Nuestra llegada a la ciudad de Campeche (estado homónimo), se produce cerca del atardecer del 27 de diciembre, y por una vez es harto agradable llegar a una ciudad cuando aún es de día. Campeche, ya en sus primeras calles, ofrece claridad, transparencia, sensación de orden, temperatura harto cálida y una vegetación envidiable. Aunque el nefasto co-piloto que hay en mí propone surcar la avenida equivocada a una Crocoy derrengada de conducir, por lo que solo tras dar un gran rodeo alcanzamos resignados el Hotel Deluz –entre todos los nombres posibles-, ya una vez caída la noche.

Situado en la Avenida López Obrador, próxima al estadio de béisbol Leandro Domínguez (deporte que parece contar, en este estado, con un predicamento inexistente en el centro de la república), dicho establecimiento -de infraestructuras algo trasnochadas, muy años setenta-, consta de un encargado de amplia llaneza y cordialidad, franco y dispuesto para cualquier broma o diversión, afable y sencillo. Es decir, en justa correspondencia a la definición de «campechano» contenida en los diccionarios. Le parece muy bien que me escape a comprar unas cuantas chelas (cervezas) en un Oxxo cercano y nos demos un baño en la alberca (piscina) del patio con total nocturnidad y alevosía.

Ya una vez sequitos, tomamos el coche con tiento y desde el vehículo presenciamos el mero (mismo) centro: la calle Comercio y su preciosa catedral, situada frente a uno de esos parques tan típicamente mexicanos -provisto de kiosko central, y sin los que este país no sería exactamente el mismo-, flanqueado por diversas callecitas de colores de evidente antigüedad, haciéndose evidente el impresionante el patrimonio histórico-artístico de esta ciudad amurallada frente al Golfo de México. Al parecer Luis -aquel joven amigo, tan grato y erudito, que hicimos en Champotón apenas unas horas atrás-, va a tener razón a la hora de celebrar las bondades de este lugar.

Aparcamos cerca del Ex-Templo de San José y, llegados a la denominada Puerta del Mar, uno de los antiguos accesos a la ciudad junto al muelle, observamos a un tipo provisto de sombrero, traje blanco y capa color vino tinto que regenta un pequeño puestecito promocional en una acera. Nos propone, muy atento, un tour llamado «Vive la leyenda«: cuesta 80 pesos (cuatro euros) por persona, y ofrece «leyendas teatralizadas» que tendrán lugar en las casas y lugares más representativos de Campeche. Y «siempre de una manera amena y divertida». Caminaremos por las calles 59, 18 y 63 para finalizar en el Baluarte de San Carlos.

Bien, el asunto parece no sonar tan mal, aceptamos de buen grado, como dejándonos llevar, esta noche apetece encontrarlo todo hecho… Y aún así intercambiamos una mirada cómplice, conscientes de que México y sus tours callejeros -y sus leyendas teatralizadas en particular-, suelen presentar cierta suerte, cómo decirlo, de problema. No nos hace falta sino recordar aquel de Peña de Bernal, hace ya seis años..

Nunca pudimos olvidarlo: Peña de Bernal es un impresionante pueblo colonial (otro más…), que Crocoy me instó a conocer en el año 2010. Situado en el estado de Querétaro, dicha Peña lo corona todo, no en vano constituye el tercer monolito más grande del mundo (después del Peñón de Gibraltar y el Pan de Azúcar de Río de Janeiro, lo cual se dice pronto). Es un poco como hallarse al final de la película «Encuentros en la tercera fase» pero a la mexicana, algo verdaderamente impresionante. Como aquella jornada en que nos topamos, en mitad de la calle, con una especie de cicerone envuelto en un atuendo caballero del siglo XVIII, sombrero de mosquetero y todo, quien a cambio de unos cuantos pesos se comprometió a desgranar lo que acabaría siendo un confuso batiburrillo de datos supuestamente históricos sobre la localidad, mezclando fechas y lugares a su capricho y haciendo fruncir el ceño de Crocoy antes de pronunciar cuatro frases seguidas (desencuentros en la tercera frase, por tanto).

Semejante recorrido histórico incluyó la visita a un par de desvencijadas estancias sin mayor historia, así como el ser víctimas ocasionales de esos infantiles «sustitos» que tanto les gusta propinar por aquí, con la excusa de la cultura: sonrojantes figuras envueltas en sábanas y arrastrando cadenas hacían las veces de fantasmas, aunque sin producirnos tanto miedo como sonrojante vergüenza ajena. Y evidenciando al máximo ese candoroso e ingenuo carácter, tan propio de los mexicanos -no importa el estado del país en cuestión; ni siquiera su fama de tremendos u hostiles, tan transmitida ahí fuera-, en el que tono y mensaje parecen orientados exclusivamente a los niños (en tono algo infantil-tonto, sin el encanto infantil de los mismos).

