Ayer celebramos Nochebuena y hoy partiremos temprano de viaje desde Pachuca para ir cruzando seis estados –Hidalgo, Tlaxcala, Puebla, Veracruz, Tabasco y Campeche-, en dirección a Yucatán, hacia el este, donde una amiga de Crocoy nos recibirá en un par de días junto a toda su familia. Yucatán, en el Golfo de México, representa en buena parte esa imagen de México que quienes nunca han ido a México poseen del país, promovida por el turismo organizado (Cancún, ruinas mayas, el Caribe, etc). Si bien junto a Crocoy los viajes acaban organizándose a nuestra particular manera. Ella misma ha reservado previamente los diversos alojamientos en ruta, y nuestra primera escala será la ciudad de Coatzacoalcos (Veracruz). Detrás de tan sonoro nombre se esconde un misterio: ni siquiera Crocoy ha estado nunca allí. Cruzándose de hombros, se limita a observar que allí nació la actriz Salma Hayek. No es mucho, pero eso es todo lo que sabemos.

Después de la imprecindible bendición de la Tía Lore («Que los ángeles os cubran, que la cruz del cielo descienda y de todo mal os proteja, que Santa María del Camino os lleve y os traiga con bien a vuestro destino, cuídenseme…«), tomamos dirección hacia Tulancingo y después ya veremos. Crocoy posee todas las indicaciones precisas. A diferencia de nuestros cuatro viajes anteriores, no la puedo acompañar en el manejo (conducción): olvidé mi carnet de conducir en España, y ella lo hará durante todo el camino, tal y como yo hiciera este último verano al dirigirnos a Florencia. Pero disponemos del GPS de nuestros respectivos móviles, que siempre se anda atascando. Ah, y nuestro sentido de la orientación es el de un molusco.

Debimos tomar la carretera 43 desde Tulancingo. O la 88 tal vez, ya no me acuerdo. Crocoy quería acortar hacia las Cumbres de Maltrata, pero no hemos sabido hacerlo -soy un copiloto pésimo-, y alcanzamos el estado de Puebla cinco horas después (atravesando Tlaxcala, el más chiquito del país, casi sin darnos cuenta). Más concretamente, la concurrida localidad de San Martín Texmelucan de Labastida (en náhuatl: tetzmollohcān, «lugar lleno de encinos«; aunque no distinguimos más que su populosa calle principal; ni rastro de esos encinos).

«Ya va mal, señorita…», nos replica un agente muy joven de la Policía Municipal. «Este… Es que ya se perdió» («este…»: término-coletilla con el que tantos mexicanos comienzan sus frases, y adelanto de la indecisa pausa que, invariablemente, seguirá a continuación). «Ahorita esta es la carretera federal a San Benito…». «¿Y no me podría sacar con su patrulla delante?… Es que soy bien despistada. Ándele, ¿si?» , ruega Crocoy. ««Este… Déjeme que le diga al comandante». «Insistale, por favor«. El hombre vuelve a voltearse (girarse): «Este… ¿y cómo le haremos?…». «Pues pidiéndole permiso, ándele…», replica ella, muy viva. «Nos vamos a quedar sin desayunar, ¿eh?… «No, ahora les damos para el desayuno«. Y a mí, en voz baja: «Cincuenta pesos«. Preparo el billete en cuestión.

Y en efecto, una unidad de la Policía Municipal nos guía hacia la salida del pueblo mientras Crocoy canturrea alegre: «Hasta las penas se suavizan si sabes sonreír, la la la lá…». Nuestro policía asoma su cabeza a la ventanilla: «No tiene que dar vueltas hacia ninguna parte, están todos los señalamientos. Es que debe ir usted bien pendiente, este… Mira, si gustas bajarte aquí dice Veracruz para allá. Es muy fácil, jefazo…«. Y vuelvo a montarme en el coche: el tipo tuvo suficiente cuidado de tender la mano disimuladamente, a modo de despedida, en el preciso momento de decir: «jefazo» y con el exclusivo propósito de recibir el billete.

