En muchas ocasiones nos asalta la duda si es verdad que la intimidad con la que nos relacionamos con los seres humanos es quien nos habilita a entender el carácter último del hombre.
Parece que no hemos aprendido nada. Nos dotan de las estructuras, del conocimiento más absoluto y, sin embargo, cuando llega el momento más esperado, nos flaquean las piernas, perdemos el control, no sabemos estar a la altura de las circunstancias. No sabemos cuáles son los territorios y nuestros límites más íntimos. Incluso los sueños más bellos del mundo pueden ser destruidos por algo tan visceral como la ambición. Esa íntima pulsión de los hombres capaz de destruir y devastar cualquier atisbo de belleza en la humanidad.
No nos conocemos lo bastante y si lo hacemos es porque proyectamos una imagen deformada y desfigurada de nosotros. Llegados a ese caso, muy probablemente –cuando lo que se dice, no casa con lo que se hace- siempre cae por su propio peso. No se puede mantener un imperio a golpe de mentiras.
La obstinación es una de esas debilidades del hombre. Esa ceguera impúber que no deja ver a nadie. Esa energía psíquica profunda que emplaza el comportamiento de los seres hacia un fin y que al conseguirlo se libera. Una motivación capaz de aferrarnos a cualquier recuerdo o a cualquier esperanza para seguir alimentando nuestras ansias, nuestra codicia, nuestros secretos más íntimos.
Algunos se escudan en buscar motivos justos, otros simplemente argumentan lo que los demás quieren oír. Pero al final, todos sabemos que es el apetitoinsaciable del ser el que mueve el mundo, sus zozobras, sus temores. Lo arrastra. Lo voltea. Lo empuja. Lo vomita. Y así, cada giro que da sobre su eje sólo depende del afánde algunos por moverlo, por guiar claramente el movimiento elíptico del mundo. Que no es otro que volver a empezar. Volver a tropezar con la piedra una y otra vez, en una obstinada tarea hacia la destrucción.
Y es que el ser humano no puede traicionar su propia naturaleza, aunque lo argumente con unos valores nobles, llenos de ética –fáciles, incluso, al salto de lágrima sobre la mejilla roja, diría yo-. Sabe que en el fondo, su única tabla de salvación es aceptarse a sí mismo. Creando, si hace falta, un universo a su alrededor que lo justifique. Que lo legitime. Y el poder en un puño es sólo la excusa para mostrar esa expresión facial, deformada y desfigurada, que llamamos sonrisa. El acto inequívoco donde reconocemos que alguna vez el ser humano ha empleado la mayor crueldad del mundo.