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Motivos de orgullo

Susana Gisbert
Susana Gisbert
Fiscal de violencia contra la mujer, portavoz de los fiscales de la provincia de Valencia.
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análisis

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Recién llegado el verano, un año más, nos hemos visto inmersos en las celebraciones del orgullo LGTBI. Alguien se planteaba si estas habían perdido el sentido, si se habían convertido en espectáculo, en consumismo, y hasta en postureo, y había desaparecido su verdadera esencia de reivindicación.

Podría decir que la respuesta no es fácil. Pero, si soy sincera, diré que me ha resultado mucho más fácil de lo que algunos plantean.

Ni que decir tiene que nada tiene que ver la actual fiesta con las heroicas manifestaciones de antaño, en que se enfrentaban al poder público y a la sociedad con la cabeza alta y una dignidad que les atribuyó para siempre el nombre de “orgullo”. Ni con todo lo que tuvieron que pasar antes, ni con lo que se sigue pasando en muchos países. Todavía hay mucha gente que no tolera algo tan sencillo como la libertad de amar a quien se quiera.

Es cierto, también, que nuestra sociedad ha avanzado mucho, aunque todavía queda camino por recorrer. Se derogaron las leyes con que la dictadura castigaba a los homosexuales por el hecho de serlo, y ya hace cuarenta años que salen a las calles a celebrarlo. ¿Por qué entonces seguir haciéndolo? ¿Tiene sentido, o habría que replantearlo de algún modo?

Cuando alguien hace esta pregunta siempre recuerdo cosas que oía en mi infancia, actitudes que hoy nos harían llevarnos las manos a la cabeza, pero de las que, en realidad, no hace tanto tiempo. Aun cuando se hubieran derogado las leyes que los castigaban, mucha gente se sentía molesta si una pareja del mismo sexo se cogía de la mano o se besaba por la calle, o si veían a un transexual –o lo que entonces llamaban “travesti”-, más allá de la tarima de un escenario. Se utilizaban palabras como “maricón” como insulto, “invertidos” como si se tratara de una maldición, y se hacían chistes imitando ese amaneramiento que llamaban “pluma” con un gesto entre la mofa y el desprecio. Y, si de mujeres se trataba, todavía la cosa era peor. Los términos ofensivos como “marimacho” o “tortillera” estaban a la orden del día, y ni siquiera suavizaban con un chiste ni una broma la condena social.

A muchas de las personas adultas de hoy nos educaron en una sociedad llena de contradicciones, donde los cánones establecidos eran los de la pareja heterosexual con unos roles perfectamente definidos. La mujer, en casa y con la pata quebrada y el hombre, como el oso, cuanto más feo más hermoso. Todo lo que se salía de esos estrechos cánones era repudiado porque no era normal. El camino para ser cada vez más iguales se estrechaba por uno y otro lado, y ha habido que ir agrandándolo a palazos, a base de abrir armarios, y puertas y ventanas. Pero se va ensanchando.

Hoy mis hijas ven tan normal que una pareja esté compuesta por una mujer y un hombre, como que lo esté por dos hombres o por dos mujeres. Entienden que la biología no siempre coincida con la personalidad, y que exista un derecho a remediar esa contradicción. No se vuelven al paso de ninguna pareja que se bese, la componga quien la componga, y hablan en voz alta de cosas de las que, cuando yo tenía su edad, la gente todavía hablaba en susurros.

Pero todavía hay quienes no lo ven así. Todavía hay personas que creen una maldición que su hijo o su hija sean homosexuales, que se horrorizan si los niños se visten de rosa o hacen ballet, o si las niñas quieren jugar a fútbol, no vaya a ser que se salgan del cánon. Y respiran con alivio si sus retoños abandonan esas aficiones, por más felices que fueran practicándolas. Aunque finjan que no les importa y digan, como si eso fuera garantía de algo, que “algunos de sus mejores amigos son homosexuales”.

Y, peor aún, todavía quedan intolerantes que les insultan, les apalizan o les humillan por el solo hecho de ser como son.

Por eso hay que seguir conmemorando esta fecha. Y alegrarse de que se viva como una celebración, además de como una reivindicación. Ojala llegara el día en que no hubiera que reivindicar nada porque se hubiera alcanzado la meta. Hasta entonces, sigamos reivindicando. Y a partir de ese día, celebrándolo. Seguiría siendo motivo de orgullo.

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