En lugar de tomar la Carretera 1500 -que baja hacia Córdoba, tal y como precisaríamos hacer-, invito a mi piloto a tomar la 1400, en dirección a Jalapa. Rodeo innecesario. Al menos nos rodean esos magníficos valles de México. Esos nombres de pueblecitos que uno suele toparse por el camino, y que requerirían todo un curso avanzado de fonética: Chacaltianguis, Atzinzintla, Coscomatepec, Ixtacamaxtitán, Cosoleacaque…

Aparte del correr del reloj, nuestra máxima preocupación son los peajes y el gasto que suponen. Conservo en mi poder todos los tickets-recibo y, desde las 11:40 de la mañana hasta las 10:00 de la noche de aquel primer día, y habiéndonos detenido ante las casetas de: Autopista Texmelucan-Tlaxcala, Miradores, Plan del Río, Paso del Toro, Cosamaloapan, Las Vigas, T3-Cantona, La Refinería, todo ello vino a costarnos, este… unos 850 pesos (unos 40 euros).

Nota: en uno de dichos papelitos consta el nombre de uno de los cobradores en cuestión: Uzial Abimael De la Rosa. A quien ahora podría buscar en Facebook y mandarle un saludín si quisiera -mundo interconectado de locos-, solo que no dispongo -y cuánto me alegro-, de tanto tiempo libre.

Durante nuestro primer viaje por el país, hace doce años, visitamos la atractiva ciudad de Veracruz. Todo allí recordaba a Cuba. Pero yo aún no he estado en Cuba: fue ella quien me lo dijo. País en el que, por cierto, ella vivió durante un tiempo, hace ya seis años, perdiéndonos mutua pista por completo (¿y acaso no queremos dejarnos caer por esa isla el próximo verano?). Sí: calor, palmeras, guayaberas (ese elegante tipo de camisa, que tanto abunda por aquí), y hasta vecinos con GPS incorporado: preguntamos por una dirección a un señor elegante, alto, distinguido, su piel era como un cigarro habano, quien tras oír el nombre de la calle en cuestión se detuvo pensativo y, contemplando el horizonte durante diez largos segundos, dijo al fin: «A treinta y tres cuadras desde aquí«. Y pasó de largo sin mayor ceremonia. Fuimos contando cuidadosamente todas esas cuadras (manzanas), y efectivamente: eran treinta y tres. Ni más ni menos.

Proseguimos comprando agua, mordisqueando sandwiches procedentes de nuestra nevera portátil o cuidando el uno del otro. Escuchando al no menos cubano Silvio Rodríguez y otras diversas voces indicadoras, llenas de música casi todas ellas: «Ahorita en la libre (carretera sin peaje) no hay casi tráfico, a Coatza son cuatrocientos kilómetros. Este… Te avientas a cien por hora, demora cuatro horas, hay topes (baches)… Entonces la autopista la agarras ahí en el puente, no lo subas… Donde pone Córdoba-Cuota. Y ya te va a marcar Coatza, Acayucan…». Aunque mejor delegar en la piloto oficial: como es habitual en mí, suelo hallar confusión en frases como: «Doble por esa cuadra frente al entronque, siga luego el camellón cerca de la banqueta«. Lo que viene a decir: «Gire por esa manzana frente al cruce, siga luego la mediana cerca de la acera«. Y creo haber causado ya suficientes problemas.

El paisaje va cambiando, Veracruz es un estado exuberante, extenso y delgado que lame la costa del Golfo como si temiera desprenderse del mar. Paramos en un Oxxo a comprar hielo, y en la fachada de un establecimiento leemos, junto a un altarcito consagrado a la Virgen de Guadalupe, un cartel que dice: «Se prohíbe estrictamente la venta de cervezas a menores de edad, personas que no estén en pleno goce de sus facultades mentales y uniformados». Y me ilusiona fotografiar, como a un niño de diez años, la fachada de una pollería que reza: «Don Pollón«, pero tenemos prisa, va cayendo la noche y adivinamos Coatzacoalcos (en náhuatl, «lugar donde se esconde la serpiente«), parada estratégica en nuestro viaje, justo en su ecuador.

Poniéndome en plan Miguel León-Portilla, apuntaría que, después de la toma de Tenochtitlán, Hernán Cortés ordenó poblar esta región, que definió ante Carlos V como el mejor puerto natural existente en la costa del Golfo de México. O que ya en 1936 se restituyó el primitivo nombre de Coatzacoalcos (cambiado en 1900 por el de Puerto México, debido a que los extranjeros no podían pronunciarlo, y quién podría culparles). Pero lo que manda es el presente, conviene estar al día y la noche parece aún más noche por aquí: apenas hay luces en la carretera, hay que estar muy atentos o acabaremos en el lugar donde se esconde esa serpiente. De momento se respira una turbiedad inexplicable: hay ciudades que te dan la bienvenida desde el principio y otras que no.

