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Metáforas (II de II) – Las rocas españolas

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
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análisis

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He leído bastante que, parece ser, los políticos independentistas no esperaban que el 1 de octubre fueran a votar 2’3 millones de ciudadanos. Que, montados en una ola que empezó a alzarse con el cepillado del Estatut, y yendo directos hacia las rocas del Estado (en plural: mediáticas, policiales, políticas, judiciales), prometieron que pasarían sobre estas. Lo prometieron convencidos que todos veríamos que la ola no era suficientemente alta, y quedaría justificado saltar de la cresta (convocar elecciones) y vivir unos años más de (o en ese) mar revuelto. Pero se encontraron en lo alto de una ola descomunal, mucho mayor que la prevista… aunque “no lo suficiente” como para sortear por encima las rocas del Estado sin graves consecuencias. ¿Qué hacer? ¿Cómo justificar descabalgar de la ola? Pues mintiendo: a los suyos, y al Estado. Vendieron la imagen de que ya sobrevolaban las rocas cuando, de hecho, se habían apeado unos metros antes, justo antes de la línea (veremos en el juicio si la traspasaron o no). Que el Estado los juzgue por saltar encima las rocas, o bien es la ironía que se creyeron tal salto, o bien es el cinismo de hacerlo creer como excusa para aplicar un correctivo. Hay dudas sobre qué pruebas dirimirán qué, pero también es probable que estos políticos tengan un segundo juicio: el de sus votantes aceptando, o no, sus explicaciones. Digo probable, no sé. La indulgencia de los votantes para con los suyos, suele ser sorprendente (miren, si no, cómo se votan partidos claramente condenados por corrupción y con prácticas policiales propias de regímenes totalitarios).

Si bien es cierto que los políticos independentistas alimentaron esa ola, opino que en su mayoría fue al revés: la sociedad, la ciudadanía catalana, harta del proceder del Estado Español, se convirtió en una ola a la que se subieron, incluso, los políticos más independentistas (muy acomodados a vivir en una reivindicación que parecía utópica, una ola teórica que navegaba aparte). En cambio, si actualmente parece que hay otra ola en España, ésta es una ola creada desde arriba, no fruto de una demanda social, sino hija de unos políticos

y medios que la usan o bien como reacción a un ataque al sistema, o bien para esconder graves problemas de corrupción. Para ello, también mienten, y también se lo perdonan los suyos, en aras, supuestamente, de reforzar las rocas ante la embestida (de momento, inexistente) del independentismo catalán. No sé si, tras un periodo de catarsis, sin una muy buena explicación, los políticos independentistas pagarán los costes. Los de ERC, tienen la ventaja de señalar que (presumiblemente) ellos iban “con” la ola desde el principio. Creo que este plus tiene cierta caducidad. Veremos. Pero la ola catalana permite una salida, que es el referéndum. Este puede hacerse de muchas maneras, bajo muchos términos, y puede darse suficiente información sobre sus consecuencias para que el individuo vote con el máximo de libertad. Y las rocas continuarán allí, la intención no es quitarlas, sino vivir al margen de ellas. Sin embargo, esta ola española que va creciendo, ¿tiene algún tipo de salida?

Por mucho que Junqueras hable de “amor”, no creo que las relaciones se basen en este. Me parece que, por debajo del amor, la libertad, la democracia y otros términos de evidente grandeza y necesarios, hay un pequeño pie muy denostado, que es donde todo se apoya: la confianza. Sin confianza, todo lo mayúsculo pierde su valor. Y no hay peor caries para la confianza que la mentira. La mentira desmiembra tanto al que la dice como al destinatario, porque rompe la base de la relación. Y el sistema democrático, en el fondo, es la manera que tenemos de relacionarnos todos con todos. Permitir la mentira, sea a los nuestros o a los otros, es lacerar aquello que sostiene la democracia como relación entre ciudadanos. Este es un gran déficit que lastra la democracia española (e incluyo, también, la catalana).