Ahora bien, justo antes de empezar este nuevo tour campechano distingo una farmacia frente a mí, y como hace tanto calor me abalanzo a su interior deseando proveerme de sendas botellas de agua antes de que se me escape la comitiva (unos cuarenta adultos y un par de niños). En su interior, un joven empleado de bata blanca, inmerso en la pantalla del ordenador de su caja, confiesa en voz baja, como hablándose a su propio cuello y sin formular disculpa alguna, que se le ha caído el sistema informático. Y ninguno de los integrantes de la numerosa cola de clientes que aguarda ante sí emite el menor atisbo de impaciencia, el tiempo parece innecesariamente detenido, haciéndoseme evidente esa resignada pasividad crónica, esa hueva (pasividad, pachorra), que aqueja a buena parte del fabuloso México. No es que esperara airadas muestras de irritación o salida de tono alguna, pero es un inmovilismo crónico. Al fin otra empleada, desocupada en una esquina, me tiende un par de botellas y salgo disparado a la calle: por suerte, ese tipo de de sombrero, traje blanco y capa color vino tinto -bueno, ni Crocoy-, se han marchado todavía. La gente sigue haciendo cola, curioseando, pagando su boletos.

El primer problema, sin embargo, surge cuando ese mismo individuo que tan razonable parecía a la hora de vender los boletos (tickets), sufre una súbita e inesperada transformación y, asegurando encarnar al Sereno de Campeche, pasa a impostar súbitamente la voz en una extraña mezcla del cangrejo Sebastían de «La sirenita» y el cantante King África («Bailarrr…»), dándonos oficialmente la bienvenida a la visita. Sereno que, de pronto, parece andar algo borracho, autocalificándose como el narrador de las historias y datos importantes de la ciudad, acaecidos desde el Siglo XVI (como que Francisco de Montejo llegó a tierras campechanas, venció a los mayas del lugar y fundó la ciudad de San Francisco de Campeche… Bailarrr; aquella que unos aguerridos piratas, de origen británico en su mayoría, atacaron por primera vez en 1557).

Llegado es el momento de intercambiar con Crocoy la primera mirada divertida, tipo «odio decírtelo, pero te lo dije«. Algunos de los cuarenta adultos a nuestro lado muestran cierta simpática solidaridad con el asunto, aunque no tarda en aparecer el segundo problema -resucitando, en nuestro ánimo, fantasmas pasados, concretamente los procedentes de Peña de Bernal-, con la sucesiva aparición de diversos alumnos en prácticas de la Escuela Oficial de Turismo de Campeche que, sirviéndose de un atrezzo más digno de una despedida de soltero entre amigos que de una representación madura y seria, van apareciendo sucesivamente envueltos en disfraces de monjes, almas en pena o piratas, todo con el objeto de enmarcar el misterio de ciertas historias locales –el Candelabro, el Hermano Sebastián, la Cárcel o la Casa del Teniente del Rey-, propinándonos de vez en cuando esos inofensivos sustitos marca de la casa (y Crocoy y yo volviendo a mirarnos, estupefactos).

Comparar semejante tour con otros mucho más sofisticados de la Vieja Europa sería como caer en una altiva condescendencia, si es que no ocurre ya, pero cómo culparles si hacen lo que buenamente pueden. Consideramos, por un momento, la idea de retirarnos y hacer cualquier otra cosa, tomar una cerveza, callejear a nuestro antojo, qué sé yo, pero todo este pequeño circo, a la vez, transcurre en escenarios fascinantes, en maravillosos fortines y baluartes que presenciaron acciones de, efectivamente, pura leyenda.

El punto culminante, no obstante, tiene lugar en el Baluarte de San Juan , junto a la Puerta de Tierra, cuando el fantasma -esta vez sí: es irremediable-, de un pirata, máscara calavérica y todo -aunque sin sábana alguna, gracias a Dios-, inicia un descenso supuestamente teatral por las escaleras del interior de una de esas defensas míticas, un poco a lo Norma Desmond en el final «El crepúsculo de los dioses», gesticulando ante un indescriptible play back que simula el tono fiero y sediento de sangre de un desalmado y rodeado por unos efectos de luz y sonido más propios de un modesto club de aficionados. Solo disfrutamos verdaderamente al retrasarnos unos cuantos pasos del grupo y presenciar la trastienda del asunto: uno a uno, dichos actores se van ausentando de cada recinto histórico, reconvertido en punto histérico, armados con su pequeña bolsita para cambiarse de atuendo, casi como funcionarios satisfechos una vez cumplida su función teatral. 