Esta es, decididamente, de las segundas. Crocoy decide tomar un cambio de sentido, rodeamos el pilar de un puente, ¿y qué encontramos?… A un par de tipos semi-uniformados que, repantingados frente a una garita desvencijada, nos cobran diez pesos por alzar una oxidada barrera blanca y roja. En lontananza se distingue el resplandor ocre de una refinería. Tolkien se inspiró en sitios así para arrojar el anillo mágico a los fuegos de Mordor. Detenidos en una gasolinera aislada, indagamos más indicaciones todavía, repartidas esta vez con algo de desgana:

«Se va derecho, pasa por debajo del puente, no lo va a subir, regresa y a mano derecha ahí dice «aeropuerto». Este… va a llegar allá a Aurrerá, luego a Soriana (en México los nombres de los centros comerciales son indispensables para ubicarse). Todo derechito… Ah, y solo tenemos gasolina magma, señorita«. Al preguntarles si no les extraña tantito (un poco) que la luz brille por su ausencia, replican, visiblemente extrañados, y con acento apagado, que no. Ay, cuánto añoramos a aquel veracruzano de las treinta y tres calles.

Comienzo ya a temer por la cordura de Crocoy: lleva demasiadas horas seguidas al volante y no ha vuelto ni siquiera a murmurar ni «hasta las penas se suavizan si sabes sonreír», ni «la la la lá…» que valga. Todos estos robustos puentes, misteriosas avenidas, resultan algo hostiles en su escasez, no ya de iluminación de este o aquel cartel, sino de gente (quienes a lo peor pertenecen a este o aquel cártel… ¡pero de la droga!). El Hotel NH debería estar muy próximo, nos dijeron, pero no aparece ni a tiros. Pero mejor olvidar esos u otros tiros (no se me ocurrió escribir en Google, aquel preciso día: «Coatzcoalcos Inseguridad«; cosa que hago en este mismo instante y, tras comprobar la primera entrada de todas -«Un infierno llamado Coatzcoalcos«-, cómo me alegra no haberlo hecho entonces; quizá hubiéramos pagado otros diez pesos solo por disfrutar de un simple cambio de sentido).

A otro tiro -al menos de piedra- del hotel NH, rodeado por complejos comerciales sin personalidad alguna, dejamos aliviados las cosas en nuestra habitación (y no en la de cualquier motel local, tipo Norman Bates en «Psicosis»: este NH es todo lo efectivo y aséptico que podríamos desear). Crocoy advierte, en la pared del propio ascensor, un mensaje escrito con ordenador y firmado por la Dirección: contiene varias faltas de ortografía y, como buena profesora que es, comienza a resoplar, harta de ese descuido a veces diario en el abecedario.

El portero del hotel afirma: «Ay, señorita, me gustaría mucho tener que decirles que esto es muy bonito, pero…». Tras un simulacro de paseo frente a una farmacia, su empleado, fumando tranquilamente en la calle, nos aconseja que no continuemos más. «Este… Recién atracaron la otra farmacia de la calle de al lado…«. Hechos un tiro, tomamos el coche y, sin afán de arriesgar, desembocamos en La Parroquia, cafetería tradicional y agradable, repleta de mesas y de camareros vestidos de blanco que sirven el denominado «Café lechero«, y que vierten a chorro hirviente en las tazas, por medio de una gran tetera metálica, casi como quien escancia sidra en Asturias.

El caso es que llegamos en el momento del tiro decisivo: el último de la tanda de penales (penalties), del partido Tigres de Monterrey VS. América de Ciudad de México. Clientes y empleados permanecen en vilo ante varias televisiones, y al vencer el Tigres, una explosión de júbilo llena el lugar por completo. Puede que la ciudad de Monterrey se halle a muchos kilómetros de aquí, pero el anhelo por humillar a los chilangos (oriundos de la ciudad federal), puede con todo. Individuos aislados, familias enteras, prorrumpen en un animoso: «¡A la bin, a la ban, a la bimbombán, Tigres, Tigres, rá rá rá!«. Uno de los camareros, poseído por la emoción, nos dice haber apostado mil pesos por los campeones.