En toda relación libre hay una fidelidad, no al otro, sino a la confianza en que, el tiempo, más o menos, iguala las voluntades de las partes. Es decir, hoy cedo en una negociación con usted porque confío que, tarde o temprano, usted cederá en otra conmigo. En la relación que un español establece con su estado, esta fidelidad existe (excepto referente a la monarquía, pero es otro tema), pues la alternancia de izquierda y derecha en el gobierno le permite verse como parte

que cede unas veces, y otras, no. Pero la relación de un catalán con el Estado Español, es diferente. La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut (refrendado por el Parlament y por el pueblo) y anulando una larga serie de leyes catalanas, ese incumplimiento contínuo del gobierno-Estado referente a los acuerdos con Cataluña, rompe la fidelidad en esta confianza. Y no olviden, por favor, que este Estatut recortado ni siquiera se ha cumplido una sola vez por parte del Estado; ni un solo año.

Todo aquel catalán que cree que su comunidad es una nación (cultural, política, histórica) se da cuenta de que “no es parte del Estado”, sino un ente aparte, sin estado, y por ello muchos que defendían la idea de una federación, al ver su imposibilidad real, han optado por la independencia. Por ello creo que me equivoco muchas veces cuando pienso que es un error no explicar mejor cómo debe ser esa supuesta República Catalana: porque, en el fondo, la relevancia es disponer de ese estado propio (como los españoles) que permita la fidelidad a una relación de confianza con este. Es decir, que, a posteriori, con los diferentes gobiernos que tenga esa República, a veces uno cederá en sus reivindicaciones y, a veces, ganará. Como cualquier español relacionándose con su estado a día de hoy.

Pero es más fácil saber qué es mentira que qué es verdad, pues suele darse que no haya “una sola” verdad. A veces, la verdad es múltiple, y varía enormemente desde la perspectiva con que uno la mira. Esto no convierte una visión en más verdadera que otra, sino que, en cierto modo, si se excluyen las otras, las convierten, a todas, en falsas.

Toda verdad de un acontecimiento complejo es falsa si se contrasta con todos los hechos singulares que dan forma a este acontecimiento por separado, con el añadido que las consecuencias que se den y las que hay por llegar, van modificando no solamente la percepción, sino el acontecimiento mismo. En el fondo, diversas verdades “transitan” por el acontecimiento, y es este quien las asimila o expulsa. Al final, la verdad deviene “lo que cree la mayoría de la gente en un momento dado”, y con ello juegan los políticos y los medios. Pero, si hablamos de creencia, ¿qué importa más? ¿La confianza, la honestidad, o la capacidad de poder controlar los medios para imponer un relato? Creo que la mayoría toma sus decisiones (por ejemplo, votar) subyugadas al relato que opta por creer, que este le establece un marco desde el cual analiza, en el caso que lo haga, los acontecimientos.

Tal vez haya una minoría que lo hace por sus propios principios, desde el pensar por sí mismo, independientemente de los relatos que le ofrecen. Pero, aparte de ser ardua tarea, y de requerir tiempo y perseverancia, hay que mantener cierto escepticismo sobre el origen de los pensamientos propios. Ya no por la potencia de las manipulaciones, sino por esa serpiente escurridiza llamada “autoengaño”. Lo ideal, tal vez, sería una política más programática, incluso más fría, pero eso es lo contrario de lo que se nos ofrece hoy en día. Que cada uno adivine por qué.

Extraigo del francés Badiou: <<La perspectiva desde la cual una política puede ser pensada, aquella que permite, incluso después de su realización, captar la verdad, es la de sus actores y no la de sus espectadores>>.

¿Cómo saber si la perspectiva expuesta por los actores es verdadera o no? Por ejemplo, cuando Casado o Arrimadas dicen “golpistas”, ¿creen verdaderamente que esos políticos, a los que acusan, son golpistas (miren el diccionario), o no lo creen y lo dicen con otra intención? La única manera de aproximarnos a la verdad es confrontarlo con sus hechos y no con las interpretaciones de los espectadores. También, siguiendo con el caso catalán, el uso de la violencia policial el 1 de octubre es fruto de la interpretación del espectador-Estado, pero no consecuencia de los hechos achacados a una parte de los actores (pasivos, la gente que recibió los golpes): el mismo acontecimiento del 1 de octubre puede darse sin la violencia policial si la interpretación del espectador-Estado es otra: el juicio deja bastante claro que fueron Guardia Civil y Policía Nacional los que “abandonaron” a los Mossos, simplemente porque la visión política de De Los Cobos prescindió de la confianza mutua y eligió ir por su lado con la represión e imposición. Que la DUI no se publicase en el DOGC evitó que pasase de “declaración” a “hecho”, y fue el Estado quien decidió interpretarlo como un hecho.

