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Nada es nada si se le veta algo

José Repiso Moyano
José Repiso Moyano
Escritor español de larguísima trayectoria nacido en Cuevas de San Marcos, Provincia de Málaga, que ha publicado miles de obras en 50 años (literarias, de conocimiento,etc), y ha obtenido premios y reconocimientos por su participación en concursos, periódicos, revistas, recitales, programas de radio, acciones humanitarias y eventos literarios en todo el Mundo.
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análisis

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Las palabras no equivocan nunca si van hacia la verdad. Además, la poesía no quiere palabras no libres, ni el pensamiento, ni la política, ni la COMUNICACIÓN RESPONSABLE, ni otra dedicación o camino que busque un bien. Siempre esto hay que tenerlo muy claro, y más en quien valora algo cultural. La Naturaleza no equivoca a nadie; pero allá cada cual que se aparta de ella y entiende (en confusión) lo que le parece o lo que voluntariamente distorsiona. ¡Sí!

TODO LO ESENCIAL SIEMPRE ES EXACTO E IMPARCIAL. Si a una palabra o  a una mirada o a una razón le falta una letra o una naturalidad o una explicación (porque se aplica un veto o censura), ya no es lo que es se diga con formas o con zanahorias. Si a un verdad que te cuentan le falta algo, por muy disimulado que sea, ya no es verdad.  Ahí ¡tú estás manipulado… o loco!

Nada es nada si se le veta algo; por eso siempre hay que valorar el no vetar de ninguna manera, o sea, el valorar bien (pero os tengo que recordar que ahora mismo el cien por cien de todas las instituciones humanas vetan, en objetividad total).

El defecto o la condición humana que siempre es más indignante, más involucionista, más desalmada, más banal, más provocadora de un “todo vale”, más antiética y más terca en el error es (racionalmente) el NO SABER VALORAR. ¡Claro!, pues ya un ser humano cualquiera sabiendo valorar al momento tiene garantizado ser muy sensato, ser muy prudente, ser muy comprensivo, ser muy sabio, ser muy justo, ser muy generoso, ser muy ético o, en el fondo, sin duda lo tiene todo para que sea posible el bien en él.

Pero el no saber valorar no es una determinación ajena a la voluntad ni es una incapacidad producida por un solo factor o por pocos,  sino en realidad es un producto de vejaciones (de dignidad o de capacidades éticas) que una persona ejerce sobre ella misma y, además, por muchas circunstancias, que la sociedad (o un grupo social con sus ayudantes-cómplices) ejerce sobre ella. Está muy claro, ¡y siempre!, si no sabes valorar (a la racionalidad sin vetarla, a la Naturaleza, al que da-aclara-fomenta razón, etc), pues ¡ya todo bien es imposible por ti!, ¡imposible!, ¡imposible!

El no saber valorar empieza en muchos ámbitos vitales y consentimientos:  en el sobreproteccionismo, en la pérdida de la propia identidad, en una errónea mediación cultural absorbente o alineadora (la cual confunde todos los valores), en ésa obsesiva búsqueda de un protagonismo social tan forzado, tan ficticio, tan irresponsable o tan chuli-frivolizante (como es el caso del que se realiza en las redes sociales), en una ausencia de unas éticas referencias (que siempre suelen estar vetadas o no facilitadas socialmente) y en la gran desinfomación ya programada o ya ideada por muchos retorcidos intereses sociales. ¡Obvio!, puesto que innegablemente no van a quedar sin actuar o sin influir en todo lo que se pueda para sus propios beneficios. Así es.

El no saber valorar, tal incapacidad, es como la ignorancia, sí, que deja todo bien sin verse en una persona en concreto. Y, al no verse un bien, pues ya no se defiende ése bien o se defiende el que tiene confundido o asimilado (en una apariencia) como bien;  o sea, se maldefiende a cualquier bien por seguro y aun se maldefiende siempre así a la misma racionalidad.  El caso es que el no saber valorar crea, una vez y otra,  tantísimas consecuencias o inevitables infraestructuras suyas en la sociedad que, transcurrido cierto tiempo, ya algunos bienes pierden movilidad social o un mínimo respaldo social. Y en su puesto lamentablemente queda (justificado o buenizado) lo que sí ha conseguido ése requerido respaldo social:  unos impulsos por llegar a las apariencias, unos criterios de valoración muy enfermos ya de frivolidad (a trasnochado e indolente carpe diem), una retoricidad vacua-esteticista que siempre produce mediocridad o una imponente demagogia que, estúpidamente, siempre aborrega o ya lapida la capacidad de conciencia. ¡Eso es! Y la conciencia es algo muy importante para saber lo que hacen unos u otros, y si lo hacen correctamente o no.

No obstante, tarde o temprano, lo esencial tiene que exigirse, ¿cómo no si conlleva el bien?, ¡sí!, tiene recuperarse al fin ya o de una vez, con la lucha suficiente, con el riesgo necesario (en racionalidad); ¡sí!, que es como el recuperar la tierra para una planta, como recuperar lo que el ser humano ha ido perdiendo de su condición natural o antihipócrita.  Pero la sociedad eso no lo va a hacer, no lo va a consentir, no lo va a ayudar, ¡nunca!, tan presa o enganchada que está de sus intereses sociales fijados o dominantes.

El que sí lo va a hacer es únicamente el que siempre demuestra razón-ética sin parar (avalándolo su historial de hechos o su currículum), el que nunca ha traicionado a sus deberes éticos y se enfrenta a las comodidades sociales que han conseguido las mentiras, el que nunca se ha movido por lo que les gusta a tantos retorcidos intereses sociales, el que es para sí o para lo que tiene que ser  por su propia y auténtica integridad-equilibrio, el que tanto ha perdido porque gane una gota de razón al menos… o de cordura. Lo correcto de la sociedad siempre será … ¡salvar a lo que es correctamente racional! Pero esto solo es posible cuando cada cual (en responsabilidad) se enfrenta a las comodidades sociales que han conseguido las mentiras.

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