Estos días, periódicos e informativos de televisión, hacen el seguimiento de los diversos casos de corrupción que afectan principalmente al Partido Popular. La trama Gürtel y las tarjetas Black se han convertido en expresiones del lenguaje común y algunos de los principales investigados por la comisión presunta de la larga serie de delitos que hacen referencia a la utilización de un cargo público para el enriquecimiento personal (prevaricación, cohecho, tráfico de influencias…) eran personajes que parecían atesorar una prístina trayectoria democrática dedicada al servicio de los ciudadanos.

Algunos medios han rastreado en la historia particular de esos sujetos, contrastando los hechos por los que se les juzga ahora con sus declaraciones anteriores. El aspecto juvenil que desprendían entonces, la claridad de sus razonamientos y la rotundidad de sus afirmaciones no pueden dejar de asombrarme, en especial porque yo mismo estuve afiliado a ese partido.

Mi militancia en el PP comenzaría con su refundación, allá por el año 1989, cuando un grupo de liberales bilbainos aterrizábamos en el proyecto que dirigía Aznar a nivel nacional y Jaime Mayor Oreja en el País Vasco (yo mismo sería secretario general de la gestora vasca de aquel partido presidida por el que después fuera Ministro del Interior).

Algunos de los ahora encausados visitaban con cierta frecuencia las tierras y los parajes vascos para transmitirnos, al parecer, la solidaridad de un partido que se enorgullecía – decían – de nuestro valor. Caían compañeros del PP (y del PSOE, compañeros todos en esa difícil lucha por la libertad, en contra del terrorismo y de un nacionalismo que miraba hacia otro lado); se celebraban los funerales; se convocaban manifestaciones y, con los años, llegaban los aniversarios en los que, unos y otros, vascos y altos cargos del partido, nos congregábamos a rendir justo homenaje a su memoria.

Eran aquellos años de plomo los años en los que florecían algunas de estas tramas. Cuando los nombres que hoy son conocidos en el comentario general recibían las comisiones que viajaban en sobres y que engordaban contabilidades paralelas y engrosaban las particulares cuentas corrientes de muchos de los que nos visitaban entonces y nos advertían que no estábamos solos, que un gran partido nos apoyaba en nuestros sueños quebrados por la pesadilla y en los sollozos callados e íntimos ante la incomprensión general de otros muchos vascos.

No habría que esperar demasiado para que algunos nos diéramos cuenta del obsceno espectáculo que se estaba produciendo en nuestro derredor: que nosotros poníamos los muertos, las familias destrozadas, la vida malvivida y protegida por escoltas; en tanto que ellos conseguían los votos que les proporcionaban el poder y la facultad de enriquecerse con éste; unos votos a los que contribuíamos nosotros mismos, como homenaje nacional a nuestro valor.

Era ya un proyecto indecente, contaminado por la impudicia de demasiadas gentes que no habían querido distinguir la frontera entre el servicio público y el medro personal y el consciente incumplimiento de la ley. Habían despojado el ejercicio de la política de su raíz ética y se convertían así en unos parásitos de la cosa pública en contra de los ciudadanos a quienes decían servir de forma tan grandilocuente como artera. En eso habían convertido nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, nuestra lucha.

No había más solución que salir de allí. No fuimos muchos, algunos decidieron volver a la actividad profesional que dejaban olvidada años atrás, en el País Vasco o en otros lugares de España. Otros pensamos que la actividad política -escrita con mayúsculas- era aún posible en otras formaciones que no habían sufrido -quizás por su novedad- la contaminación de la gangrena que había devorado a los viejos partidos. Y todavía hoy seguimos creyendo en que es posible la regeneración democrática en nuestro país.

Pero cuando observo los rostros impávidos de los dirigentes de ayer, investigados hoy y quizás condenados mañana y los comparo con mis recuerdos y los años pasados junto a ellos, sólo puedo decir que algunos cumplimos con nuestro deber y que todo el peso de la vergüenza y el oprobio moral – además del de la ley, por supuesto – deberá caer sobre ellos.

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