pobres

Siempre coloca sus cartones apoyados en la pared, como si así ese rincón de acera donde duerme desde hace ya dos años quedase ordenado, como si hiciera la cama al meter la manta vieja y roída de cuadros marrones en un carrito de la compra.

Se despierta antes de que la calle comience a hacerlo como si quisiera guardar un secreto más que sabido entre la vecindad, como si se avergonzase de ser visto durmiendo en el suelo, junto a las puertas de ese supermercado que cada día le permite dar los buenos días a sus clientes, incluso ayudar a las señoras más mayores a cambio de unas monedas.

Ya forma parte de ese paisaje urbano, de su silencio en la madrugada, del bullicio del día, de ese abrir y cerrar automático y continuo, como sus estados de embriaguez que intenta disimular ocultando su voz sin tomar conciencia de que su cuerpo cada vez más debilitado le delata. Entonces abandona su espacio para buscar otro cercano pero ajeno, metros más allá donde la melancolía se permite el lujo de caminar a su lado,  donde habla en soledad en su lengua madre, donde deja salir los monstruos que le atormentan sin abandonar esa timidez que le caracteriza. Pasea solo con sus recuerdos y sus miedos sin controlar el equilibrio perdido por el líquido disimulado en un bote de refresco hasta que cae la noche y retorna a ese rincón donde guarda los sueños perdidos, donde se siente arropado, donde no sabe que desde hace tiempo una mujer lo observa.

Hoy ha madrugado más de la costumbre. Desde el inicio de la calle contempla el movimiento de aquel hombre que lleva más de dos años viviendo a las puertas de un supermercado. Como si fuera un ritual, lo ve colocar sus cartones, guardar sus cobijas, lavar su cara con el agua que vierte de una botella de plástico y peinarse. Luego, camina. Ella, también, pero con la precaución de guardar cierta distancia. Como cada mañana, llega a un bar cercano. El camarero, un cubano instalado en España desde hace 20 años, le pone un café con leche y un poco de alegría a este nuevo día. Junto a la taza, una porra. Es su desayuno desde hace cuatro meses, el tiempo que lleva sin saber quién lo paga. Envuelto en su timidez pregunta con un español tan frágil como su propio cuerpo una vez más. El cubano dice que ese secreto no lo puede confesar, que disfrute de su cafecito y que no pregunte. Da gracias son las dos únicas palabras que salen de su boca.

Es ella quien ahora llega al local. El cubano la saluda antes de llegar a la barra y la llama mi amor mientras le pone su café cortado de cada mañana. Lo bebe rápido y deja sobre la mesa 3 euros y 40 céntimos. La misma cantidad, día tras día, desde hace cuatro meses. Sale ella;  detrás él. Cada uno su mundo, cada uno su camino.

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