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Miedo

José Antonio Vergara Parra
José Antonio Vergara Parra
Licenciado en Derecho por la Facultad de Murcia. He recibido específica y variada formación relacionada con los trabajos que he desarrollado a lo largo de los años.
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análisis

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La vida, tal como la conocemos, está llena de trampas. La mayor parte de ellas son visibles, casi tangibles. Hoy les hablaré del miedo; tal vez la herramienta más silenciosa, eficaz y perversa conocida, pues es capaz de convertir a un ser libre y feliz en un semoviente desdichado y prematuramente caduco.

El miedo no se gesta por generación espontánea; no es casual sino causal, tampoco fortuito sino calculado. Se transmite por una correa de transmisión donde, habitualmente, los engranajes más débiles acostumbran a tener una vida útil muy breve. Nada ha de pasar pues hay repuestos lozanos por doquier que serán tanto o más provechosos por un tiempo determinado. Como en toda transmisión, se necesita una fuerza motriz primigenia que haga funcionar el mecanismo.  Ahí es donde moran los canallas;  fríos estrategas de la estulticia más nauseabunda para quienes el fin y su privilegiada posición lo justifican todo. Para ellos, el hombre no es el centro de nada sino, en todo caso, una pieza con obsolescencia programada que será exprimida en tanto sea provechosa. Desprovisto de cualquier utilidad mínimamente rentable, será desechado como un despojo.

Los arquitectos del inframundo no están solos. De un lado, necesitan distinguidos tontos útiles que legislen a conveniencia y que, llegado el caso, miren para otro lado. En el perfil psicológico de estos delineantes por encargo hallaremos una descomunal ambición y una inexistente ética. Me atrevería a decir que antes que inmorales son amorales pues difícilmente puede ser perverso quien desconoce el bien. No conocen ética o decencia alguna y, en consecuencia, carecen de consciencia que, como alguna vez he escrito, hace de centinela y pacificador para seres con entrañas.

La cadena de transmisión es larga y la fuerza motriz originaria podría resultar insuficiente para garantizar el perfecto funcionamiento del diabólico artilugio. Es justo ahí donde, junto a los arquitectos y delineantes, aparecen los jefecillos de obra o explotación. Como lo fueron para Judas Iscariote, treinta monedas de plata serán suficientes para que estos eslabones intermedios se tornen en lobos para el hombre. Los hay finos y también toscos pues los primeros diseminan el miedo de forma sibilina y los segundos sin filtro, atizando con el látigo sin disimulo alguno. De alguna manera, estos cagalindes son medrosos con los de arriba y brabucones con los de abajo. Los hay tan estólidos que, por momentos, creen ser Dios mismo reeencarnado mas un día de estos les llegará su turno y comprenderán que malvendieron su alma por un señuelo de cartón piedra.

Nadie hace nada y todos miran para otro lado. Como si nada pasara, como si no importara. Juegan con nuestras vidas y sueños. Amenazan nuestro presente y nublan cualquier atisbo de esperanza. Diseñan estrategias para la estafa y el engaño. Medias verdades, hábilmente inoculadas, que son en realidad monumentales embustes. Amenazan con el despido o la degradación. Un día sí y otro también, a cada instante, con martilleante e insoportable cadencia, controlan, exigen, fiscalizan, oprimen y asfixian a seres humanos que únicamente necesitan trabajar en paz para llevar un salario digno a su casa.  Tal es la presión que, finalmente, los soldados de las trincheras, esos que miran a los ojos a sus víctimas, terminan doblegados y sumisos, cuando no enfermos. Exigen a todo obrero el trabajo de tres. La sobrecarga de tareas exige alargamientos de jornadas y renuncias personales que nadie está dispuesto a compensar. Los redactores de códigos deontológicos y manuales de buenas prácticas acostumbran a vulnerarlos de manera reincidente y obscena. Y se hacen acompañar, no de los mejores, sino de los que por compartir vergüenzas resultan menos peligrosos.

Insisto. Nada hace nadie, ni la izquierda que anda atareada con las matrias y el espíritu de Franco. Esa izquierda donillera y catacaldos que se afelpuda ante nacionalistas xenófobos.  Ni los sindicatos, apesebrados y comprados para que jueguen a las casitas y a las huelguecitas si gobernare la derecha. Tampoco la derecha, ni la antigua ni la nueva, capitaneadas por paladines de yermas vidas laborales y huérfanos de mundanas cicatrices. Ni la inspección laboral, más cosmética que real, inmisericorde con el cordero y cobarde con el león. Las bajas médicas por estrés, ansiedad o depresión están aumentando exponencialmente. Culpan al covid pero yerran. Tras la mayor parte de estas bajas hay otras razones que los damnificados conocen bien y que el Estado prefiere ignorar. Craso error pues las consecuencias económicas y sanitarias de esta innegable realidad ha de asumirlas, finalmente, ese mismo Estado.

Y si algún descerebrado, lanza en triste, decide embestir las aspas del molino, le ocurrirá lo que al maravilloso loco cervantino; que dará con sus huesos en la tierra y nadie, salvo Sancho, irá en su auxilio. Pues quienes, como Sancho, carecen de don, linajes e hidalguías acostumbran a ser inesperados y benditos samaritanos de viaje.

¿Para qué una patria que abandona a sus hijos y auxilia a Saturno? ¿Para qué la bondad o la decencia o la empatía si sólo amargan el cáliz? ¿Pará qué las galeras o los surcos en la tierra? ¿Para qué una lluvia atormentada o una cosecha baldía? ¿Para qué? ¿Para qué? Una patria que no responda satisfactoriamente a tales interrogantes no es una patria ni nada que se le parezca. Después de todo, no parece muy sensato esperar nada de ese Estado, quimérico y enteléquico, secularmente al dictado y servicio de los poderosos. Sí. Esos cebones a los que, antes o después, les llega su San Martín pero que, mientras tanto, joden cuanto pueden. Aun a riesgo de parecer condescendiente, les diré que esta gentuza me suscita verdadera compasión pues, por acción, omisión o complicidad, son tristes bufones del reyezuelo de turno.

No es posible vivir con miedo pues, de hacerlo, habremos muerto en vida. El miedo, en tanto promesa anticipada de un mal, desnaturaliza la mismísima esencia del ser humano, que está llamado a ser libre y feliz. El individuo, particular o colectivamente, tiene una fuerza colosal que, desde el origen de los tiempos, los canallas han pretendido (a veces) o conseguido (casi siempre) anular. La verdadera revolución está por venir y anida en nuestras almas pues como previno William Shakespeare, “el infierno está vacío, todos los demonios están aquí.”

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