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Medea ha vuelto

Angélica Morales
Angélica Morales
Poeta, novelista y directora de teatro. Ha sido ganadora (entre otros) del XVII Premio de Poesía Vicente Núñez, Diputación de Córdoba 2017; XLVIII Premio Ciudad de Alcalá de Poesía 2017; 42 Premi Vila de Martorell (poesía en castellano) 2017; IX Certamen Literario Internacional “Ángel Ganivet”, Asociación de Países Amigos, (Helsinki, 2015). II Convocatoria Perversus GEEPP Ediciones (Melilla) 2015; Premio Internacional de Poesía Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria 2013; Premio Internacional de Poesía Miguel Labordeta 2011. En novela, su obra “Mujeres rotas (TerueliGráfica, 2018)” quedó entre las 10 finalistas del Premio Planeta 2017. Así mismo, otra de sus novelas (por el momento inédita) “La Convención”, también quedó entre las 10 finalistas del Premio Azorín de novela 2018. Entre sus libros de poesía publicados, destacan España toda (Hiperión, Madrid, 2018); Pecios (GEEPP Ediciones, Melilla, 2016); Monopolios (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014); Asno mundo (Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, 2014) y Desmemoria (Gobierno de Aragón, 2012). En novela ha publicado, entre otros, “Palillos Chinos” (Mira Editores, 2015); y “La huida del cangrejo (Mira Editores, 2010). Colabora en las revistas literarias y culturales como Turia, Letralia, Rolde y La Piedra del Molino. Blog Literario: https://angelicamorales.wordpress.com/
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análisis

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Decir Yolko es igual a decir Teruel o cualquier punto disperso de nuestra geografía. Los territorios no mudan su piel como lo hacemos nosotros, ellos no entienden de patria porque la tierra solo es tierra y se defiende únicamente de la soledad o el hastío. El caos y la venganza es nuestro, nuestras son las prisas, el estrés, la competitividad, la guerra y la indiferencia, ese hotelito a pie de playa, esa pensión mínima después de años de cargar a la espalda hijos y sacos de hambre.

Decir Yolko es decir venganza y mujer que mesa sus cabellos en la sombra para más tarde pasar a cuchillo a sus dos hijos, dos pobres criaturas blancas que en escena no hacen sino correr y dejarse abrazar, como un animal inválido, como un pobre tonto que no sabe que al otro lado de la noche le espera su último aliento.

Los clásicos son esos personajes fabulosos que duermen su mala fortuna en el fondo de un baúl y que, de vez en cuando, despertamos y los obligamos a repetir sus desgracias sobre un escenario o en una pantalla de cine o en las páginas de un libro. Y mientras ellos sufren una y otra vez, nosotros miramos hacia otro lado y pensamos en ese tornillo de la sartén que está suelto, en que ya no sentimos nada al hacer el amor con nuestras parejas, en que llegará la menopausia y nos pillará completamente desprevenidas, sin sangre en los vestidos, sin pétalos en el interior de nuestra lengua. Y pienso en Medea y la imagino ahora en un pueblecito de Huesca, sentada en una silla de enea, en el patio, con otras vecinas igual de viejas y desgraciadas. La imagino charlando al lado de Helena; Helena que usa taca taca para caminar, que hace siglos que no se mira al espejo por temor a no reconocerse. La imagino tomando de la mano a Casandra mientras Casandra aspira una colilla y retuerce una piedra del río entre sus manos. Las tres bajo un fresno silencioso. Las tres cansadas de llevar a rastras muertes y hombres que no llegan y facturas de luz que insisten. Todas repitiendo hasta el infinito ese destino cruel diseñado por Dios.

Pero Dios está en otro lado, como es natural. Y también les da la espalda y se dedica a hacerse selfies y colgarlos en Instagram, se dedica a blanquear dinero en Suiza y a montar empresas fraudulentas, se dedica a extraer el corazón de las cosas sencillas y hacer que nuestra vida sea poco menos que una broma pesada.

Por eso pienso en Medea y en su regreso, pienso que nunca dejaremos de volver ahí, al centro de la ira, a las costuras del mal, a no ver el cielo sino la sombra, a no escuchar al prójimo sino a hablar por encima de su voz. Somos animales desnutridos caminando por una línea muy recta, por unas leyes muy rectas, por una moral muy sucia.

Es posible que todo dependa de la pluma de quien escriba, de que Dios deje de ser hombre para convertirse en mujer o travesti, para ser un círculo incompleto que se come el hambre de querer ser Dios mismo.

El caso es que me gustaría que Medea pudiera, a su regreso, abrazar a sus hijos, llevarlos a pasear cerca del río, merendar con ellos árboles y canciones, enterrar sus cuchillos en una tierra de nadie, sin nombre ni color, con el latido patrio al otro lado de todas las manos.

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1 COMENTARIO

  1. Es bueno crear el verbo de los seres mitológicos, darle una bocanada de vida y es cierto que habitan entre nosotros cuando los leemos, cuando los escribimos.
    Todos llevamos para bien ó para mal un ser mitológico dentro y deberíamos hacer de nuestras vidas una epopeya.
    Estupendo relato.

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