El juicio es un intento del Estado de trasladar la responsabilidad de sus interpretaciones, como espectador, a los actores (pero esto es un engaño: el Estado es un máximo actor, lo que ocurre es que actúa como un adolescente que no quiere asumir responsabilidades: veamos las declaraciones de Rajoy, Santamaría, Zoido, que ni recuerdan ni sabían nada). Un fallo absolutorio por parte del Tribunal Supremo sería un reconocimiento de lo anterior, e implicaría asumir responsabilidades por parte del Estado: ¿puede, un Estado que ha demostrado su debilidad, permitirse una absolución? En general, leo que no, pero, paradójicamente, esta sería la única manera de fortalecerse. Trasladarlo todo al plano de la política y partir de lo aprendido por ambas partes.

El 1 de octubre no fue “un referéndum” sino “un acontecimiento”. Tomarlo simplemente como referéndum, desvirtúa aquello que es, y que se extiende hacia atrás (anterior a las protestas del 20-S) y hacia adelante (a la DUI y el juicio). Pretender que casi dos millones y medio de personas, “simplemente” estaban votando, es despojarlo de un significado más profundo.

Si se cae en ello, se puede aceptar que el juicio sea por rebelión, sedición o lo que quieran (digo el juicio, no la sentencia), pero opino que no debe ser así: se enjuicia todo el acontecimiento completo, y que incluye, siendo inevitable, la voluntad política de todos los participantes: todos aquellos que votaron (aunque votaran “No” a la independencia) y todos los policías y guardia civiles que actuaron (a no ser que se demuestre que había una orden superior claramente dirigida a obligarles a usar la violencia).

Si me permiten, debería extenderse, como parte del acontecimiento, a todos aquellos españoles que arengaron sus tropas al grito de “a por ellos, oé”. En este caso, si fuera así, también se estaría juzgando la legitimidad del Estado Español. Y, manteniendo que fuera así, es, el Tribunal Supremo, ¿capaz de juzgarse a sí mismo como parte componente del Estado? ¿La manera de subrayar la independencia de lo judicial no sería devolverle el problema al Congreso?

Retrocediendo un poco: si fuera cierto que, en el fondo, la raíz del problema es si la sociedad que se siente identitariamente catalana es sujeto político o no, hablamos, entonces, siempre de unilateralidad: es uno mismo quien se constituye como sujeto, no son los otros quienes lo deciden.

Otra cosa es que haya un poder superior capacitado para anular o no la efectividad de esa decisión; la decisión, aunque no pueda efectuarse, permanece. Por tanto, opino que es un error enfrentar la unilateralidad a lo democrático: la democracia, precisamente, se basa en la unilateralidad del individuo cuando vota. Este individuo vota “unilateralmente”, no negocia su voto multilateralmente. Y creo que no es demagogia: toda negociación, todo diálogo, es a posteriori de la decisión individual. Se negocia su efectividad, no su decisión.

Una persona española, de izquierdas o de derechas, demócrata, que piense que la monarquía de este país no es democrática (como mínimo, hasta que se consulte explícitamente a los ciudadanos de este país), tiene muy difícil argumentar (subrayo “argumentar”) que los catalanes no tienen derecho a votar en un referéndum respecto a su autodeterminación. Por unionista que sea. Otra cosa es cómo debería negociarse todo ello, de una manera justa, equilibrada y lo menos traumática posible. Los que creen que los catalanes no tienen derecho al referéndum por la sencilla razón que no es constitucional, es tan fácil como reconocer que esta constitución debería permitirlo.

Aquellos que creen que los catalanes no tienen derecho porque la mayoría de españoles lo ven así, simplemente imponen su peso demográfico como única argumentación, cargándose cualquier tipo de derecho de las minorías que “molesten”. Y, si creen que los catalanes no tienen este derecho porque temen el resultado (por las razones que sean) entonces someten el valor democrático a un simple interés. Un servidor, opina que un conjunto de estos intereses es lo que conforman las pétreas e inamovibles rocas del estado, y que los valores democráticos se han dejado al margen. El fin ha justificado los medios, y eso se acabará extendiendo debilitando la ya frágil democracia de este Estado.

Metáforas (I de II) – La olla catalana

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