Dentro del corazón de cada mujer existe un ámbito de desprendimiento hacia el exterior, de unión con lo más primario, de fusión íntima con tierras, mares y estrellas.

Es su condición inevitable el acogimiento durante el tránsito de los años, transformándolo más tarde en una sabiduría antigua y regeneradora.

Somos así.

Por y a pesar de la cultura, nuestro pensamiento lo mece una cadencia que elabora visceralmente su racionalidad.

Incardinados en nuestros pechos llevamos los límites de una vida emocional generosa, a veces arrebatadora.

Es en nuestras debilidades donde pervive la mayor fortaleza, como un invisible castillo al que, llegando la madurez, aprendemos a visitar.

Somos, encendidas, la única guarida lícita.

Cuando nos adentramos en la segunda parte de nuestra vida, la madurez ofrece un realismo que nos confiere templanza.

Es entonces, tal vez, nuestra última oportunidad para olvidar definitivamente todos los “deberías” que no sean fruto consciente de nuestra voluntad.

Ha llegado el momento inaplazable de transgredir, desobedecer, inventarse desde otro prisma; con una mirada nueva, muy lejos ya de mandatos sociales.

El cuerpo de una mujer madura, conserva la impronta que la experiencia y el discurso del tiempo han esculpido sobre su piel, labrando un mapa amoroso de deseos por cumplir.

Vaciarnos para renacer en otra vida, que no es sino aquella en la que ya sabemos con claridad lo que buscamos.

Un íntimo y certero encuentro con nuestro corazón.

O quizá la paz interior que al fin sentimos a nuestro alcance.

 

Mujer y Niebla

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