Sonreí para mis adentros… ¿Qué sería de nosotros sin esa estúpida osadía?.

Cada generación, llegada cierta edad inaugural, siente esa necesidad de matar al padre. No me quiero meter en andurriales psicológicos, pero reconocemos la autoría de Freud, que en su obra Tótem y tabú, plantea el mito de que en una época primitiva indeterminada, los hombres vivían en pequeñas agrupaciones dominadas por un macho poderoso y tiránico (el padre) que tenía el privilegio de poseer a las hembras. Un día los machos jóvenes de la horda deciden rebelarse contra el padre, lo asesinan y se comen su cadáver.

Lo que ocurre a partir de ese momento es que, sin embargo,  el padre asesinado tiene más poder y autoridad que el padre vivo, puesto que la obediencia retroactiva que se le presta se basa en el sentimiento de culpa.

Bueno. Poco más o menos cada joven generación, al contemplar la realidad circundante con todas sus miserias y sentir entre sus manos la “tabula rasa” de su propia historia cree por un momento que va a ser capaz de corregir los evidentes erroresquijote, de eliminar las injusticias, de “desfacer los entuertos”, como diría el noble caballero Alonso Quijano, preguntándose cómo ha sido posible que los progenitores, hasta ese momento idealizados, no lo hayan hecho.

Desde luego, si el éxito en este terreno hubiera acompañado a cada nueva cohorte de la humanidad, el mundo sería un paraíso.

Si cada generación hubiera conseguido mecánicamente un avance moral, grande o pequeño, respecto de la anterior, dado el inmenso número de generaciones pasadas desde que el viejo homo sapiens se puso en pie… ¿No habríamos alcanzado una grandeza significativa?

¿Cómo es posible que no podamos reconocernos, a poco sinceros que seamos, enfangados en las mismas cuestiones que atormentaron a todos los pueblos que dejaron constancia escrita de sus preocupaciones. Desde las tablillas caldeas, los códigos en piedra, como el del Rey Hammurabi, los antiguos libros judaicos, las tragedias griegas, la historia romana, los papiros egipcios, o los viejos papeles chinos de bambú? Tanto da: orgullo, envidia, avaricia, celos, estupidez, lascivia, ambición, cobardía, fanatismo, etc. se siguen enseñoreando del comportamiento humano, hoy como ayer y como antes de ayer.

De todas formas, nada hay más razonable que intentarlo. Sin ese espíritu valiente, orgulloso, osado, loco y oportunista, nada habría cambiado en la vida de la humanidad y sería muy obtuso no reconocer que, aunque sea de una manera irregular y caótica, la vida humana, nuestro paso por este mundo, ha mejorado en términos generales.

Es decir, que por razones casi “evolutivas”, estamos obligados a soportar ese delirio vanidoso y afortunadamente pasajero que afecta a los jóvenes que, en su sincero esfuerzo por enfrentar el mundo con ojos limpios se sienten, por un momento, dotados de una cierta superioridad moral con respecto a sus mayores.

Adolescentes

Se sienten mejores en su fuero interno porque, concedámoslo, quieren sinceramente ser mejores en la medida en que puedan.

Como digo, que estemos obligados a soportarlo con paciencia intergeneracional no quiere decir que tengan razón.

Ni ellos son mejores por el hecho de ser jóvenes, ni (¡oh, descubrimiento!) nosotros somos más sabios por ser más viejos. Simplemente, ellos no han hecho muchos males porque no han tenido tiempo y nosotros sabemos más cosas (en el mejor de los casos) porque ha pasado el tiempo.

Otro de los grupos humanos susceptible de padecer ese complejo que no dudaría en llamar “farisaico” es el de la gente progresista, la gente “de izquierdas” entre cuyas filas, humildemente, procuro encontrarme.

Como ocurre con los jóvenes, los progresistas (laicos, religiosos o mediopensionistas) deseamos que la humanidad se rija por criterios morales en los que prevalezca la libertad, la igualdad y la solidaridad. El bienestar, la felicidad. El Edén, en la medida en que ello sea posible. La construcción de la Utopía.

Como las cosas no se producen después en la forma en que son idealizadas, en vez de redoblar nuestros esfuerzos, humanos como somos al fin y al cabo, sucumbimos al fácil expediente de encontrar culpables de la mala marcha de los acontecimientos.

Igual, hasta cierta medida incluso tenemos razón, porque… ¡Qué duda cabe!… Hay gente mala, egoísta y avariciosa. O por lo menos, siempre encontraremos gente “más mala, egoísta y avariciosa” que nosotros… O con más éxito en el logro de sus miserables (pero lucrativos) objetivos.

En definitiva, que las personas “de izquierdas” tendemos, por mor de nuestros propios ideales, a sentirnos mejores personas que los demás, pero es un error y una inmoralidad.

Si tenemos alguna idea que, con toda legitimidad, consideramos mejor que las de otros en relación a la llevanza de los asuntos públicos, pues la exponemos, la defendemos y procuramos sacarla adelante. Y nada más. Nuestras ideas pueden serlo, pero nosotros no somos mejores, por mucho que lo intentemos, que los que piensan de una forma diferente.

Digámoslo de una vez. Esa sensación de superioridad moral de la izquierda es tan repugnante, o más, que la sensación de superioridad étnica del racista, de superioridad sexual del machista o de superioridad intelectual del especulador “listillo”.

La exhibida superioridad moral de los jóvenes, como decía, hemos de soportarla como tuvimos que soportar sus llantinas infantiles o sus constantes preguntas respecto de la duración de los viajes en coche. Es la vida. Si acaso, una vez sobrepasada la adolescencia, estamos en nuestro perfecto derecho de mandarles a freír espárragos y a demostrar con hechos un poco de sus fatuas pretensiones.

Ahora bien, cuando desde el sistema político, adultos hechos, derechos y poseedores de una importante formación académica, se permiten pasar por el morro de la generación anterior, la que se enfrentó a los grises y a ETA (por decir un par de fenómenos de los que daban miedo de verdad) la fregona de su demagogia, no ha de extrañar a nadie que nos parezcan una absoluta impudicia sus propias miserias. Por lo demás, tan humanas como las de los demás, lo que no las hace más, ni menos, disculpables.

Puede, desde luego, Podemos, criticar todo lo que quiera al resto de partidos políticos. ¡Faltaría más!… Pero no puede predicar, por ejemplo, la mala calidad de la democracia interna de los demás cuando, al mismo tiempo, exhibe con desparpajo estaliniano comportamientos propios del “Politburó” más rancio, como las  purgas generalizadas de disidentes o la designación de candidaturas “oficialistas” impuestas desde un Comité Central.

No pueden llenarse la boca de desprecios por la “casta política de la transición” y caer, desde el momento “0” en las tramas de los negocios opacos (Caso Monedero) o en el fraude fiscal y laboral (Caso Echenique) por poner un par de ejemplos.

Bueno, pueden hacerlo, pero da mucho asco.

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