A la mañana siguiente percibimos que cerca del malecón apenas se divisa el mar, y en cambio sí cientos de construcciones decrépitas, provistas de un colorido chillón que ni siquiera es kitsch sino escandalosamente feo. Una fila de estatuas, reproducciones a pequeña escala de la Estatua de la Libertad, el Cristo Redentor, Don Quijote, un Samurai, o incluso Beethoven en posición de dirigir una orquesta -vaya, ¿y qué hay de Salma Hayek?-, reclaman nuestra atención como ejemplo de birria, y detrás encontramos la Picadita Jarocha, establecimiento de color anaranjado y provisto de diversas arcadas, en cuyo parking dos jóvenes afinan sus respectivas arpa y jarana (guitarra), produciendo embriagadores rumores líricos. Visten guayabera blanca con paliacate (pañuelo) rojo al cuello, amarrado al frente (jarocho es toda persona nacida en Veracruz).

«¿Me puedo estacionar aquí?…», pregunta Crocoy a un aparcacoches que, vacilante, no acaba de concretar. Típicamente mexicano. «Aquí no, este… aquí tal vez…», dice. «Pero entonces, ¿dónde sí?…», replica ella, sorprendida e impaciente. Otro empleado, en cambio, nos facilita diligentemente el menú, una tira rectangular y larga de papel en la que se lee: «Memelas, huaraches, gorditas y salbutes. Huevos: al gusto, divorciados, rancheros, motuleños. Paquetes: Paquete guste, Paquete llenes..»..

Nos atienden muy rápido, la comida es excelente y casi nos empieza a gustar Coatzcoalcos (casi) En general, este aire de competencia resulta inusual en el país. Quien curiosee en Trip Advisor podrá leer las impresiones de un cliente cualquiera -léase, se lo ruego, con el preceptivo acento mexicano-: «Típico Restaurant con platillos de la región, las memelas con carne de Chinameca son una delicia, las negritas son unas tortillas pequeñas con un toque de frijolitos, las picaditas no tienen igual, acompañadas de una rica salsa con chiles habaneros. Y de tomar (beber), una rica malteada o jugos con frutas de temporada. Se los recomiendo».

Lo que ese tipo no menciona es que ambos músicos del parking, acompañados de una hermosa joven -vestida con el atuendo típico de Veracruz: falda blanca ancha, decorada con encajes y bordados, más blusa, mantilla, cadenas en cuello y peinetas en la cabeza-, comienza a danzar el Son Jarocho, un «zapateado» de una elegancia y gracia incuestionables: al sostener en alto los pliegues laterales de su falda, girando sobre sí misma, se asemeja a una paloma (llega incluso a sostener un vaso sobre la cabeza al moverse, sonriendo siempre).

Antes de irnos por qué no cruzar una de las avenidas principales de la ciudad, donde abundan casas bajas, infraestructuras de mala calidad, comercios trasnochados, arcadas y portales como las del «Hotel Colonial«. Gente renegrida. Muchos viejitos. Algunos Coatza-alcohólicos. «Lo que tienen es una linda vegetación«, comento. Y exuberante es un rato, con sus lindas palmeras, sus ruiditos de animales procedentes de sus copas, pero como venida a menos, al igual que todo los demás. «Estética Rotterdam» posee su nombre escrito con letras pretendidamente chic, pero que datan de los años setenta. Y el vistoso letrero de «Clásica» reza: «Todo para ella. Todo para el«. «Pero «el» sin acento… O sea, ¿cómo?», se queja ella. «¿En serio esperabas un acento?». «No, digo, si ya en el NH había faltas de ortografía…».

Aparcamos frente al propio y ancho Río Coatzacoalcos, como si aún intentáramos disfrutar de algún paraje o rincón, por si acaso. Su agua no nos parece tan limpia, y en la impávida mirada de una iguana apostada en una barandilla creemos leer todo lo que precisamos para decir adiós. «Lindo lugar para vacacionar. Cuando llegues a Yucatán lo vas a confundir…», asegura ella irónica. «Aunque esto es Cuba», añade, ya en el coche, observando más fachadas.

«¿Pero sabes que sí noto?… La amabilidad de la gente. Nadie me va tocando el cláxon…». Un vehículo le cede el paso en ese mismo instante . «¿Ves… Son amables. Como decía mi abuela: siempre hay que mirar el lado bueno de la cosas. Y mi madre igual. Decía: «estan en la mierda, pero la gente es amable al conducir… ¿Quieres que probemos acomprar hielo?».

«Este… Sí, y luego marchémonos de aquí», le digo.

Por Mex con mi ex (V)

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