los truenos, los baches en cada paso del camino.

No sabe como parar al maldito Hamilton. Sólo lo odia. Con toda su alma. Mientras  mastica cacahuetes. Mientras sale de declarar por segunda vez en ocho días ante los jueces auto elegidos. Cacahuetes. Ojalá se pudriera ese cabrón a quien, según contrato, tiene que llamar compañero. Del paraíso al infierno en apenas unos meses. Todo apesta. Su futuro como campeón del mundo de F1 empieza a parecer imposible. Hamilton es mejor. Todos lo saben. Él también. Pero debería convencerse de lo contrario. O el odio le anulará por completo y perderá muchas más carreras.

 

Tigre tigre.

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