El asunto da por terminado una hora y media después y en efecto, es en el Baluarte de San Carlos, esquina poniente del recinto amurallado, donde nuestro impagable Sereno pide cordialmente una ayuda para esos magníficos estudiantes, óbolo con que colaboramos gustosos, a la par que aliviados. Si bien el tercer problema consiste en no poder evitar pasarnos prácticamente toda la mañana del día siguiente imitando, el uno frente al otro, la voz del Sereno de Campeche hasta para decirnos la más mínima cosa, partidos de risa.

Ya en el mercado principal, y llevados por nuestro amor hacia tales lugares, este sin embargo no nos resulta tan bonito, entrañable y acogedor como otros tantos que ya hemos visto, quizá debido al inmenso calor reinante, quizá a tratarse de un complejo de tan grandes proporciones, con parking en la cima, y sin el carácter pulcro e indigena del sur. O a su desorden, a su suciedad. Aún cuando la oferta de productos y comida local, bajo techos entoldados, en el clásico entramado laberíntico de puestos y más puestos, resulte tan embriagadora como siempre: miles de ofertas para sentarse y desayunar, decenas de tipos físicos indescriptibles, frutas y vegetales graciosamente apilados por doquier, ya en cajas, ya colgando del techo. Crocoy se asombra ante la existencia de esos aguacates enormes, completamente redondos: nunca habíamos visto algo así. Ni tantos calabacines de formas tan graciosas, ni semejante variedad de tomates, cebollas, chiles y racimos de plátanos (no en vano abundan tiras de hojas de plátano para hacer tamales). O la pasta de achiote. «Es como tipo mole», me explica Crocoy. 

Pero todo cuanto sabemos de la gastronomía mexicana es que resulta casi tan inagotable como el hambre que nos despierta: decidimos al fin desayunar algo acomodados en un comedor que cuenta con sillas y columnas de color celeste. Crocoy me explica, amable como siempre: «En donde quieras te sientas, pides algo ahí…». Una empleada inexpresiva nos canta, como en una letanía y con voz muy aguda: «Hay pescado frito, mondongo, puchero de pollo…». Recipientes de amplio colorido ofrecen trocitos previamente cortados de mango y de cebolla, a gusto de todo consumidor que quiera armarse un buen taco. Todo ello junto a enormes botellas de Coca Cola que, como ídolos silenciosos, y sin las que este país parece no poder querer vivir (como quedó patente en alguna entrega anterior de esta sin par saga azteca), yacen expuestas e imperiales.

En la mesa de enfrente, de hecho, un padre de aspecto humilde y asilvestrado suministra generosos sorbitos de una botella de la pausa que refresca a su escuincle (niño pequeño), a modo de biberón.  Trump ansía construir un muro entre esta nación y la suya, lo cual trae cola: cola de pegar, tan hostil se muestra su administración contra este sufrido país que nos ocupa. Pero no se abstendrá de envenenarla al seguir trayendo aquí aún más cola todavía: cola de pagar, y además muy poco, debido al bajísimo precio del oscuro elemento: aún más asequible que, por ejemplo, un litro de leche.

Curioso y dispuesto a gozar de las bondades locales, veo pasar ante mí un plato sopero de contenido incitante, una sustancia caldosa que responde al nombre de mondongo. Y anteponiendo la curiosidad a la salud -al sentido común-, encargo uno y resulta ser un señor plato de jugosos callos: apenas son las diez de la mañana y no encuentro forma humana de terminarlo.

Campeche posee un malecón limpio y bien trazado, provisto incluso de carril bici ante un mar cálido y azul. Las palmeras decoran la vista. Llegado el mediodía, buscamos la manera de acercarnos al Fuerte de San Miguel, apartado del casco urbano, siempre enfrente de la costa, y cuya construcción data de 1771. Apenas hay tanta gente: no precisamos hacer cola. De preciosa piedra blanca, se halla bordeado por un foso y posee patio central y una azotea donde perduran los cañones que ayudaron a defender la ciudad. No hay fantasmas. Tampoco encontramos, con todos los respetos, colas ni Serenos que valgan –exceptuándonos a nosotros dos, haciendo el tonto al hablar-, y quedamos embriagados por su sobria belleza.

«¿Una cervecita?», propongo a Crocoy.

«Dos«, contesta.

Muertos de hambre otra vez, nos acercamos a la Zona Cocktelera, una sucesión de restaurantes donde tampoco hay cola alguna para sentarse, y allí volvemos a contemplar el mar en silencio antes de partir hacia la ciudad de Mérida, donde nos espera la amiga Chusi con toda su familia.

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