Alemania es un gigante de la historia forjado a base de tesón y paciencia donde destacan muchos hitos de resonancia mundial. Empresas como Volkswagen, Bayer y Siemens. Músicos como Beethoven, Bach y Brahms. Filósofos como Hegel, Kant y Marx. Literatos como Goethe, Thomas Mann y Bertolt Brecht. Y científicos como Einstein, Copérnico y Max Planck. La lista sería interminable. Su contribución a la cultura universal y el conocimiento humano resultan colosales.

Gary Lineker, ex jugador británico del Barcelona, declaró hace años que “el fútbol es un deporte que inventaron los ingleses, que lo saben jugar los brasileños y en el que siempre ganan los alemanes”, sentencia que resume a la perfección la idiosincrasia germana que se transmite a los demás: los alemanes viven para la victoria y para conseguir los objetivos que se proponen, poniendo por delante la eficiencia antes que la emoción y los bellos discursos que se quedan en agua de borrajas. Antes la eficacia que la estética podría ser su lema nacional un tanto burdo, tópico y restrictivo.

Sin embargo, no hay verdad que no esconda mitos que forjen una esencia contradictoria o ambivalente. Alemania se concibe mediáticamente como un todo lleno de fortaleza, constancia y sentido común sin parangón entre los países más desarrollados del concierto internacional. Es la locomotora de Europa. Su imperio financiero la encarama a la cuarta posición como potencia mundial tras la estela de Estados Unidos, China y Japón. Resulta imposible asociar mentalmente pobreza o explotación o marginación social con el país teutón.

A pesar de lo expuesto, la realidad alemana es muy diferente a la percepción general. Según el prestigioso instituto de investigación económica DIW, más de 20 millones de residentes en suelo de Alemania tienen sus cuentas corrientes a cero o con números rojos, es decir viven al día ahogados por no saber si llegarán a fin de mes. Esa cantidad de gente representa el 25 por ciento de su población, mientras que solo unas 80.000 personas, el uno por ciento del censo total, son ricos con saldos superiores a los 800.000 euros. Distintos estudios y estadísticas nos descubren que Alemania es el país más desigual de la Eurozona. Aunque los datos son de 2014 no parece que la relación haya cambiando mucho, más bien al contrario y que la brecha se haya agrandado a favor de la elite.

Millones de pobres

De ese numeroso contingente de residentes haciendo malabarismos para subsistir, 13 millones son considerados pobres o están agobiados por un riesgo severo de caer en la cuneta social de la marginación. Un escalón más abajo en la escala de la miseria emergen los vagabundos o dicho a lo fino la gente sin hogar, que siguiendo las estimaciones de una asociación de organizaciones no gubernamentales, Federación para la Paridad, son un colectivo de aproximadamente 335.000 seres humanos sobreviviendo a la intemperie.

En la actualidad, Alemania registra un desempleo del 6,3 por ciento, por encima de los 2,7 millones de desempleados. Alrededor de 3,7 millones de personas trabajan en empleos precarios y entre 4 y 6 millones de individuos entre parados de larga duración, trabajadores con minijobs y sus descendientes perciben ayudas públicas acogidos al programa Hartz IV. Entrar y salir de esta fatal estadística es muy fácil.

Este controvertido y polémico programa debe su nombre a Peter Hartz, ex director de recursos humanos de Volkswagen fichado por la administración del canciller socialdemócrata Gerhard Schröder en coalición con Los Vedes a principios del presente siglo. En esa época estaban en pleno apogeo las ideas de la tercera vía de ex premier británico Tony Blair que contaminaron con su neoliberalismo camuflado a casi la totalidad de las izquierdas moderadas occidentales.

Blair y Schröder proclamaban la responsabilidad individual frente al colchón de las ayudas sociales de carácter público. En la lucha por la subsistencia, la voluntad de cada cual debe vencer a las contingencias de la lucha social. Mejor es un trabajo indigno que estar en el paro. Este caldo cultivo ideológico creó un estado de opinión favorable a rebajar las coberturas sociales y a la autoculpabilización del trabajador desempleado. Así se formó un ejército de parásitos (tal es la denominación popular de esta legión de marginados por la crisis), controlados por la fiscalización continua del aparato estatal de las oficinas de empleo, jobcenters en alemán. El trabajador debía y debe aceptar cualquier empleo por indigno o miserable que fuese para retener su pírrica ayuda mensual que ahora es de 409 euros como máximo.

El programa Hartz era la panacea contra el paro para las elites acomodadas y las clases medias instaladas en el confort cotidiano. En 2006, Franz Müntefering, número dos e Scröder y ex ministro de Trabajo, además de ex presidente del histórico SPD, expresó con meridiana crudeza y cinismo ramplón cuales deberían ser los derroteros ultraliberales de Alemania: “solo aquel que trabaje debe poder comer”. Una manifestación contundente que ha marcado la pauta de la acción gubernamental de Merkel. Sus directrices son elocuentes. El rotativo amarillista y conservador Bild, antes Bild-Zeitung, puso en portada en 2008 este titular esclarecedor: “¡132 euros bastan para vivir!”. La ofensiva contra los parásitos tomó forma de guerra abierta.

Severa explotación laboral

Las sucesivas reformas del mercado laboral han provocado que en la actualidad uno de cada cuatro trabajadores sean mileuristas y que casi 5 millones perciban sueldos inferiores a 450 euros al mes. Pero el escalafón salarial puede ser aún mucho más raquítico, existiendo los trabajos Ein-Euro-Job por un euro a la hora (con tope de 2,5 euros), especialmente diseñados para integrar a unos 100.000 refugiados mientras aguardan la luz verde a sus solicitudes de asilo. Esta experiencia se inició en las regiones más deprimidazas económicamente, sobre todo en las áreas de Este, donde se acogieron 840.000 personas en 2006 y 230.000 en 2015 (no exclusivamente con la etiqueta de refugiados). Este tipo de explotación laboral encubierta contó con el beneplácito de la formación de Merkel y el SPD.

El deterioro social resulta más que evidente pero la contestación sindical ha sido nula o tibia gracias a la permisividad y el silencio del principal sindicato germano, el histórico DGB, muy vinculado a la socialdemocracia desde sus orígenes. En el bienio 2003-2004 hubo manifestaciones multitudinarias en Berlín, Stuttgart y Colonia con la presencia de cerca de 600.000 personas, al principio no convocadas por las principales centrales sindicales del país. Al final, los dirigentes sindicales se olvidaron del asunto: no quieren huelgas generales ni excederse en sus reivindicaciones sociales. Entrar en política no es lo suyo: las leyes deben acatarse porque así lo quiere la democracia parlamentaria.

Es curioso resaltar que el ya mencionado Peter Hartz, mentor doctrinal de las reformas para combatir el paro, fue condenado en 2007 por imponer la paz social en su etapa como directivo de Volkswagen a base de comprar la voluntad de algunos sindicalistas del comité de empresa mediante sobornos en metálico, viajes exóticos y el regalo de servicios sexuales de prostitutas. De ese Hartz venal y autoritario nacen las miserias actuales de los menos afortunados en la Alemania fabulosa y motor de la economía europea.

Los datos apuntados no debieran asombrarnos demasiado. Esta Alemania sombría fue anunciada tiempo atrás por Günther Wallraff, autor del best seller Cabeza de turco. Se hizo pasar por inmigrante, vagabundo, inquilino negro y trabajador de baja cualificación profesional, entre otros roles similares, para conocer en carne propia la xenofobia, el racismo, le desigualdad, los prejuicios y la explotación laboral existentes en la sociedad alemana. En sus textos asoma la profunda realidad que nunca merece la atención prioritaria de los medios de comunicación con mayor eco público.

Alemania basa su poderío en paradojas muy contrastadas. En su territorio conviven, en ocasiones sin mirarse a la cara, bastantes sonrisas y muchas lágrimas. Y el 24 de septiembre próximo hay elecciones generales. Los sondeos vaticinan una nueva victoria de Merkel. Lo peor, no obstante, es la previsión de que la ultraderecha pueda doblar sus votos hasta el 10 por ciento del cómputo total. Si así fuera entrarían por primera vez en el Bundestag, parlamento federal, de la moderna Alemania. Lejos están los años 30 cuando los nazis llegaron al poder, sin embargo el peligro acecha en una Europa que no sabe adonde va ni qué quiere ser en el futuro: más unión social y política o más egoísmo nacionalista liderado por una Alemania contradictoria y dominante.

Por de pronto, el nuevo presidente francés Macron y la patronal gala se declaran fervorosos partidarios del modelo alemán. Su reforma laboral en ciernes camina en ese sentido: más precariedad, menos derechos y ayudas, temporalidad en aumento con reparto de empleos vía minijobs. La elites europeas no ven más salida a la crisis que las recurrentes y gastadas recetas neoliberales. El tiempo dirá hasta cuando aguantan las costuras sociales de una Unión Europea cada vez más desigual, menos ética y sin objetivos políticos en el horizonte inmediato.

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Guionista, Copy, Analista Político, Escritor. Autor de los siguientes libros: ¿Dónde vive la verdad? (2016, Editorial Seleer), De la sociedad penis a la cultura anus: reflexiones anticapitalistas de un obrero de la comunicación (2014, Editorial Luhu)), Pregunta por Magdaleno: apuntes de viaje de un líder del pueblo llano (2009, Ediciones GPS) y Primera crónica del movimiento obrero de Aranjuez y surgimiento de las comisiones obreras (2007, Editorial Marañón). Más de 25 años de experiencia en el sector de la comunicación.

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